Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 21 de mayo de 2020

-06. Angelou

Una luz lenta, de amanecer, se mueve a través de la niebla en la ladera del monte. Penetra en su blancura y la impregna de una suave aura agosteña. Es la luz quien desplaza la niebla entre los árboles, quien traspasa su frontera y la convierte en jirones hacia el cielo. Como es la luz quien hincha la ropa en los colgadores del patio, alarga las sombras de los tejados en los árboles junto al río e inicia el canto de un mirlo negro junto a mi ventana. Cuando niño silbaba en el silencio entre trinos de los pájaros. Ahora, al igual que dibujo asteriscos y escribo mi nombre en las ventanas empañadas de invierno y sonrío ante los números capicúas, silbo cuando la quietud del mirlo negro. Una luz lenta, de amanecer, me acoge tras la noche de insomnio.

Es un calor de mayo, en marzo. Intento sentir todo el sol posible en mi piel, capturarlo como quien se aprovisiona de víveres para el invierno. Tardo cinco minutos en llegar al supermercado. El río ya no corre crecido, ya no se desborda por las orillas, como en los pasados días de lluvia. Las ocas me graznan y exigen su tributo de pan. Cruzo el puente solo y me encuentro con las vallas electorales vacías. El vacío de las vallas metálicas me recuerda a los días antes del confinamiento, cuando la agenda futura y los ruidos en las mañanas que tapaban la verdad de pájaros y campanadas, cuando las prisas, las ventanas apagadas en la noche, la falsa creencia de control. El tiempo que se detuvo en mitad de un paso.
Le pregunto a la cajera cómo lo lleva. Me dice que agotada, angustiada y cabreada. Recuerdo las baldas vacías de los primeros días y los carros saturados de compra. Ahora, líneas en el suelo que nos marcan la distancia en la cola y una mampara en la caja. Le digo que espero le hayan subido el sueldo. Resopla y se queja de los poco más de mil euros que cobra y de la carga de trabajo desde hace quince días. Nos deseamos fuerza. Cruzo de nuevo el puente. Nos hemos acostumbrado a cambiar de acera cuando otro se acerca. Me pregunto cuánto tiempo se nos quedará ese gesto impregnado en el inconsciente.


(coda) Hoy los aplausos decrecen. En los últimos días cacerolas, silbatos, gritos, algún petardo y cánticos de oeoeoeoé. Pero hoy no hay fuerza en los aplausos, hoy, tal vez, nos hemos permitido estar tristes.

Leo.


***

En las memorias de Angelou, la mezcla de sombra y luz, de dureza y belleza, de asentarse en el mundo y descubrir su oscuridad y fulgor. Una voz que parece un cántico espiritual, que se abre a la vida aún en sus momentos de amargor.


Mientras yo comía, ella inició la primera de mis «lecciones para la vida», como las llamamos más adelante. Dijo que siempre debía ser intolerante con la ignorancia, pero comprensiva con la incultura, y que ciertas personas, que no podían ir a la escuela, eran más instruidas e incluso más inteligentes que los profesores de universidad. Me aconsejó que escuchara atentamente lo que la gente del campo llamaba «adagios de abuelas», porque en esos dichos sencillos se expresaba la sabiduría colectiva de generaciones enteras.
Cuando me acabé las pastas, limpió la mesa y trajo un libro pequeño y grueso de la estantería. Yo había leído Historia de dos ciudades y me había parecido que satisfacía mi criterio de una novela romántica. Abrió la primera página y por primera vez en mi vida escuché poesía.
«Era el mejor y el peor de los tiempos…». Su voz se deslizaba describiendo curvas por entre y por sobre las palabras. Casi cantaba. Sentí deseos de mirar las páginas. ¿Eran las mismas que yo había leído? ¿O había notas, música, trazadas en las páginas, como en un libro de himnos? Sus sonidos comenzaron a caer en suaves cascadas. Por haber oído a miles de predicadores, yo sabía que se estaba acercando al final de la lectura y yo no había oído de verdad, oído para entender, una sola palabra.
«¿Te gusta?».
Me pareció que esperaba una respuesta. Tenía aun en la lengua el dulce sabor de la vainilla y su lectura había sido un prodigio para mis oídos. Debía hablar.
Dije: «Sí, señora». Era lo mínimo que podía hacer, pero también lo máximo.
«Una cosa más: llévate este libro de poemas y apréndete de memoria uno para mí. Quiero que lo recites la próxima vez que vengas a visitarme».
Con frecuencia he intentado buscar, tras la complejidad de los años, el encanto que con tanta facilidad encontré en aquellos regalos. La esencia se escapa, pero su aura permanece. El permiso —o, mejor dicho, la invitación— para entrar en la vida privada de extraños y compartir sus gozos y miedos era una posibilidad de intercambiar el amargo ajenjo del Sur por una taza de aguamiel con Beowulf o una taza de té y leche caliente con Oliver Twist. Cuando dije en voz alta: «Es muy superior lo que hago a todo lo que he hecho en mi vida…», mis ojos se llenaron con lágrimas de amor ante mi abnegación.
Maya Angelou. Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado. Trad. Carlos Manzano. Libros del Asteroide.

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