Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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miércoles, 24 de agosto de 2016

La quinta esquina. Izraíl Métter

Un pequeño gesto, la luz de una ventana que se apaga, que habla de la tristeza por un amor extraño y cambiante, un amor hecho a trompicones, a encuentros fugaces, a rabia, deseo, hondura y melancolía, un amor en el umbral, nunca cruzado, de la felicidad o la espera dichosa, que lleva a Boria, el narrador de La quinta esquina, a realizar cualquier acto por o contra su amor, cada gesto encadenado a la figura y la idea de Katia, a los momentos puros y sencillos, a los celos, a la huida como medio de intentar rehacer la propia vida, en otro lugar, en otra mujer, un amor que es más ausencia y lucha que comprensión, y por eso mismo, por la ausencia, por la distancia, un amor engrandecido y nostálgico, un amor que camina por el filo de la navaja de lo irreal, de lo incorpóreo.



Katia se alegraba tanto cuando yo llegaba que me quedaba paralizado de felicidad. Tomaba el té con ellos, deteniendo el tiempo: nada que no fuera aquella mesa a la cual ella estaba sentada en ese momento me hacía falta. Ni siquiera la presencia de Astájov me oprimía demasiado. Había aprendido a persuadirme con palabras de Katia:
—¡Cuándo comprenderá, por fin, que usted es especial! ¿Le parece poco?
Lo decía con tal vehemencia, con un poder tal de convicción, que yo me ablandaba y me rendía. Pero en cuanto me separaba de ella, turbias oleadas de celos me azotaban contra los muros de los edificios. Aquella misma mesa para tomar el té, donde acababa de ser tan feliz, aquel mismo Astájov, de cuyas amables bromas me había reído hacía apenas unos instantes, y Katia, la misma Katia, siempre la misma Katia que pertenecía a otro, me desgarraban. Daba vueltas por el callejón Oziorni, ocultándome a la sombra de los edificios; se iluminaban para el mundo entero las tres ventanas de la esquina, la puerta de la entrada principal golpeaba, impulsada por un fuerte resorte, la gente entraba y salía de esa casa sin enterarse de en qué casa entraban ni de dónde salían, y allá, en el cielo, seguía colgado el balcón señalado por mi tortura. Era el único que había de un lado al otro del horizonte. Se apagaba una ventana, luego otra: eso aún se podía soportar. Pero la tercera ventana, la del dormitorio, retumbaba dentro de mí con su luz y, cuando la luz se debilitaba, yo, como muerto, me levantaba de la tierra y me arrastraba hasta mi callejón Sapiorni.


Y este amor entre Boria y Katia está narrado de manera fragmentada dentro de un espacio y un tiempo delimitados, los primeros años de la Rusia comunista y la segunda guerra mundial. Boria, el narrador, ya alejado de su vida, intenta recuperar los momentos significativos que lo definen a través de sus recuerdos, la idea de ver el pasado descontaminado del presente (sin la base del conocimiento), su vejez como una nueva niñez. Boria recuerda su calle, su amistad con Sasha, desaparecido en combate, sus intentos infructuosos por ingresar en la universidad (pertenecía a la quinta categoría, pequeñoburgués), el asentamiento del comunismo, el nuevo nombre, Stalin, los primeros amores y Katia, que lo transforma todo a su paso, que se convierte en un centro y en un vértigo.

Boria escribe desde un presente que siente amargo, intenta volver al pasado como forma de “errar entre tumbas”, la suya propia, las de aquellos con los que convivió durante un instante en su vida, racionalizar el pasado, hablar de aquella época donde se suprimió el yo por el nosotros colectivo y la delación formaba parte de la rutina, como el miedo, el vagabundeo y la obediencia ciega. Boria ajusta cuentas con su yo pasado, testigo de los primeros años de Stalin, del cerco de Leningrado, de la dictadura de comisarios y agentes, las deportaciones a campos de trabajo o la muerte en las celdas, buscando una quinta esquina de una habitación cerrada. Boria habla de sombras, el pueblo que se convierte en rebaño, Katia que aparece y desaparece por capricho o necesidad, su propia sombra que vaga entre institutos y que no acaba de materializarse, de tomar posición, Boria como un hombre translúcido, como alguien que se pregunta qué hacía mientras Katia era torturada en una celda.

Y con el tiempo, los recuerdos se difuminan. Boria que no guarda nada de Katia, fotos o cartas, apenas distingue rasgos, pero queda la esencia de un encuentro que tanto le podía destruir como salvar. Boria bascula entre esos recuerdos de un amor loco con los de una Rusia que avanzaba hacia la guerra y un nuevo mundo con un dios único. Izraíl Métter se sirve del ajuste de cuentas de Boria para mostrar la vida cotidiana en la Rusia comunista, el organigrama, las creencias colectivas, las delaciones, las maneras de formar al pueblo, las matemáticas capaces de apuntar hacia los traidores. La quinta esquina, novela poética y política, fragmentada y reflexiva, es un largo monólogo, un lamento por las ausencias, el amor, las cobardías, la vejez y la memoria.






A los diecisiete años me quedé ciego y mudo de amor. Aún tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que logré liberarme. Aquella fiebre me tuvo tiritando durante quince años, hasta el año 1941. El tiempo se había retirado, tenía la impresión de que solo bañaba mis tobillos.
Resulta imposible reconstruir en la memoria las sensaciones exactas de un amor violento, como es imposible recordar un estallido, la sensación de volar durante un sueño, una fiebre alta.
En esos quince años, hiciera yo lo que hiciera, lo hacía ya por ella, o contra ella. Perdí la capacidad de realizar actos neutrales. El amor se convirtió en mi profesión.

***

En la memoria de un viejo hay cierta mística: a mí no me parece que mi niñez haya terminado para siempre; existió y ha de volver. Compro los libros que devoraba en aquellos remotos años: Mayne Reid, Fenimore Cooper, Louis Jacolliot y, contra toda lógica, estoy convencido de que aún me serán de utilidad. Deseo que mi futura infancia sea más confortable, que no me tome por sorpresa; todo lo necesario debe estar al alcance de la mano: los seductores libros, la pelota de fútbol, la bicicleta. Sufrí mucho por su ausencia en mi infancia pasada. ¿O tal vez sea ahora cuando creo haber sufrido mucho?
¿Y si en realidad volviera? ¿Seré capaz de comportarme como si no supiera cómo terminó todo? La experiencia que tengo ahora se me vendrá encima, me llegará al cuello. Pero es curioso que esa experiencia no incluirá los logros universales de la ciencia ni de la técnica. En mi infancia futura, como en la precedente, me contentaré con la alfombra voladora, el submarino Nautilus y una sencilla espada en la mano de D’Artagnan. Que queden con Dios los reactores atómicos y los cohetes intercontinentales. No son ellos los que han enriquecido mi larga existencia ni los que han pesado sobre ella.
¿Y qué hacer con las ilusiones perdidas? ¿Qué hacer con aquello en lo que yo creía? ¿Qué hacer conmigo mismo, con aquello que quise decir y hacer y no hice ni dije? Y no porque no hubiera tenido tiempo. Lo tuve. Tuve tiempo de reflexionar. Y llegué a conclusiones que me asustaron.

***

Los acontecimientos históricos, o simplemente los hechos que no están coloreados por las emociones, no nos dejan huellas precisas en el recuerdo. La memoria del sentimiento es más fuerte que la memoria de la lógica.
En los periódicos —lo recuerdo con claridad—, comenzó a aparecer el apellido Stalin. No sabíamos de quién se trataba. Recuerdo con gran agudeza el sentimiento de perplejidad que experimentamos entonces.
Desconocíamos el nombre de Stalin, no porque fuéramos ignorantes en asuntos políticos, sino sencillamente porque ese nombre nunca había aparecido junto al de Lenin. Junto a él había nombres muy diferentes. Y muchos.
Incluso diría que esa época, para nosotros, no tenía un nombre de persona. Para nosotros no tenía más que un apellido: Poder soviético.
Y ante nuestros ojos surgió un seudónimo del tiempo: Stalin.
Quizá porque yo no estudié en ninguna parte, y nadie tuvo la oportunidad de inculcarme, desde mis años de inmadurez, su autoritario punto de vista sobre la vida, yo gozaba de libertad de elección y de valoración. Nunca he tenido que exponer, en exámenes ni pruebas, mis ideas acerca de la realidad que nos circunda, ni mi concepción del mundo. Y como no he tenido que exponerlas, esos pensamientos eran míos, me pertenecían orgánicamente; no esperaba por ellos calificaciones en un sistema de cinco puntos. Tenía derecho a no comprender y también a equivocarme.
Eran los años en los que se acostumbraba a llamar a las personas como yo «pequeñoburguesas». Si el pequeñoburgués dudaba de algo, lo acusaban con desprecio de propagar los chismes del tranvía o los de las colas que se formaban frente a los almacenes. A propósito, tanto en los tranvías como en las colas de los almacenes es donde se encuentra el pueblo.
La persona a quien se acostumbra llamar pequeñoburgués se encuentra en una situación difícil. Siempre está equivocada. Aun si tiene razón. Ya porque juzga las cosas demasiado pronto —antes del decreto correspondiente—, o demasiado tarde, es decir, después del decreto del gobierno, cuando se considera que el asunto se ha resuelto.
Para el pequeñoburgués existe una sola satisfacción, y a título póstumo: que los historiadores lo llamen «pueblo».
La magnitud de la falsificación que se ha generado con el concepto «pueblo» es inmensa. A partir de los años treinta, se comenzó a llamar pueblo a ciertas personas y a excluir del pueblo a otras. En realidad el título de «pueblo» lo poseía una sola persona: Stalin.
Izraíl Metter. La quinta esquina. Traducción de Selma Ancira. Libros del Asteroide.

lunes, 15 de agosto de 2016

Izraíl Métter en La quinta esquina

Utilizando la terminología de las ciencias naturales, trato de analizar mi vida a nivel molecular. Cuando hago el análisis a nivel del organismo, veo que durante muchos años nos hemos diferenciado muy poco los unos de los otros. Existía la posibilidad de considerarnos «nivel medio». Para simplificar ese proceso, comenzamos a llamarnos «cuadros». A veces la terminología corresponde al principio mismo, emana de ese principio.
Los cuadros lo deciden todo, dijo Stalin. Él no hubiera podido operar con la fórmula «las personas lo deciden todo», porque el concepto «personas» era para él superfluo e incluso embarazoso. Las personas, en efecto, habrían podido decidirlo todo; en lo que se refiere a los cuadros, estos se pueden intercambiar mutuamente: hay que contarlos, pero no hay que tenerlos en cuenta.
Me parece que nunca antes había habido una necesidad tan masiva de comprender el pasado como la que se percibe ahora en la gente. Nuestro pasado es enigmático. Y es enigmático no tanto por los hechos, sobre los que llegarán nuevas revelaciones, sino desde el punto de vista de la psicología.
Para mí es precisamente así. De hechos, ya tengo suficiente. Estoy harto de ellos.
Lo que me falta de verdad es la metodología.
Los hechos no pueden explicar lo más importante para mí: la psicología de la gente.
Cuando retrocedemos en el tiempo, hacia lo más profundo, cada uno de nosotros se detiene en un punto, más allá del cual le es imposible continuar; para los jóvenes es más sencillo: ellos van ligeros, no están abrumados por la complicidad. No hablo de una complicidad criminal. El nivel molecular del análisis me permite considerar la complicidad incluso en los pensamientos. «Esto ocurrió en mi presencia, y yo estuve de acuerdo»; a esto me refiero. Justamente es en ese punto donde nuestro paso se vuelve más lento, al ir retrocediendo por nuestra propia vida. En torno a ese punto, adoptamos la posición defensiva circular y disparamos hasta el penúltimo cartucho, porque el último lo guardamos para nosotros.
Para mí esto es la revolución. Lenin y el comienzo de los años veinte.
Y cuanto más fieramente me defiendo desde esta elevación, más enigmático es para mí lo que vino después.
La fe del hombre ignorante en Dios se ha ido acumulando durante milenios; se transmitía de generación en generación. La hipocresía de la religión era relativa: no prometía el reino de Dios en la tierra. Mentía hablando de la hojarasca del paraíso. El concepto de Dios era especulativo. Mejor dicho, a medida que iba aumentando la cultura de la humanidad, se volvía cada vez más especulativo.
Y, de repente, Dios se encontró junto a nosotros. Apareció en un país que se había vuelto casi completamente antirreligioso. Ese dios era concreto. Llevaba unas botas altas relucientes de puro limpias, una guerrera y una gorra con aspecto semimilitar. Los iconos de su imagen se editaban en tirajes de millones de ejemplares.
Incluso las habitaciones de los pisos comunales se convirtieron en casas de oración.
Las asambleas generales comenzaron a parecerse a las reuniones de los flagelantes.
Los sectarios se martirizaban ante los ojos de sus correligionarios.
Era un dios cruel. No castigaba en el otro mundo, sino en este. Y cuanto más castigaba, con mayor exaltación creían en él. Ninguno de los apóstoles lo traicionó: era él quien los traicionaba a todos.
Desde el nacimiento del cristianismo hasta el momento en que millones de personas tuvieron fe en Cristo, pasaron siglos. El nuevo dios apareció después de la muerte de Lenin, y la fe en él, temblorosa y ciega, se apoderó de cientos de millones de personas en el transcurso de quince o diecisiete años.
En las imprentas no había letras suficientes para la mención diaria de su nombre. Él lo sabía todo: le llamaron «corifeo de todas las ciencias». Se seguían sus consejos para determinar la forma del ala de un avión, las mutaciones del trigo, el coeficiente de rendimiento de la locomotora diesel, las cuestiones de lingüística, los periodos exactos de la fisión del átomo, la temática de las películas, la historia, la filosofía, la literatura...
Él lo veía y lo oía todo, con los ojos y los oídos de los delatores. De ser una ocupación secreta y vergonzosa, la delación pasó a convertirse en un honorable deber cívico.
Era omnipotente y omnipresente; por la noche sus arcángeles sacaban a la gente de sus tibios lechos, la hacían descender de los trenes, la detenían en plena calle, la acechaban con órdenes de arresto en los teatros.
Por cosas como estas, los emperadores, ungidos de Dios, han sido odiados, asfixiados y derrocados. Por cosas como estas se les ha fusilado.
El nuevo dios era adorado.
Cantaban su gloria en canciones y en himnos, lo fundían en bronce, lo tallaban en mármol, lo pintaban al óleo, lo representaban en el escenario y en la pantalla. Con su nombre se llamaban ciudades y aldeas.
Se le estudiaba en los parvularios, en las escuelas y en las universidades.
La gente moría de hambre agradeciéndole la saciedad; muriendo a manos suyas, gritaban vivas en su honor.
Yo fui testigo de eso.
Y no puedo entenderlo.
La tentativa de explicar ese enigma en la psicología de la gente por medio del terror permanente no es consistente. El miedo por sí solo no hubiera tenido la fuerza suficiente para mantener a una población de doscientos millones, durante treinta años, en un estado de fervor religioso.
Hay otra explicación. Pero tampoco me parece exhaustiva.
Dicen que él fue el portavoz y el ejecutor de aquella idea cuya realización es un antiguo sueño de la humanidad. Y nosotros hicimos de ese dios el foco de nuestro amor por ese sueño.
Es posible que en un principio la situación haya sido precisamente esa. Pero ya unos cuantos años más tarde, la crueldad creada por él contradecía ese ideal, lo pisoteaba, lo inundaba de sufrimiento y sangre. La falta de correspondencia entre las palabras y los hechos podía haberla notado incluso un niño, pero las personas adultas y sensatas no se daban cuenta. O quizá la notaran pero decían que era necesario que fuera así.
A la historia no se le puede formular la pregunta: ¿qué habría ocurrido si...? Esa pregunta le está contraindicada. La historia está siempre determinada por leyes. Lo que ocurrió ocurrió: ella solo razona en esos términos.
No necesito esas leyes.
Quiero saber qué habría pasado si aquello no hubiera ocurrido.
Y qué pasará.
Izraíl Métter. La quinta esquina. Traducción de Selma Ancira. Libros del Asteroide.