El polen ondea entre los árboles junto al río. Pequeños y
leves, los copos níveos, ascienden hacia el cielo antes de caer al otro lado
del puente. Es un camino blanco el que me señalan. Como aquel de mis veranos al
que vuelvo en estos días donde lejos la mirada del tiempo, un camino blanco que
se convertía en promesa cuando dejaba atrás los últimos graneros de la aldea de
casas de piedra y tejados de pizarra y se adentraba en bosques y montes, donde
mis huellas dejaban una estela de polvo y cambiaban la forma del camino, aquel
camino que, una vez, intentamos amansar y del que quitamos pedruscos incrustados
y rellenamos los huecos con tierra y piedras pequeñas, aquel camino donde la
escuela en ruinas, su tejado hundido en el suelo —un grito congelado en una boca al cielo—, y los recuerdos de mi
padre en las noches de su infancia, cuando aprendía a leer y escribir tras los
días en el campo o cavando en el monte, aquel camino donde el lavadero de
piedra abandonado entre zarzas y la imagen de un santo en la penumbra de la
ermita siempre cerrada, aquel camino en el que sobresalían las gruesas raíces
de los árboles y un carballo era la última frontera en la noche entre la luz de
los faroles a nuestra espalda y la oscuridad amenazante en la que el camino se
apagaba. Hoy, que me siento a escribir en confinamiento, descubro que aquel
camino blanco por el que vagaba de muchacho era un camino entre pasado,
presente y futuro, ahí las huellas de quienes me precedieron, mis recuerdos cálidos
y dolorosos, un camino blanco donde los vivos y los muertos, donde los
ancestros y los porvenires, donde la pérdida y el sueño. Ningún hoy lo ha
olvidado.
Cruzo el puente. El sol me da en la cara. El calor de la
luz no ha dejado este mundo, pienso. Sigo el mismo camino los días de compra.
Apenas quinientos metros. Desde el primer día, como un hilo invisible que
tirase de mí, reproduzco incansable el recorrido de la puerta de casa a la del
supermercado —líneas
que se asemejarían a escalones descendentes a vista de pájaro—. No alargo el camino. Ni
lo atajo. La repetición en los pocos gestos del día ha borrado mi percepción
del tiempo. No hay marcas o señales que lo diferencien, es una masa de espacio,
como esta habitación de cuatro paredes. Y, como en esta habitación, como cada
objeto que se perpetúa inmóvil en ella, así los días.
Enciendo la televisión mientras descargo la compra.
Cuentan los muertos de las últimas horas. Hablan de porcentajes y estadísticas.
Me repito, en el silencio y la quietud de la mañana, que cada uno de esos más
de seiscientos muertos —y
aquí la incredulidad y el horror—
no son números sino caminos. Y en cada camino, otras huellas, encrucijadas,
sendas: caminos que llevan a algún sitio.
(coda) Lejos la mirada del tiempo, lejos la mañana y la
niebla, lejos la primera oscuridad de mi recuerdo.
Leo.
***
Dejo el libro de Lessing en el suelo, junto a la ventana,
y hago un par de fotografías. Es un mundo de percepciones más que decertidumbres, escribí en mi intento de reseña hace un par de años. Un país
donde el gobierno ha colapsado, la población huye en caravanas hacia una
esperanza incierta, lo salvaje ha tomado los edificios de la ciudad y los
gestos de los más pequeños, huérfanos que no conocieron el mundo antes de. Una
mujer observa el caos circundante desde su habitación y da cuenta del equilibro
precario en el que vivimos.
Creo que este es el lugar indicado para decir algo más
acerca de «ello». Aunque no hay, desde luego, un lugar o un momento «indicado»,
ya que no hubo un momento determinado que marcase —entonces, no ahora— su
comienzo. A pesar de todo hubo un período en el cual todo el mundo hablaba de
«ello» y sabíamos que hasta poco antes no lo habíamos hecho. Un ingrediente
distinto había aparecido en nuestras vidas.
Tal vez habría sido mejor comenzar esta crónica
intentando describir de forma completa este «ello». ¿Es posible, no obstante,
escribir la crónica de cualquier cosa sin que este «ello», bajo una u otra
forma, sea el principal tema? Tal vez, el «ello» sea verdaderamente el tema de
toda la literatura y la historia, como una escritura con tinta invisible entre
líneas, que surge con nítidos contornos negros para atenuar las viejas líneas
impresas que conocíamos tan bien, de la misma manera que la vida, personal o
bien pública, se desarrolla de pronto para hacernos presenciar algo que nunca
habríamos creído posible; vemos el «ello» como el fondo agitado de los hechos,
de la experiencia… Muy bien, entonces, ¿qué era
«ello»?… Estoy segura de que desde que existieron hombres en la tierra se ha
hablado del «ello», precisamente en estos términos, en épocas de crisis, puesto
que es en la crisis donde el «ello» se vuelve visible y nuestra soberbia se
derrumba frente a su fuerza. «Ello» es, en efecto, una fuerza, un poder, que
toma la forma de terremoto, de cometa aparecido de pronto, cuya malignidad se
aproxima cada vez más, noche tras noche, deformando todas las ideas mediante el
temor… «ello» puede ser, ha sido, la peste, la guerra, la alteración del clima,
la tiranía que deforma la mente de los hombres, el salvajismo de una religión.
«Ello», en resumen, es la palabra que describe la
ignorancia impotente, o bien la conciencia impotente. ¿Será la palabra que
describe lo inadecuado que es el hombre?
—¿Has oído algo
nuevo sobre ello?
—Tal y Tal dijeron
por último que ello…
Peor aún es cuando se llega a la etapa de «Has oído algo
nuevo», cuando «ello» lo ha absorbido todo, y nadie se refiere a otra cosa
cuando se pregunta qué mueve nuestro mundo. Ello. Solo ello, palabra mucho peor
que «ellos», porque «ellos» al menos también son humanidad, pueden ser movidos,
son impotentes, como nosotros.
«Ello» era, tal vez, en este punto de la historia sobre
todo, la comprensión de que algo tocaba a su fin.
Doris Lessing.
Memorias de una superviviente. Traducción de Mireia Bofill. Debolsillo.
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