Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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jueves, 18 de julio de 2019

El arte del puzle. José María Pérez Álvarez

Si me rendía, recuerdo que pensaba de niño, tumbado en el suelo y rodeado de piezas desparejadas, no conseguiría formar la imagen completa del puzle, Superman bajo un extraño cielo amarillo. Montaba y desmontaba aquel puzle con seis años o siete años, me asombraba el orden tras el caos primero y el significado no sólo del puzle completo, también de cada pieza por separado. Observaba las formas de las piezas, las curvas conversas y cóncavas, los colores azules o amarillos, el dibujo que podría pertenecer a la ventana de un rascacielos o a las líneas blancas sobre una carretera. Había un código. Como en una lista de números. O en la palabra escrita las letras que formaban sílabas que terminaban en palabras que, separadas por espacios en blanco de otras, mostraban un mensaje—. A veces, daba la vuelta a las piezas el azul grisáceo del cartón, las esquinas levantadas, la perfecta semejanza de cada una de ellasy piezas que no debían encajar por el lado correcto del rompecabezas acababan emparejadas, dando lugar a algo totalmente diferente, un pedazo de cielo en lugar del pecho del superhéroe, o una línea continua de carretera entre las azoteas de un edificio. Era divertido. Desentrañar el mensaje oculto. Alterar la realidad. Y volver a empezar.

Dice uno de los personajes de José María Pérez Álvarez —el matemático y crucigramista Gaspard Winckler, personaje a su vez de La vida instrucciones de uso de Perec que hay que montar y desmontar los rompecabezas una y otra vez. Y dice Perec en el preámbulo de su novela: considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco. El arte del puzle es un intento de unir un puñado de piezas para mostrar una imagen que nos devuelva un significado último. Y, como en la mesa en la que colocamos las diferentes piezas, leemos una y otra vez una pieza hasta que encontramos aquella que la comple(men)ta, empequeñeciendo los huecos del rompecabezas así siento El arte del puzle como huecos delimitados por grupos de piezas unidas que anticipan la imagen final. Una obviedad: todo libro es un rompecabezas.

Desordenar las piezas para reordenarlas luego, dejar huecos, ir de un grupo de piezas a otro para añadir o quitar aquello que no encaja, fijarse en la imagen de una sola pieza hasta que se diluya su significado, creer encontrar el encaje perfecto, mirarlo todo a una distancia prudente, volver atrás. Escrita en segunda persona y aquí lanzo una interpretación personal, segunda persona que pertenece al hombre que recuerda a su madre poeta y a su padre lector de Marcial Lafuente Estefanía, una manera de separarse de sí mismo para hablar del chalé donde la madre escribía en el garaje y sentía que la vida era un malentendido, se ausentaba en conferencias y viajes, tenía amantes que se contraponían al hombre gris con el que se casó; para hablar de los combates de boxeo que veía su padre mientras leía novelas del oeste, un padre que el hijo siente como un secundario sin frase en las películas de Ford, alguien que está en el fondo de la escena y muere en un último gesto sin que la cámara capte una frase que lo redima de su grisura, un hombre para quien la vida era una penitencia; para hablar, en fin, del adolescente enamorado de la madre, ajeno al padre y escritor sin talento que se convierte en un cincuentón solitario y barrigón que escribe, con un humor salvaje, reseñas, contraportadas y fajas de novelas que no lee decía, escrito en segunda persona, El arte del puzle es un intento por armar la vida de tres seres extraños entre sí, pasando una y otra vez por momentos significativos de su existencia, la fiesta de los dieciocho años del hijo: una orgia adolescente que acaba con la imagen de la madre durmiendo desnuda con uno de sus amigos; el suicidio de la madre en el garaje mientras la vida seguía alrededor; el trabajo del hijo, en su madurez, en la editorial del amante de la madre, sabiendo que carece de talento, que es la sombra de ella, sus encuentros sexuales con una compañera de trabajo, tan excitantes como grasientos su cuerpo, que ha pasado de heredar la belleza de la madre a ser el derrumbe paterno, los robos de bancos y el coqueteo con la droga en su juventud, el desfile de la victoria franquista siendo niño y aquí otro acierto de la novela, el repaso a esa España gris de la dictadura donde la vida parecía detenida en blanco y negro; el encuentro entre la madre y el orfebre de los puzles Gaspard Winckler; los disparos al aire del padre en una tarde extraña, sus gestos repetidos: el libro del oeste, el combate de boxeo, la bebida, un hombre al que el hijo recuerda gris pero en el que se adivina hay algo más bajo su superficie mediocre; tres personajes que se han sentido, de alguna manera, estafados, que ven la vida como un malentendido, una penitencia o un laberinto o un puzle o un orgasmo—. El narrador desmonta y ordena las piezas del puzle, encontrando algo parecido a un significado, a un mensaje limpio de interferencias.

Una de las imágenes que se repite está en la serie de fotografías de la construcción de la torre Eiffel en casa de Winckler. Se puede ir de imagen en imagen por el orden de las habitaciones —y se verá la construcción de la torre a saltos temporales, atrás y adelante— o por las fechas de las fotos —lo que hará adentrarse en la casa de manera caótica—. Esa es la sensación que deja El arte del puzle, un recorrido desordenado cronológicamente como forma de completar los momentos cruciales, en construcción, en la vida de sus personajes. Queda la imagen de Ana Álvarez Ruíz, la poeta que podría jugar en la misma división de Plath o Sexton, que dice a su hijo que la felicidad siempre queda a la espalda, queda el hijo convertido en un hombre en desconstrucción, queda la grisura del padre, que cree en las musas y las penitencias, quedan todas esas piezas unidas que delimitan el vacío que dejan los huecos dentro del rompecabezas.
El arte del puzle. José María Pérez Álvarez. Ediciones Trea.

domingo, 23 de junio de 2019

Mi romance. Gordon Lish

Mi romance como monólogo improvisado donde alguien llamado Gordon Lish habla  desde una tribuna de sus años de editor en la revista Esquire o su trabajo en la editorial Alfred A. Knopf, de su apego al dinero y las ropas holgadas, del reloj heredado de su padre y que decide subastar en mitad de su discurso, de las llagas producidas por la psoriasis y el tratamiento de aceite mineral, pastillas y baños de sol en las azoteas de hoteles y edificios de oficinas, un hombre respetado en calzoncillos y zapatos con un bolso de manuscritos y un rotulador y que busca desesperado la luz, de la muerte del padre y de la madre, de un mundo antiguo donde viajar en tren era un privilegio, ¡de un frigorífico! que gotea en una habitación donde un hombre espera su muerte rodeado de sus hermanos, de un pasado alcohólico y las ganas de tomar una copa, sólo una copa más, que lo temple ante el auditorio, de las figuras masculinas que moldearon su infancia y que destilaban fuerza, tacañería y certidumbre, un discurso a veces trastornado y surrealista donde se repite una y otra vez media docena de imágenes: la inscripción errónea en el reloj de su padre, el goteo del frigorífico, el viaje en tren en 1944, la urna con las cenizas maternas, la madre desnuda con 93 años, en el baño, apoyada en el hijo, imágenes que nos apartan de las dos grandes confesiones que nos quiere hacer Lish-personaje: el asesinato del padre y una infidelidad, confesiones que no llegan a materializarse y se esquivan entre la verborrea de Lish. El tiempo es una duda constante, como el narrador, y da la sensación de que el monólogo es tanto una confidencia como una mascarada, una forma de reflexionar sobre la coexistencia con la muerte o la fragilidad de nuestro cuerpo, de cómo nos agarramos a cualquier cosa, un objeto, dinero, una justificación, para permanecer (para obtener una falsa seguridad de permanencia) una voz que parece desquiciarse mientras avanza hacia la conclusión de la conferencia donde Lish abjura de los escritores y reescritores, como el propio Lish o la audiencia que tiene delante. Sólo queda preguntarse, mientras se lee Mi romance, qué hacer ante semejante palabrería, ante los momentos de puro tedio donde nada, absolutamente nada se dice, o ante aquellos donde parece asistiremos a una verdad última y nos quedamos en el umbral de esa verdad. Y, aunque parezca contradictorio, es esa mezcla de repetición vacua y el acercamiento a una verdad que no acabará por mostrarse, lo que convierte este libro en una historia estimable. La búsqueda constante de la luz del Lish-personaje enfermo de psoriasis es mi particular imagen del libro: alguien que intenta salir de la penumbra en busca de una luz que lo calme y le dé un orden último a una vida caótica. Mi romance, como monólogo desconcertante y atractivo, aburrido y desternillante, me recuerda a la autoficción que en estos últimos años han practicado autores como Halfon, una vuelta de tuerca al concepto de memorias donde se subvierte la realidad para reconstruir el relato propio y hablar de aquellos miedos y deseos a través de una máscara invisible. 








Oh, creedme, estos hombres me parecían todos tan, pero tan fuertes. ¿Os he contado que a menudo los veía pasearse por los salones de sus casas llevando sombreros para damas? ¿O para ser exactos, posando en los salones de sus casas con tocados para señoras en la cabeza? Charley, Henry, Sam, Philip, los cuatro mirándose al espejo con los sombreros para damas. Cualquiera de ellos diciendo a quienquiera que estuviera allí para escucharlo: «¿Qué os parece este número? ¿Qué opináis del número? ¿Sí o no? ¿Va o no va? Un numerito como éste, ¿no sería un éxito en terciopelo de imitación?». Dejad que os diga algo: era maravilloso cuando me encontraba entre los que estaban allí para escucharlos. Estamos hablando de tipos que se jactaban de pagarle a cierta gente bajo cuerda, ya me entendéis. Decidme, ¿quién de vosotros habría podido llevarme a Florida en esa época? No, no, no, nadie podría hacerse una idea de lo que significaba, de lo que todavía significa y siempre va a significar para mí haber crecido al lado de unos hombres así cuando era niño. Veréis, yo era un chico que le tenía miedo a las cosas. Estos tipos duros, estos tipos eran fuertes y eran nada menos que mi padre y sus hermanos. Aquellos días en que nos sentábamos todos juntos en la salita, el aspecto que tenían para mí no debía de parecerse en nada a como ella los veía. Para mí parecían como creo que parece la gente cuando se sienta a mirar cómo se muere una persona.
Gordon Lish. Mi romance. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Anne Michaels en Buceadores de la piel


A la llegada

Será a una estación
con techo de cristal
tiznado del hollín
de los trenes y
abrazados milla a milla
de la llegada. No se
soltarán en todo el largo viaje,
su brazo en la curva
del deseo de ella. Caminando por una ciudad
que apenas conocen,
observando a mujeres con taleguillas
darle monedas a un cura para los veteranos de guerra;
al encontrarse con la iglesia en un agujero
del viejo muro que cruza la ciudad, la cúpula
ocupando exactamente el agujero,
como un ojo. En la morada
del invierno, bajo una madriguera
de mantas, le hace entrar en calor
cuando ella salta dentro desde el aire.

Hay un camino por el cual nuestro cuerpo
deja de pertenecernos, y cuando él la encuentra
hay posada al fin
para aquellos a los que aman,
en el lugar que él encuentra,
que ella encuentra, cada palabra de la piel
una decisión.

Hay tierra
que nunca se suelta de tus manos,
lluvia que nunca cesa
en tus huesos. Palabras tan gastadas que se desprenden
de nosotros porque sólo pueden
caerse. Ellos no se
soltarán porque hay un tipo de amor
que se desprende del amor,
como las piedras
de las piedras,
la lluvia de la lluvia,
como el mar
del mar.

***

El tiempo es como el engaño del pintor, no existe la línea
del contorno de la manzana o del perfil del muslo, aunque a la manzana
le duela su borde dulce, tensa la piel, cicatriz de
la densidad. Línea invisible
pegada al tacto. La línea de la hierba húmeda
en mi brazo, la línea húmeda
de tu lengua por mi espalda.

Toda la historia en los montículos de hueso engastado
de tu cuerpo. Todo lo que recuerda
tu boca. Tus manos manipulan
en la oscuridad, el bromuro de plata
del deseo oscurece de luz la piel.

***

Si el amor te elige, de repente tu pasado se convierte
en una ciencia obsoleta. Mapas viejos
teorías refutadas, un diorama.

El instante en que nuestros cuerpos se disponen a nacer.
La inminencia que vuelve a juntar la materia
nos atraviesa y luego se expande
por el tiempo y el espacio:
el espasmo del pelaje al pasarle la mano; choque de electrones.
La madre que oye a su hijo llorar arriba
y de repente nota en su vestido
la humedad de la leche.
Entre las ramas negras, una niebla de color de ostra
lame cada rincón de nuestra soledad en el que nunca antes
creímos ser amados,
espacios en barbecho abandonados al nacer,
esperando que la experiencia les dicte su camino
en nuestro interior. La noche avanza en cubierta,
en el coche a oscuras. En la playa donde
moldeaba tu rostro.
En los campos de lava donde el carbón parece una alfombra,
donde el musgo se extiende como terciopelo sobre formas astilladas.

El jadeo del hielo ese instante
en que el rocío se hiela en el aire sobre las cataratas.
Nos levantamos al escuchar la llamada
a casa de nuestros nombres en azul oscuro del salmón,
la regia luna una escudo de armas en el broquel del cielo.
La corriente nos traspasa, ondas de radio,
lamida eléctrica. Los billones de fotos que atraviesan
en un segundo la capa de emulsión de la película, el único
ultramicroscópico que cristaliza
y se convierte en fotografía.
Miramos y de pronto el mundo
se vuelve.
Un tubo mellado de iones nos sujeta al cielo.


***

Intentar conservar todas las cosas y mantenerse
de pie. Diez mil sombras
en la hierba alta. El pasado,
todo lo que has sido,
continuará su media vida,
un taco de carbón ardiente agosta su ascensión al cielo
en la médula trenzada de un pino.
Por la noche, la memoria vagará por tu piel.

***

Todo amor es un viaje por el tiempo.

Orilla pulida, cuevas pintadas,
desfiladeros de caliza.
Ciruelas y agua fría en el desierto.

El río en invierno. Esta lejanía.
Anne Michaels. Buceadores de la piel. Traducción de Jaime Priede. Bartleby editores.

miércoles, 18 de julio de 2018

La soledad de las vocales. José María Pérez Álvarez

las letras se apagan del rótulo de neón de la pensión Lausana, desaparecen una a una, sin apenas ruido, dejan de ser un faro o una hoguera para aquellos que buscan refugio en la ciudad y cambian el significado de la palabra primigenia, pasando Lausana de un ideal a una pensión destartalada y corroída por el tiempo, se apagan las letras y las vidas que habitan la pensión, el narrador borracho de la 9 que convive con el espectro de una suicida, el escritor de la 6 que aspira a una grandeza que lo sacuda de la miseria en la que vive, el viento en la 8, habitación abandonada y secreta que alberga nuestros miedos y derrotas, la pareja de homosexuales de la 5, el pintor de la 4, la ex nadadora de la 2, el tapicero serbio de la 7, el encargado, seres que parecen haber llegado al final de un camino, que se ven atrapados en las habitaciones de la pensión, evas y adanes y orfeos que salieron del paraíso metamorfoseados en sombras, eurídices atrapadas en el infierno, cada uno apagándose poco a poco como lo hacen las letras del rótulo, solitarios que se acercan unos a otros y hablan de sueños que saben inalcanzables, deseos que no son más que humo y recuerdos de un pasado sin conquistas, sombra sobre todo la del narrador de la 9, insomne y borracho que enlaza una pensión tras otra en una caída casi bíblica, su voz enquistada en las repeticiones de una rutina grotesca, los muebles, manchas y grietas de su habitación, la espera de alguna mujer que lo acompañe, el recuerdo de tantas que huyeron de su lado, los paseos por parques, barras de bar y estaciones de tren donde cruzar la mirada con otro ser humano que le haga sentirse a este lado de la vida, las conversaciones con el escritor de la 6 (que siente nostalgia de las manos de Joyce) o con el espectro de la mujer que se suicidó en su habitación años atrás, los viajes imaginarios a París que rompen la realidad y abren el muro de la pensión para respirar otros aires y otras vidas, el deseo de los cuerpos de las nadadoras olímpicas, su voz que avanza en círculos, las conversaciones, los objetos, los paseos, las mujeres ausentes, los deseos insatisfechos, y agranda lo grotesco de su figura, el narrador de la 9 como un don quijote desquiciado y pordiosero, como un observador fuera del paraíso, alguien que sólo sabe moverse por lugares de paso, pensiones, bares y estaciones de tren, su voz llena la soledad de las vocales, su voz que empieza como el despertar tras el sueño y termina con el despertar a una muerte ficticia.

Qué extraño y triste libro es La soledad de las vocales, el monólogo de un borracho e insomne que no hace más que dar vueltas por las mismas coordenadas, las mismas expresiones, los mismos recuerdos una y otra vez y que dan un ritmo hipnótico a la novela, una especie de voz en duermevela, qué personajes tan al límite, seres habituados a sufrir, a permanecer en una esquina donde ver pasar otras vidas o a sentir nostalgia de un deseo no satisfecho, qué escenarios de miseria, la pensión donde desaparecen las letras de su rótulo y que da cobijo a los perdidos y los abandonados, los bares y estaciones donde esperar un chispazo, una presencia que cambie en algo el rumbo de sus vidas. José María Pérez Álvarez ha construido una novela insólita y hermosa, fragmentos de la voz del borracho de la 9 que aspira a ser apátrida, apóstata y alcohólico, que le gustan los trenes que pasan de largo y el cuerpo de las nadadoras, que espera en su habitación a alguna mujer que se apiade de él, como la última prostituta, y habla con fantasmas y quiere que sus cenizas acaben en un fiordo noruego o en alguna copa para ser bebidas por una mujer hermosa y que se sabe fuera del paraíso o del infierno. Más allá de los personajes y espacios (que pueden recordar a Hurbert Selby), son el ritmo repetitivo de la novela y los fragmentos con apenas comas que dan al monólogo del narrador un aire febril y alucinado lo que acaba por atraer de La soledad de las vocales.







permanezco desnudo en la cama, escucho la lluvia que cae desde el primer piso de la pensión Lausana habitación 9, un eco que parece provenir de muy lejos como si estuviese lloviendo en un fiordo de noruega, en lysefjord no en sognefjord y el sonido se arrastrase hasta aquí, la lluvia cae como alguien que se precipita al vacío desde un fiordo de noruega, desde lo alto de la torre eiffel, desde los acantilados de finisterre, desde la cima de estaca de bares, contemplo la mancha de humedad en el techo que se parece a la isla de jamaica, uno debería poder adivinar el futuro por medio de las manchas de humedad o conjurar el pasado, mejor no saber nada del futuro que es también irreparable, me miro los dedos de los pies y pienso: un hombre descalzo es un hombre muerto, recuerdo las escenas de los atentados nueva york madrid denpasar bagdad Freetown, atentados terroristas en países remotos o provincias limítrofes, siempre hay una bomba esperándonos en cualquier esquina, vagón de tren o restaurante, piso o maleta, mezquita u hotel, somos sujetos que llevamos inscrita la muerte en nuestro apellido, en nuestros genes, en nuestros gestos, en nuestros antebrazos, en nuestras palabras, en nuestros ojos, en nuestros sexos, sujetos que despertamos resacosos en la habitación de una pensión que tiene una mancha de humedad similar a la isla de jamaica y escuchamos caer la lluvia, jamaica es una isla a la que no podrá dirigirse nunca el Ford rojo del encargado de la pensión que oigo arrancar como un trueno o una bomba, una noche me encontré en un bar al encargado, un setentón medio borracho que se puso a hablar de tiempos mejores, yo estaba viendo la televisión, contemplaba las pruebas de natación de los 200 metros libres femeninos en atenas, veía los cuerpos irrepetibles de las nadadoras como seres de otro mundo, sentía en mi piel el fresco de las piscinas de aguas azules y el olor del cloro, imaginaba lo hermoso que sería hacer el amor con una cualquiera de aquellas mujeres, la que ganase o quedase quinta o la que llegase la última a la meta, se sentó el encargado y empezó a hablar de cuando regresó de suiza y con los ahorros inauguró en enero de 1969 la pensión lausana, me aburren las personas que recuerdan el ayer irrectificable con la nostalgia de los tiempos mejores, de los buenos tiempos y olvidan que tuvieron que emigrar, que tragar miseria, que aprender otro idioma, que renunciar al fútbol de los domingos o al tabaco rubio, a las fiestas de su pueblo, así es la vida dijo la vida como el azar favorece siempre a los ricos, así es la vejez —pensé— se miente para sobrevivir como son mentira los cuerpos gloriosos de las nadadoras que sólo existen en las piscinas olímpicas, le invité a otra botella y entonces ni el ayer ni el presente fueron buenos tiempos, todo era una mierda, los emigrantes que paraban en la pensión como pájaros tristes, los oficinistas solitarios, las mujeres orgullosas, los yonquis intranquilos, los enfermos desahuciados que echaba a la calle como a perros para que no murieran en la pensión y la gente murmurase con asco del negocio, las putas, los camellos, las parejas que hacían el amor, algún pintor, el extranjero, los extranjeros siempre sospechosos, apostadores, locos, estudiantes, mercachifles, viajantes, homosexuales, ladrones, gente de sombra y desamparo, iluminados, ateos, anarquistas, de vez en cuando yo ojeaba la televisión, admiraba los músculos de aquellas mujeres, sus hombros anchos, sus cinturas rotundas, sus muslos incansables y nadaba con ellas en las series de clasificación de los juegos olímpicos, huía del ambiente tórrido del bar sumergiéndome en las piscinas azules que olían a cloro, ah y en la habitación que usted ocupa se cortó las venas en 1980 una mujer, nos miramos y sólo acerté a preguntarle si iba a arreglar algún día las letras fundidas del letrero, para qué —dijo— tenía razón, para qué, qué importan los nombres, los nombres de las pensiones los nombres de los bares los nombres de las mujeres los nombres de las plazas los nombres de las personas que vivieron en la lausana si al final sólo queda el brillo de la sangre que fluye cuando en la habitación 9 una mujer sin nombre coge una cuchilla de afeitar y se corta las venas en silencio, una semana me quedó a deber la muy puta —dijo el encargado— hizo un gesto al camarero, a ésta invito yo, por los buenos tiempos y vi el rastro de sangre de la suicida de la pensión esparciéndose en las aguas azules de una piscina olímpica a la que se lanzan nadadoras como tiburones que olfatean la sangre y buscan su origen con los delicados movimientos de las nadadoras olímpicas
José María Pérez Álvarez. La soledad de las vocales. Ediciones B.

viernes, 27 de abril de 2018

Mañana nunca lo hablamos. Eduardo Halfon

Acercarse por primera vez a un escritor del que no se sabe nada tiene algo de espacio en blanco. No hay prejuicios ni ideas preconcebidas. Ni ecos externos. Todo puede ser. El asombro, el delirio, la duda, la aversión, el aburrimiento, la reincidencia. Así, ese primer libro se convierte en una lectura libre, el peregrinaje a un territorio nuevo del que se desconocen las coordenadas y que acerca a la literatura a lo ilimitado. Vi el libro de Eduardo Halfon en la biblioteca del pueblo y me convenció el texto de la contraportada donde el escritor habla de volver a la infancia y de escribir para regresar a la pureza de la niñez (1). Y algo así es Mañana nunca lo hablamos, un puñado de relatos/capítulos que captan momentos de una infancia en la Guatemala de finales de los setenta y principios de los ochenta, un libro que se inicia con un padre y un hijo de la mano en la orilla del mar, una imagen que se repetirá a lo largo de los relatos de manera simbólica, la relación padre e hijo que busca tanto la unión como la primera independencia, que se asienta en viejas historias familiares, que avanza entre el sonido del mar y la confesión paterna de haber muerto ahogado en aquel mismo mar para luego ser revivido por un soldado americano, la pregunta final del niño de quién sería él sin su padre. Halfon captura momentos cotidianos en la vida de un niño, una vida sencilla en la que irrumpe una violencia externa en forma de temblores de tierra o las escaramuzas entre militares y guerrilleros, temblores y escaramuzas que otorgan al mundo que rodea al niño un aspecto de ciudad en ruinas. En esa vida infantil también (sobre todo) se cuela el mundo mítico de los adultos, el tío que lee posos del café turco, el abuelo secuestrado por la guerrilla, el chico para todo que recuerda las mojarras que pescaba antes de abandonar su hogar, el nórdico que no hablaba español y le regalaba muñecos de alambre, el padre que es una presencia totémica y la calidez y los reclamos de la madre. Hay una especie de cuentos junto a la hoguera en Mañana nunca lo hablamos, alguien que recuerda un momento revelador de su vida o que narra una anécdota a veces intrascendente o que habla de tierras desconocidas. El niño ¿Halfon? intenta entender y esclarecer los códigos y significados del mundo adulto en el que aún no ha ingresado, y lo hace desde un presente que le da una mirada abarcadora desde la que verse de manera completa, lo que para el niño es miedo y desconocimiento y aventura para el narrador ya adulto es secreto desvelado, las miradas y los gestos que adquieren un nuevo sentido, una nueva realidad. Los relatos/capítulos funcionan como diapositivas, como recuerdos de la infancia salvados del olvido, momentos que esconden una lección profunda y una verdad. Así, el niño recorrerá los edificios y las casas en ruinas tras el temblor que dejó a miles de personas sin hogar, verá el cadáver de una guerrillera desde la ventana de un autobús escolar, encontrará revistas pornográficas de las que no entenderá por entero su sentido, mirará atónito los muñones de una niña o las escopetas de unos militares que irrumpirán en la casa del abuelo, escenas que muestran una época y una tierra convulsas, que hacen recapacitar al niño sobre aquello que vive. Me admiran la sencillez y el poder evocador de la escritura de Halfon en estos relatos/capítulos, su manera de captar un instante de la infancia y describir cómo se muestra la realidad poco a poco a un  niño, desvelando sus diferentes capas y haciendo visible lo que antes permanecía oculto. Ahora tengo una primera pincelada de la obra de Halfon, una pequeña idea y algo que esperar.



En algún momento el tío Salomón se había inclinado hacia la mesa y había cogido la taza de café y el platito y estaba ahora estudiando las distintas formas y sombras de los granos secos. Todos los mirábamos en silencio, maravillados salvo el militar, que seguía fumando y muy serio en el umbral del comedor y no tenía ni idea de qué estaba haciendo el tío Salomón. Todos lo mirábamos manipular la taza y rotar el platito y de repente alzar las cejas y sacudir la cabeza o suspirar muy ligero o hasta sonreír a medias. Y todos también sonreímos a medias o quisimos sonreír a medias o al menos nos calmamos un poco. Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca quiso decir qué leyó en aquellos granos, y tampoco quiso decir por qué nunca más aceptó volver a leer otro café turco. Algunos familiares creían que había visto allí la próxima muerte del Nono. Otros, que había visto el retorno precipitado y ansioso de Berenice y sus padres a Buenos Aires. Otros, que había visto el reflejo del presente, de ese momento, de todos los militares merodeando por la casa de mis abuelos como bichos salvajes. Yo siempre estuve convencido de que en aquellos granos secos, en aquellas manchitas de café, logró vislumbrar la eventual destrucción de todo palacio. Pero nunca supimos. Nunca dijo nada. El tío Salomón sólo terminó de leer ese último café turco y colocó la tacita y el plato sobre la mesa y encendió otro cigarrillo como si nada importante hubiese ocurrido, medio sonriendo, medio fumando, medio burlándose de algo con todo su rostro beduino.
Eduardo Halfon. Mañana nunca lo hablamos. Editorial Pre-textos.

***

Coda

(1) Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.

viernes, 13 de abril de 2018

Amalia Bautista en Estoy ausente

Negra bilis

Hace meses que vivo rodeada
de una sustancia negra y pegajosa
que ha invadido mi casa. Las paredes,
el suelo, las ventanas y los muebles,
la comida, los libros y la ropa,
las teclas del ordenador, las plantas,
el teléfono… Todo está impregnado
de esta brea, la misma que respiro,
la que me está matando poco a poco.
Dicen que los dichosos y los necios
llaman melancolía a esta basura
que pudre el corazón y asfixia el alma.

***

El ángel perplejo

Nunca hubo dios, ni vírgenes, ni santos,
ni icono que proteja, ni oración que consuele;
ni salvación del alma o vida eterna;
ni mágicas palabras, ni bálsamo efectivo
contra el dolor que no remite nunca;
ni luz al otro lado de las sombras,
ni salida del túnel, ni esperanza.
Sólo nos acompaña en esta travesía
un ángel de la guarda perplejo que soporta
la misma vida perra que nosotros.

***

Cada día me digo, susurrando

Cada día me digo, susurrando,
mantén el equilibrio. Todo acecha,
todo asusta, tu vida entera pende
de un frágil hilo y de un azar injusto.
Tu voluntad no puede demasiado.
No pierdas pie. Mantén el equilibrio.

***

Luz de mediodía

Ni tu nombre ni el mío son gran cosa,
sólo unas cuantas letras, un dibujo
si los vemos escritos, un sonido
si alguien pronuncia juntas esas letras.

Por eso no comprendo muy bien lo que me pasa,
por qué tiemblo o me asombro,
por qué sonrío o me impaciento,
por qué hago tonterías o me pongo tan triste
si me salen al paso las letras de tu nombre.

Ni siquiera es preciso que te nombren a ti,
siempre nombran la luz del mediodía,
la fruta, el paraíso
antes de la expulsión.

***

Matar al dragón

Ha llegado la hora de matar al dragón,
de acabar para siempre con el monstruo
de las fauces terribles y los ojos de fuego.
Hay que matar a este dragón y a todos
los que a su alrededor se reproducen.

Al dragón de la culpa y al dragón del espanto,
al del remordimiento estéril, al del odio,
al que devora siempre la esperanza,
al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Hay que matar también al que nos tiene
aplastados de bruces contra el suelo,
inmóviles, cobardes, desarraigados, rotos.

Que la sangre de todos
inunde cada parte de esta casa
hasta que nos alcance la cintura.
Y cuando ese montón de monstruos sea
sólo un montón de vísceras y ojos
abiertos al vacío, al fin podremos
trepar y encaramarnos sobre ellos,
llegar a las ventanas, abrirlas o romperlas,
dejar que entren la luz, la lluvia, el viento
y todo lo que estaba retenido
detrás de los cristales.
Amalia Bautista. Estoy ausente. Editorial Pre-Textos.