Utilizando la terminología de las ciencias naturales, trato
de analizar mi vida a nivel molecular. Cuando hago el análisis a nivel del
organismo, veo que durante muchos años nos hemos diferenciado muy poco los unos
de los otros. Existía la posibilidad de considerarnos «nivel medio». Para
simplificar ese proceso, comenzamos a llamarnos «cuadros». A veces la
terminología corresponde al principio mismo, emana de ese principio.
Los cuadros lo deciden todo, dijo Stalin. Él no hubiera
podido operar con la fórmula «las personas lo deciden todo», porque el concepto
«personas» era para él superfluo e incluso embarazoso. Las personas, en efecto,
habrían podido decidirlo todo; en lo que se refiere a los cuadros, estos se
pueden intercambiar mutuamente: hay que contarlos, pero no hay que tenerlos en
cuenta.
Me parece que nunca antes había habido una necesidad tan
masiva de comprender el pasado como la que se percibe ahora en la gente.
Nuestro pasado es enigmático. Y es enigmático no tanto por los hechos, sobre
los que llegarán nuevas revelaciones, sino desde el punto de vista de la
psicología.
Para mí es precisamente así. De hechos, ya tengo suficiente.
Estoy harto de ellos.
Lo que me falta de verdad es la metodología.
Los hechos no pueden explicar lo más importante para mí: la
psicología de la gente.
Cuando retrocedemos en el tiempo, hacia lo más profundo,
cada uno de nosotros se detiene en un punto, más allá del cual le es imposible
continuar; para los jóvenes es más sencillo: ellos van ligeros, no están
abrumados por la complicidad. No hablo de una complicidad criminal. El nivel
molecular del análisis me permite considerar la complicidad incluso en los
pensamientos. «Esto ocurrió en mi presencia, y yo estuve de acuerdo»; a esto me
refiero. Justamente es en ese punto donde nuestro paso se vuelve más lento, al
ir retrocediendo por nuestra propia vida. En torno a ese punto, adoptamos la
posición defensiva circular y disparamos hasta el penúltimo cartucho, porque el
último lo guardamos para nosotros.
Para mí esto es la revolución. Lenin y el comienzo de los
años veinte.
Y cuanto más fieramente me defiendo desde esta elevación,
más enigmático es para mí lo que vino después.
La fe del hombre ignorante en Dios se ha ido acumulando
durante milenios; se transmitía de generación en generación. La hipocresía de
la religión era relativa: no prometía el reino de Dios en la tierra. Mentía
hablando de la hojarasca del paraíso. El concepto de Dios era especulativo.
Mejor dicho, a medida que iba aumentando la cultura de la humanidad, se volvía
cada vez más especulativo.
Y, de repente, Dios se encontró junto a nosotros. Apareció
en un país que se había vuelto casi completamente antirreligioso. Ese dios era
concreto. Llevaba unas botas altas relucientes de puro limpias, una guerrera y
una gorra con aspecto semimilitar. Los iconos de su imagen se editaban en
tirajes de millones de ejemplares.
Incluso las habitaciones de los pisos comunales se
convirtieron en casas de oración.
Las asambleas generales comenzaron a parecerse a las
reuniones de los flagelantes.
Los sectarios se martirizaban ante los ojos de sus
correligionarios.
Era un dios cruel. No castigaba en el otro mundo, sino en
este. Y cuanto más castigaba, con mayor exaltación creían en él. Ninguno de los
apóstoles lo traicionó: era él quien los traicionaba a todos.
Desde el nacimiento del cristianismo hasta el momento en que
millones de personas tuvieron fe en Cristo, pasaron siglos. El nuevo dios
apareció después de la muerte de Lenin, y la fe en él, temblorosa y ciega, se
apoderó de cientos de millones de personas en el transcurso de quince o
diecisiete años.
En las imprentas no había letras suficientes para la mención
diaria de su nombre. Él lo sabía todo: le llamaron «corifeo de todas las
ciencias». Se seguían sus consejos para determinar la forma del ala de un
avión, las mutaciones del trigo, el coeficiente de rendimiento de la locomotora
diesel, las cuestiones de lingüística, los periodos exactos de la fisión del
átomo, la temática de las películas, la historia, la filosofía, la literatura...
Él lo veía y lo oía todo, con los ojos y los oídos de los
delatores. De ser una ocupación secreta y vergonzosa, la delación pasó a
convertirse en un honorable deber cívico.
Era omnipotente y omnipresente; por la noche sus arcángeles
sacaban a la gente de sus tibios lechos, la hacían descender de los trenes, la
detenían en plena calle, la acechaban con órdenes de arresto en los teatros.
Por cosas como estas, los emperadores, ungidos de Dios, han
sido odiados, asfixiados y derrocados. Por cosas como estas se les ha fusilado.
El nuevo dios era adorado.
Cantaban su gloria en canciones y en himnos, lo fundían en
bronce, lo tallaban en mármol, lo pintaban al óleo, lo representaban en el
escenario y en la pantalla. Con su nombre se llamaban ciudades y aldeas.
Se le estudiaba en los parvularios, en las escuelas y en las
universidades.
La gente moría de hambre agradeciéndole la saciedad;
muriendo a manos suyas, gritaban vivas en su honor.
Yo fui testigo de eso.
Y no puedo entenderlo.
La tentativa de explicar ese enigma en la psicología de la
gente por medio del terror permanente no es consistente. El miedo por sí solo
no hubiera tenido la fuerza suficiente para mantener a una población de
doscientos millones, durante treinta años, en un estado de fervor religioso.
Hay otra explicación. Pero tampoco me parece exhaustiva.
Dicen que él fue el portavoz y el ejecutor de aquella idea
cuya realización es un antiguo sueño de la humanidad. Y nosotros hicimos de ese
dios el foco de nuestro amor por ese sueño.
Es posible que en un principio la situación haya sido
precisamente esa. Pero ya unos cuantos años más tarde, la crueldad creada por
él contradecía ese ideal, lo pisoteaba, lo inundaba de sufrimiento y sangre. La
falta de correspondencia entre las palabras y los hechos podía haberla notado
incluso un niño, pero las personas adultas y sensatas no se daban cuenta. O
quizá la notaran pero decían que era necesario que fuera así.
A la historia no se le puede formular la pregunta: ¿qué
habría ocurrido si...? Esa pregunta le está contraindicada. La historia está
siempre determinada por leyes. Lo que ocurrió ocurrió: ella solo razona en esos
términos.
No necesito esas leyes.
Quiero saber qué habría pasado si aquello no hubiera
ocurrido.
Y qué pasará.
Izraíl Métter. La
quinta esquina. Traducción de Selma Ancira. Libros del Asteroide.
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