Los poemas de Dodge son tan extraños y fascinantes como su
novela Stone Junction, aquella
historia poblada por magos, forajidos y alquimistas. Dodge mira hacia la
naturaleza, qué nos ofrece y qué somos nosotros con respecto a ella; hacia la
calma, el dolor y la pasión que trae el amor; hacia la contemplación pura y
sencilla de la lluvia o la lucha contra un salmón cansado, hacia la falta de
trascendencia de aquello que nos rodea y de nosotros mismos, y asume que nunca
conocerá la respuesta a las grandes preguntas (un conocimiento que, dice, le
hace feliz). Y entre esos poemas, Dogde también habla de la infancia y escribe
cómo desaparece poco a poco ese mundo donde todo estaba por formarse, las
ideas, los sueños, las relaciones, y las palabras se pronunciaban de otra
manera (y en esa pronunciación diferente se escondía una libertad única y un
mundo rico), la infancia como lugar mítico y primera frontera, como añoranza
tras la pérdida de la pureza. Estos poemas de Lluvia sobre el río no son redondos, hay más libertad e intuición
que métrica, hay más búsqueda y autenticidad que experimentación y vanguardia,
contienen un humor basto y socarrón y una verdad sencilla.
Aprendiendo a hablar
Siempre que Jason decía caztor
en lugar de «castor»
o aldilla en lugar de «ardilla»
lo
adoraba en secreto.
Son
palabras mejores:
El
ajetreado caztor caztoreando;
la cola
gris de la aldilla
enroscada
como una culebrilla de humo en una rama de arce.
Nunca
le dije que estuviera pronunciando mal sus nombres,
aunque
yo sí los pronunciaba según la convención.
En
cierta ocasión se dio cuenta, y se explicó:
«Yo
digo caztor.»
«Genial»,
le dije, «como veas».
Pero en
una semana
estaba
pronunciando ambas «correctamente».
Cumplí
con mi deber,
y lo
lamento.
Hasta
nunca, caztor y aldilla.
Tanta
belleza perdida para el entendimiento.
***
Práctica, práctica, práctica
Exige
la más estricta disciplina
tomárselo
con calma de verdad
y
conservar, no obstante, el mínimo
latido
de ambición
necesario
para seguir consciente.
En eso
he estado trabajando toda la mañana,
tirado
en el sillón
junto a
la ventana en la cabaña de Bob,
mirando
la lluvia,
sin
patrones,
caer
sobre el estanque,
sólo
los perros y yo.
***
Estofado de ciervo
Para Freeman House
Podría envejecer contigo, Freeman,
dos ratas de la madera borrachas la mitad del tiempo
en una choza camino de Klamath,
sin mucho que hacer
salvo quejarnos de nuestros dientes e hígados,
preguntarnos adónde fue el dinero,
y mirar el río moverse.
Una vez al mes, si logramos poner
otra vieja camioneta en marcha,
petardearemos por el camino hasta Eureka a abastecernos,
tal vez demos a los chicos una lección sobre apostar
y a las alumnas de Humbolt un repaso, si hay suerte.
Dos semanas después, aún recuperándonos,
te veo dándole a la olla
un lento, valorativo vuelco,
asintiendo con una resignación tan profunda
que es alegre:
«Estofado
de ciervo otra vez».
Cucharas
que arañan los boles de madera,
comemos
delante del fuego,
rezongando
sobre esto y aquello:
cuántas
piedras descacharrantes
arrastramos
para el hogar;
por qué
los salmones se retrasan este año;
los
méritos relativos de los Huskie y los McCulloch;
la
continuada decadencia de la novela;
por qué
Ann dejó a Willy allá por el ochenta y ocho;
cómo
aquella mañana gélida en el valle Skagit
vimos
una bandada de doscientos gansos
virar
sobre nosotros y convertirse en nieve.
Y los
días entran como el río y las historias
en
cualquier bienestar que merezcamos.
Comemos
estofado, nos reímos.
Y los
días pasan como el sol y la luna,
gloriosamente
indiferentes,
masticando
venado mientras envejecemos despacio,
indefensos
y descuidados,
recontando
las viejas historias para mantenerlas nuevas,
hasta
que, tras muchos almuerzos,
al bol
de madera lo atraviesa un agujero.
***
Una comprensión más firme de lo
obvio
Por la
tarde, a principios de junio,
dulcemente
cansado del día de trabajo,
vagueando
en el porche trasero con amigos,
después
de la cena
(espárragos
y espinacas frescas del jardín;
lomo de
ciervo
ahumado
y poco hecho),
contemplando
al ocaso
sacar
brillo al océano,
vencejos
de alas rígidas
grabados
en el aire,
una
luna llena alzándose como una fiebre perlada
enorme
sobre las secuoyas,
estoy
embargado por la comprensión
de que
nunca entenderé
el
origen y el destino del universo,
el
sentido o el propósito de la vida,
ninguna
de las respuestas
a las
grandes preguntas del ser,
y
probablemente poco más.
Y ese
conocimiento, por último,
me hace
feliz.
***
Ángeles necesarios
1952
Cuando
tenía siete años
susurré
a la hebilla de mi cinturón
—una
radio secreta—:
«crucero
estelar dragón 4 llamando a base,
crucero
estelar dragón 4 llamando a base…»
y
recuerdo ese derroche de alegría
cuando
una voz al otro lado
contestaba
alto y claro:
«Adelante,
capitán Jimmy, adelante…»
1990
«Regrese
a base, capitán Jimmy.
¿Me
recibe?
Lo
estamos perdiendo.
¡Vuelva,
capitán Jimmy!
¡Regrese a base!
Oh,
capitán Jimmy.
Maldito
estúpido.»
***
Flujo
Arrastrado
por un salvaje equilibrio
al
núcleo de la dinamo de cada intercambio térmico,
el aire
fresco de la costa,
decantado
del Pacífico por el calor ascendente del Valle,
fluye
tierra adentro sobre la cordillera
y el
viento se levanta.
Abajo
en el jardín
el
tallo de un girasol se estremece,
inclina
su cabeza de semillas
lista
para esparcirse.
***
Razón para vivir
Tenía
veintidós años en el verano del sesenta y siete, cuidaba de la casa de mi
hermano en la calle G en Arcata, atrapado seriamente por primera vez en el
sofoco y la lucha de escribir poesía, tan pobre que no podía permitirme ni un
sucio sándwich. Pero aquel día el casero había contratado mis manos ociosas
para ayudarlo a descargar un camión de mudanza lleno de pertenencias de su tía
recién fallecida, me había pagado diez pavos, y estaba cruzando la calle G
hacia el Safeway donde ahora hay un Wildberries, con el dinero caliente en la
mano —suficiente, severamente racionado, para una semana de espaguetis— y
recuerdo que me reía porque toda una semana de pasta batiría seguro los infames
Tacos de Poeta Hambriento de mi colega Funt (una loncha de mortadela en una
tortilla fría de maíz, enróllala y adentro), riéndome y estrujando el billete,
mofándome de Funt, y justo atravesaba el aparcamiento cuando vi a Julie,
desnuda en el bosque, cantando en un idioma que nunca había oído; Julie con la
sinuosa cruz que se había tatuado entre el ombligo y el vello púbico con un
imperdible romo y tinta china tras la cortina de un baño del Reformatorio para
Chicas: le había llevado dos horas, pero las monjas, me explicó, no la
detuvieron porque tenían miedo de verla desnuda, y para ser honestos, yo
también, pero no dejé que el miedo me detuviese, y me alegro, porque treinta
años después todavía me arden los labios allí donde besaron la cruz después de
que compartiéramos los espaguetis que hice, y recordaré esa noche para siempre
como el tiempo en que comprendí que el dinero y la comida y la poesía eran
formas de vivir, no razones para hacerlo.
***
Solicitud de trabajo
Quiero
tenderme en una ladera abierta
y
sentir cómo todo
se
aviva bajo la luz.
No
quiero pensar, juzgar, decidir.
El
invierno ha sido duro.
El
padre de Vicky murió en noviembre.
Un mes
después, hallé
a mi
hermano muerto
en su
cabaña de Klamath.
Luego,
un mes de lluvia,
inundaciones,
corrimientos de tierra.
y
abajo, en el jardín quemado por la escarcha,
los
cuervos se acomodan sobre los espantapájaros.
Quiero
rendirme en una ladera de hierba
y dejar
que todo se eleve por encima del calor.
Darme
enteramente a florecer.
Enterrar
la cara en las multitudinarias amapolas;
volver
la cara al cielo.
Si debo
trabajar, que la tarea
concuerde
con mi fuerza decadente
y
encuentre mi verdadera ambición:
sentir
que las raíces cavan hondo
mientras
imagino
colores
nuevos para una flor.
Jim Dodge. Lluvia sobre el río.
Traducción de Antonio Rómar y Pablo Mazo Agüero. Editorial Salto de página.
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