Si me rendía, recuerdo que pensaba de niño, tumbado en el
suelo y rodeado de piezas desparejadas, no conseguiría formar la imagen
completa del puzle, Superman bajo un extraño cielo amarillo. Montaba y desmontaba
aquel puzle con seis años o siete años, me asombraba el orden tras el caos
primero y el significado no sólo del puzle completo, también de cada pieza por
separado. Observaba las formas de las piezas, las curvas conversas y cóncavas,
los colores azules o amarillos, el dibujo que podría pertenecer a la ventana de
un rascacielos o a las líneas blancas sobre una carretera. Había un código.
Como en una lista de números. O en la palabra escrita —las letras que formaban sílabas que terminaban en
palabras que, separadas por espacios en blanco de otras, mostraban un mensaje—. A veces, daba la
vuelta a las piezas —el
azul grisáceo del cartón, las esquinas levantadas, la perfecta semejanza de
cada una de ellas—y
piezas que no debían encajar por el lado correcto del rompecabezas acababan
emparejadas, dando lugar a algo totalmente diferente, un pedazo de cielo en
lugar del pecho del superhéroe, o una línea continua de carretera entre las
azoteas de un edificio. Era divertido. Desentrañar el mensaje oculto. Alterar la
realidad. Y volver a empezar.
Dice uno de los personajes de José María Pérez Álvarez —el matemático y crucigramista Gaspard
Winckler, personaje a su vez de La vida
instrucciones de uso de Perec—
que hay que montar y desmontar los rompecabezas una y otra vez. Y dice Perec en
el preámbulo de su novela: considerada
aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta
imposible, reto opaco. El arte del puzle es un intento de unir un puñado de
piezas para mostrar una imagen que nos devuelva un significado último. Y, como
en la mesa en la que colocamos las diferentes piezas, leemos una y otra vez una pieza hasta que encontramos aquella que
la comple(men)ta, empequeñeciendo los huecos del rompecabezas —así siento El arte del puzle como huecos
delimitados por grupos de piezas unidas que anticipan la imagen final—. Una obviedad: todo
libro es un rompecabezas.
Desordenar las piezas para reordenarlas luego, dejar huecos,
ir de un grupo de piezas a otro para añadir o quitar aquello que no encaja,
fijarse en la imagen de una sola pieza hasta que se diluya su significado,
creer encontrar el encaje perfecto, mirarlo todo a una distancia prudente,
volver atrás. Escrita en segunda persona —y aquí lanzo una interpretación personal, segunda
persona que pertenece al hombre que recuerda a su madre poeta y a su padre
lector de Marcial Lafuente Estefanía, una manera de separarse de sí mismo para
hablar del chalé donde la madre escribía en el garaje y sentía que la vida era
un malentendido, se ausentaba en conferencias y viajes, tenía amantes que se
contraponían al hombre gris con el que se casó; para hablar de los combates de
boxeo que veía su padre mientras leía novelas del oeste, un padre que el hijo
siente como un secundario sin frase en las películas de Ford, alguien que está
en el fondo de la escena y muere en un último gesto sin que la cámara capte una
frase que lo redima de su grisura, un hombre para quien la vida era una
penitencia; para hablar, en fin, del adolescente enamorado de la madre, ajeno
al padre y escritor sin talento que se convierte en un cincuentón solitario y
barrigón que escribe, con un humor salvaje, reseñas, contraportadas y fajas de
novelas que no lee—
decía, escrito en segunda persona, El
arte del puzle es un intento por armar la vida de tres seres extraños entre
sí, pasando una y otra vez por momentos significativos de su existencia, la
fiesta de los dieciocho años del hijo: una orgia adolescente que acaba con la
imagen de la madre durmiendo desnuda con uno de sus amigos; el suicidio de la
madre en el garaje mientras la vida seguía alrededor; el trabajo del hijo, en
su madurez, en la editorial del amante de la madre, sabiendo que carece de
talento, que es la sombra de ella, sus encuentros sexuales con una compañera de
trabajo, tan excitantes como grasientos —su
cuerpo, que ha pasado de heredar la belleza de la madre a ser el derrumbe
paterno—, los robos
de bancos y el coqueteo con la droga en su juventud, el desfile de la victoria
franquista siendo niño —y
aquí otro acierto de la novela, el repaso a esa España gris de la dictadura
donde la vida parecía detenida en blanco y negro—; el
encuentro entre la madre y el orfebre de
los puzles Gaspard Winckler; los disparos al aire del padre en una tarde
extraña, sus gestos repetidos: el libro del oeste, el combate de boxeo, la
bebida, un hombre al que el hijo recuerda gris pero en el que se adivina hay
algo más bajo su superficie mediocre; tres personajes que se han sentido, de
alguna manera, estafados, que ven la vida como un malentendido, una penitencia —o un laberinto o un puzle o un orgasmo—. El narrador desmonta y ordena
las piezas del puzle, encontrando algo parecido a un significado, a un mensaje
limpio de interferencias.
Una de
las imágenes que se repite está en la serie de fotografías de la construcción
de la torre Eiffel en casa de Winckler. Se puede ir de imagen en imagen por el
orden de las habitaciones —y se verá la construcción de la torre a saltos
temporales, atrás y adelante— o por las fechas de las fotos —lo que hará
adentrarse en la casa de manera caótica—. Esa es la sensación que deja El arte del puzle, un recorrido desordenado
cronológicamente como forma de completar los momentos cruciales, en
construcción, en la vida de sus personajes. Queda la imagen de Ana Álvarez
Ruíz, la poeta que podría jugar en la misma división de Plath o Sexton, que
dice a su hijo que la felicidad siempre queda a la espalda, queda el hijo
convertido en un hombre en desconstrucción, queda la grisura del padre, que
cree en las musas y las penitencias, quedan todas esas piezas unidas que
delimitan el vacío que dejan los huecos dentro del rompecabezas.
El arte del puzle. José María
Pérez Álvarez. Ediciones Trea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario