Un pequeño gesto, la luz de una ventana que se apaga, que
habla de la tristeza por un amor extraño y cambiante, un amor hecho a
trompicones, a encuentros fugaces, a rabia, deseo, hondura y melancolía, un
amor en el umbral, nunca cruzado, de la felicidad o la espera dichosa, que
lleva a Boria, el narrador de La quinta
esquina, a realizar cualquier acto por o contra su amor, cada gesto
encadenado a la figura y la idea de Katia, a los momentos puros y sencillos, a
los celos, a la huida como medio de intentar rehacer la propia vida, en otro
lugar, en otra mujer, un amor que es más ausencia y lucha que comprensión, y
por eso mismo, por la ausencia, por la distancia, un amor engrandecido y
nostálgico, un amor que camina por el filo de la navaja de lo irreal, de lo
incorpóreo.
Katia se alegraba tanto cuando yo llegaba que me quedaba paralizado de felicidad. Tomaba el té con ellos, deteniendo el tiempo: nada que no fuera aquella mesa a la cual ella estaba sentada en ese momento me hacía falta. Ni siquiera la presencia de Astájov me oprimía demasiado. Había aprendido a persuadirme con palabras de Katia:—¡Cuándo comprenderá, por fin, que usted es especial! ¿Le parece poco?Lo decía con tal vehemencia, con un poder tal de convicción, que yo me ablandaba y me rendía. Pero en cuanto me separaba de ella, turbias oleadas de celos me azotaban contra los muros de los edificios. Aquella misma mesa para tomar el té, donde acababa de ser tan feliz, aquel mismo Astájov, de cuyas amables bromas me había reído hacía apenas unos instantes, y Katia, la misma Katia, siempre la misma Katia que pertenecía a otro, me desgarraban. Daba vueltas por el callejón Oziorni, ocultándome a la sombra de los edificios; se iluminaban para el mundo entero las tres ventanas de la esquina, la puerta de la entrada principal golpeaba, impulsada por un fuerte resorte, la gente entraba y salía de esa casa sin enterarse de en qué casa entraban ni de dónde salían, y allá, en el cielo, seguía colgado el balcón señalado por mi tortura. Era el único que había de un lado al otro del horizonte. Se apagaba una ventana, luego otra: eso aún se podía soportar. Pero la tercera ventana, la del dormitorio, retumbaba dentro de mí con su luz y, cuando la luz se debilitaba, yo, como muerto, me levantaba de la tierra y me arrastraba hasta mi callejón Sapiorni.
Y este amor entre Boria y Katia está narrado de manera
fragmentada dentro de un espacio y un tiempo delimitados, los primeros años de
la Rusia comunista y la segunda guerra mundial. Boria, el narrador, ya alejado
de su vida, intenta recuperar los momentos significativos que lo definen a
través de sus recuerdos, la idea de ver el pasado descontaminado del presente
(sin la base del conocimiento), su vejez como una nueva niñez. Boria recuerda
su calle, su amistad con Sasha, desaparecido en combate, sus intentos
infructuosos por ingresar en la universidad (pertenecía a la quinta categoría,
pequeñoburgués), el asentamiento del comunismo, el nuevo nombre, Stalin, los
primeros amores y Katia, que lo transforma todo a su paso, que se convierte en
un centro y en un vértigo.
Boria escribe desde un presente que siente amargo, intenta
volver al pasado como forma de “errar entre tumbas”, la suya propia, las de
aquellos con los que convivió durante un instante en su vida, racionalizar el
pasado, hablar de aquella época donde se suprimió el yo por el nosotros
colectivo y la delación formaba parte de la rutina, como el miedo, el
vagabundeo y la obediencia ciega. Boria ajusta cuentas con su yo pasado,
testigo de los primeros años de Stalin, del cerco de Leningrado, de la
dictadura de comisarios y agentes, las deportaciones a campos de trabajo o la
muerte en las celdas, buscando una quinta esquina de una habitación cerrada. Boria
habla de sombras, el pueblo que se convierte en rebaño, Katia que aparece y
desaparece por capricho o necesidad, su propia sombra que vaga entre institutos
y que no acaba de materializarse, de tomar posición, Boria como un hombre
translúcido, como alguien que se pregunta qué hacía mientras Katia era
torturada en una celda.
Y con el tiempo, los recuerdos se difuminan. Boria que no
guarda nada de Katia, fotos o cartas, apenas distingue rasgos, pero queda la
esencia de un encuentro que tanto le podía destruir como salvar. Boria bascula
entre esos recuerdos de un amor loco con los de una Rusia que avanzaba hacia la
guerra y un nuevo mundo con un dios único. Izraíl Métter se sirve del ajuste de
cuentas de Boria para mostrar la vida cotidiana en la Rusia comunista, el
organigrama, las creencias colectivas, las delaciones, las maneras de formar al
pueblo, las matemáticas capaces de apuntar hacia los traidores. La quinta esquina, novela poética y política,
fragmentada y reflexiva, es un largo monólogo, un lamento por las ausencias, el
amor, las cobardías, la vejez y la memoria.
A los diecisiete años me quedé ciego y mudo de amor. Aún
tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que logré liberarme. Aquella
fiebre me tuvo tiritando durante quince años, hasta el año 1941. El tiempo se
había retirado, tenía la impresión de que solo bañaba mis tobillos.
Resulta imposible reconstruir en la memoria las sensaciones
exactas de un amor violento, como es imposible recordar un estallido, la
sensación de volar durante un sueño, una fiebre alta.
En esos quince años, hiciera yo lo que hiciera, lo hacía ya
por ella, o contra ella. Perdí la capacidad de realizar actos neutrales. El
amor se convirtió en mi profesión.
***
En la memoria de un viejo hay cierta mística: a mí no me
parece que mi niñez haya terminado para siempre; existió y ha de volver. Compro
los libros que devoraba en aquellos remotos años: Mayne Reid, Fenimore Cooper,
Louis Jacolliot y, contra toda lógica, estoy convencido de que aún me serán de
utilidad. Deseo que mi futura infancia sea más confortable, que no me tome por
sorpresa; todo lo necesario debe estar al alcance de la mano: los seductores
libros, la pelota de fútbol, la bicicleta. Sufrí mucho por su ausencia en mi
infancia pasada. ¿O tal vez sea ahora cuando creo haber sufrido mucho?
¿Y si en realidad volviera? ¿Seré capaz de comportarme como
si no supiera cómo terminó todo? La experiencia que tengo ahora se me vendrá encima,
me llegará al cuello. Pero es curioso que esa experiencia no incluirá los
logros universales de la ciencia ni de la técnica. En mi infancia futura, como
en la precedente, me contentaré con la alfombra voladora, el submarino Nautilus y una sencilla espada en la
mano de D’Artagnan. Que queden con Dios los reactores atómicos y los cohetes
intercontinentales. No son ellos los que han enriquecido mi larga existencia ni
los que han pesado sobre ella.
¿Y qué hacer con las ilusiones perdidas? ¿Qué hacer con
aquello en lo que yo creía? ¿Qué hacer conmigo mismo, con aquello que quise
decir y hacer y no hice ni dije? Y no porque no hubiera tenido tiempo. Lo tuve.
Tuve tiempo de reflexionar. Y llegué a conclusiones que me asustaron.
***
Los acontecimientos históricos, o simplemente los hechos que
no están coloreados por las emociones, no nos dejan huellas precisas en el
recuerdo. La memoria del sentimiento es más fuerte que la memoria de la lógica.
En los periódicos —lo recuerdo con claridad—, comenzó a
aparecer el apellido Stalin. No sabíamos de quién se trataba. Recuerdo con gran
agudeza el sentimiento de perplejidad que experimentamos entonces.
Desconocíamos el nombre de Stalin, no porque fuéramos
ignorantes en asuntos políticos, sino sencillamente porque ese nombre nunca
había aparecido junto al de Lenin. Junto a él había nombres muy diferentes. Y
muchos.
Incluso diría que esa época, para nosotros, no tenía un
nombre de persona. Para nosotros no tenía más que un apellido: Poder soviético.
Y ante nuestros ojos surgió un seudónimo del tiempo: Stalin.
Quizá porque yo no estudié en ninguna parte, y nadie tuvo la
oportunidad de inculcarme, desde mis años de inmadurez, su autoritario punto de
vista sobre la vida, yo gozaba de libertad de elección y de valoración. Nunca
he tenido que exponer, en exámenes ni pruebas, mis ideas acerca de la realidad
que nos circunda, ni mi concepción del mundo. Y como no he tenido que
exponerlas, esos pensamientos eran míos, me pertenecían orgánicamente; no
esperaba por ellos calificaciones en un sistema de cinco puntos. Tenía derecho
a no comprender y también a equivocarme.
Eran los años en los que se acostumbraba a llamar a las
personas como yo «pequeñoburguesas». Si el pequeñoburgués dudaba de algo, lo
acusaban con desprecio de propagar los chismes del tranvía o los de las colas
que se formaban frente a los almacenes. A propósito, tanto en los tranvías como
en las colas de los almacenes es donde se encuentra el pueblo.
La persona a quien se acostumbra llamar pequeñoburgués se
encuentra en una situación difícil. Siempre está equivocada. Aun si tiene
razón. Ya porque juzga las cosas demasiado pronto —antes del decreto
correspondiente—, o demasiado tarde, es decir, después del decreto del
gobierno, cuando se considera que el asunto se ha resuelto.
Para el pequeñoburgués existe una sola satisfacción, y a
título póstumo: que los historiadores lo llamen «pueblo».
La magnitud de la falsificación que se ha generado con el
concepto «pueblo» es inmensa. A partir de los años treinta, se comenzó a llamar
pueblo a ciertas personas y a excluir del pueblo a otras. En realidad el título
de «pueblo» lo poseía una sola persona: Stalin.
Izraíl Metter. La
quinta esquina. Traducción de Selma Ancira. Libros del Asteroide.
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