Es un mundo de percepciones más que de certidumbres. El
gobierno, la ley, la sociedad en su totalidad se han convertido en esbozos y
gestos apenas entrevistos tras su derrumbe por algo desconocido —“ello”, una fuerza
subterránea que se hace con la vida de la comunidad, destruyendo unos valores
en apariencia arraigados con una potencia devastadora—. Sólo queda observar y sobrevivir. Y es
lo que hace la narradora de estas memorias. Desde la ventana de su piso vigila
la calle y ve pasar a grupos de hombres y mujeres que abandonan la ciudad y
parten en busca de un refugio ante la caída del gobierno. Grupos que se
asemejan a salvajes que adoran a un dios extraño y sangriento, que se han
desprendido de todo aquello que los definía años atrás y han vuelto a un primitivismo
olvidado. La narradora, una mujer madura testigo de los avances del caos, el
abandono y la violencia en la ciudad, aún conserva recuerdos de una época
distinta donde nada hacía prever el trastorno actual. Mira a través de la
ventana, y ese gesto inocente la lleva a la inmovilidad, a describir aquello
que se despliega ante ella pero sin darse realmente cuenta de la inercia y la
peligrosidad de los cambios de una ciudad y una sociedad que se colapsan. Sólo
la llegada de una niña de doce años a su apartamento y sus incursiones en un
mundo onírico dentro de la pared del salón, poblado de habitaciones, familias
desconocidas e imágenes añejas, rompen con su vigilancia de la anarquía y el
salvajismo del otro lado de la ventana.
Hasta aquí un intento de reseña.
Lessing crea una obra perturbadora y hermosa en Memorias de una superviviente. Muestra el
final de una comunidad, un apocalipsis del que desconocemos su inicio y del que
sólo vemos las consecuencias: ruina, salvajismo y abandono. Todo aquello que definía
a la comunidad, el gobierno, las leyes, las reglas sociales, aparecen apagados,
apenas sombras que desaparecen poco a poco hasta que el caos se hace con la
ciudad. Niños salvajes que viven en el metro y con un lenguaje compuesto de
gruñidos en un regreso simbólico a las cuevas prehistóricas, edificios que se agrietan
y arruinan lentamente, rumores que sustituyen a los canales de noticias, la
humanidad que huye mientras la naturaleza recupera su lugar entre el cemento.
No sabemos nada del colapso y aún así lo sentimos posible, una amenaza real, un
primer gesto que se convierte en inercia y que acaba en el caos y el desorden. Hay
palabras que pierden su significado: familia, burocracia, política, el lenguaje
se degrada y los habitantes de la ciudad se escudan en la esperanza, vacua e
inmadura, de que todo volverá a ser como antes de manera milagrosa. La
narradora habla de aquella época de anarquía, la suponemos en un presente donde
todo aquello pasó, donde hay una salvación o, al menos, un refugio. Pero sólo
es una intuición, no una certeza. La voz que le otorga Lessing a esta
mujer/testigo es profunda, inteligente, sorprendida. Y conmovida. A través de
la ventana de su piso ve los cambios sin asumirlos (o sin saber cómo hacerlo),
se pregunta si las migraciones al norte tendrán algún sentido, ya que nadie ha
vuelto para decir qué hay allí, es la observadora inmóvil por la curiosidad,
por descubrir cuál será el siguiente paso, qué será lo próximo que se apague.
Pero no es este caos el que mueve a la narradora, sino la llegada de una niña
de doce años de la que se hace cargo y sus incursiones dentro de la pared del
salón, donde asiste a un mundo fértil compuesto por otras habitaciones,
jardines y tiempos. Entonces, Lessing despliega una historia política, social y
feminista. Es Emily, la niña de doce años, la protagonista de esta historia, su
madurez temprana y la mujer en la que se convierte de manera prematura. La
narradora se adentra en el mundo irreal tras la pared poblado por docenas de
habitaciones desconocidas, ve la infancia de Emily junto a sus padres y hermano
y los roles familiares enraizados en la cultura pasada y lo compara con la
nueva época donde la burocracia, el orden, las viejas costumbres y el gobierno
son líneas difusas. Emily pasa de la niñez a la edad adulta en apenas unos
meses, tendrá el papel de madre y cuidadora, se enamorará de un muchacho que
aspira a liderar y salvar a los niños salvajes del metro, se sentirá fatigada,
sufrirá por un amor que “no era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí
misma” y tomará conciencia de una nueva naturaleza. Emily, la niña que llora
como mujer (“que es como decir que la tierra está sangrando”), que se considera
“fuente”, como la define la narradora, porque así la ven los hombres y los
muchachos, que vive en los nuevos tiempos sin recordar aquellos años lejanos de
bienestar y que asume el dolor atávico de las mujeres . Lessing consigue equilibrar
el lenguaje poético de las incursiones tras la pared blanca de la narradora,
donde cada paso está teñido de imágenes oníricas, con el tono reflexivo de una
mujer que ve el mundo derrumbarse sobre sus cimientos y se pregunta por lo
ocurrido, los cambios que están trasformando una comunidad y qué se puede esperar
de esos cambios, su mirada certera y crítica hacia los años de pretendida
prosperidad y las reflexiones sobre cómo reanudar la sociedad y la política
tras el caos y transformarlas en una luz que alumbre un nuevo camino. Memorias de una superviviente, una novela política, revolucionaria,
apocalíptica, surrealista.
Una última idea: la tentación de unir lecturas e iniciar una
línea que empezase en Memorias de una
superviviente y continuase por El muro de Marlen Haushofer y El cuento de la criada de Margaret Atwood, tres escritoras que imaginan el fin
de una época de manera reflexiva y aguda, y donde lo importante es el papel de
la mujer tanto en el mundo extinto como en el nuevo mundo. Mujeres que narran
los cambios brutales e inesperados de una comunidad a través de sus diarios o
sus memorias y hablan de una regresión a un pasado brutal, como Lessing o
Atwood, o imaginan una reentrada en el paraíso (vallado con un muro invisible),
donde la mujer se convierte en una solitaria Eva capaz de hacer suyo un mundo,
en un inicio, inhóspito. Tres voces lúcidas, impetuosas e inteligentes.
Emily, con los ojos cerrados, las manos sobre los muslos, se
meció hacia atrás y hacia delante y de un lado a otro, y lloró como llora una
mujer, lo que es como decir que la tierra está sangrando. Estuve a punto de
decir «como si la tierra hubiese decidido llorar a su antojo», pero esto
restaría eficacia al hecho. Al escucharla, no podía hacer menos, sin duda, que
rendir homenaje a la cualidad profunda del llanto de una mujer adulta cuando
llora.
Quién más es capaz de llorar así. La mujer de edad, no. Las
lágrimas de la anciana pueden ser dolorosas, pueden ser abyectas, tan terribles
como podamos imaginar. Sin embargo, son lágrimas en las que la experiencia
impide clamar pidiendo justicia, pues han aprendido demasiado y carecen de esa
calidad abismal que recuerda un desangramiento. Un niño pequeño puede llorar
como si toda la angustia y soledad del universo le pertenecieran
exclusivamente, mas no es el dolor del llanto de una mujer lo que importa, no,
es lo definitivo de esa aceptación de un mal. Allí estaba, como en aquel
momento y como estaría siempre en el futuro, con los ojos cerrados, de los que
caían lentamente las lágrimas, el cuerpo que se movía con lentitud, el pesar…
el acto del duelo, eso es. Se ha enfrentado a un enemigo, se ha trabado lucha
con él, pero se ha perdido una batalla, todo se ha derrumbado, todo se ha
agotado, no queda nada, no cabe esperar nada… sí, a pesar mío, todo lo que
escribo en este instante bordea la farsa, se oye con frecuencia una carcajada
que es tan intolerable como las lágrimas. Seguí sentada mientras contemplaba a
Emily, la mujer eterna, en su tarea de llorar. Hubiera querido poder alejarme,
sabía que no tenía importancia alguna para ella que yo estuviese allí o no.
Hubiera querido darle algo, reconfortarla, ofrecerle unos brazos abiertos, o…
¿una buena taza de té? (a su debido tiempo se la ofrecería). No, debía
escuchar. Escuchar ese pesar, esa expresión de lo intolerable. «Qué cosa en el
mundo —se habría preguntado quien la observara en aquel momento, marido,
amante, madre, amigo, aun alguien que en un momento determinado hubiese llorado
esas mismas lágrimas, pero en particular, desde luego, un marido o un amante—
¿qué puedes haber esperado de mí, de la vida, por Dios, que ahora lloras así?
¿No ves que es imposible, que tú eres
imposible, que nadie podría haber recibido promesas suficientes como para
justificar, siquiera, tales lágrimas… no lo ves?» Pero es inútil. Los ojos
ciegos miran a través de uno, están viendo un enemigo ancestral que no es,
gracias a Dios, uno mismo. No, es la vida, el azar, o el destino, una fuerza de
este tipo, que ha golpeado a la mujer en lo más profundo del corazón, y allí
permanecerá sentada siempre, balanceándose en su dolor arcaico y terrible, y
los sollozos que desgarran su ser son uno de los pilares sobre los que debe
descansar todo. Nada menos podría justificarlos.
( ... )
Estaba viendo a una mujer madura, una mujer que lo ha
recibido todo hasta sentirse colmada, pero de quien se sigue pidiendo,
exigiendo, a quien se sigue persuadiendo para que dé. Semejante mujer es en
verdad generosa, sus fuentes y reservas están siempre repletas y siempre dispuestas
a dar. Ama… sí, pero en alguna parte de su interior hay una inmensa fatiga. Lo
ha conocido todo y no quiere nada más… pero ¿qué puede hacer? Se reconoce —los
ojos de los hombres y de los muchachos se lo dicen— como fuente. Si no puede
ser esto, no es nada. Por ello todavía piensa, porque todavía no se ha
despojado de esa ilusión. Da, da, pero con el cansancio contenido y controlado…
Por ello seguía acariciando la cabeza de Hugo, haciéndole el amor a sus orejas,
murmurando palabras afectuosas pero sin sentido. Por encima de la cabeza de
Hugo, la mirada de Emily se cruzó con la mía. Eran los ojos de una mujer
madura, de unos treinta y cinco o cuarenta años… Nunca sufriría voluntariamente
lo que había sufrido ya. Como la mujer de nuestra civilización extinguida,
conoció el amor como una fiebre que era necesario sufrir, pasar. «Enamorarse»,
enfermedad que había que pasar, una trampa que podía llevarla a traicionar su
propia naturaleza, su sentido común, sus verdaderas aspiraciones. No era una
puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma; como no era tampoco una norma
para la existencia, era un estado, una condición, suficiente en sí misma, casi
independiente de su objetivo… «estar enamorada». Si hubiese hablado de ello, lo habría hecho en
términos semejantes a los que he utilizado. El hecho es que no deseaba hablar.
Brotaba de ella la fatiga, la disposición a dar si era absolutamente necesario,
a dar, pero sin convicción. Gerald, a quien había adorado, su «primer amor»
acorde con la tradición, a quien había esperado, por quien había sufrido,
pasado noches sin sueño, Gerald, su amante, ahora la necesitaba y la deseaba,
por haber vivido ya el ciclo de sus propias necesidades; pero ella no tenía
ahora la energía para levantarse y salir a su encuentro.
Doris Lessing.
Memorias de una superviviente. Traducción de Mireia Bofill. Debolsillo.
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