Los trenes me hablaban con una voz propia y legendaria: el estremecimiento
de un tren sobre las vías, los silbidos que rompían la monotonía de mis calles
o las ventanillas iluminadas fugazmente en la noche me hacían sentir ante el
mito de los caminos desconocidos, la fuerza de la aventura, de lo salvaje, un
mundo en bruto. Pero este mundo es una sucesión de mundos —de mitos y sombras — que se entretejen unos
en otros. Primo Levi fue el primero que me descubrió las capas subterráneas que
se esconden bajo este mundo en apariencia sencillo y apacible —dotándole de nuevos
significados—: hubo
trenes que cruzaron Europa hacia la chimenea de un crematorio, y millones de
seres humanos se convirtieron en humo. Desde ese primer aliento de Levi, busco
la voz de los supervivientes de las diferentes barbaries del último siglo, intento
ser el receptor de sus memorias, escuchar su voz, ser testigo en la distancia,
no borrar su estela. Los recuerdos de Jorge Semprún me han permitido ahondar,
de nuevo, bajo el mito adolescente del tren no para refutar aquel símbolo de
aventura, sino para completarlo con otros sentidos, mostrando las capas
desconocidas.
Hay un momento donde Semprún ejerce de Cicerone tras la
liberación de Buchenwald a dos mujeres francesas de uniforme azul. Las dos
mujeres no consiguen comprender el horror vivido en esos muros, sólo ven la
plaza y los edificios vacíos, los campos despojados de su inhumana rutina.
Semprún las acompaña por los barracones, las salas de tortura, el crematorio,
las pilas de cadáveres aún sin enterrar —
y que ocupan cuatro metros de altura—, introduce en su mundo la barbarie y la
monstruosidad nazi. Es necesario que
miren, que intenten imaginar, dice Semprún. También, a la pregunta de por
qué les ha enseñado los cientos de cadáveres, que los muertos necesitan una
mirada pura y fraternal y el recuerdo. Me siento como esas dos mujeres que
pasan del coqueteo inicial a la mudez, las coordenadas de mi mundo distantes de
aquellas que vivieron las víctimas de los campos de exterminio. Paso por sus
páginas con una mirada que intenta imaginar, sin desviarse, del recuerdo que me
hace llegar Semprún.
En otro momento de El
largo viaje vuelve la importancia de la mirada. Los prisioneros en tránsito
son conducidos por una aldea hacia la cárcel, en espera de su traslado
definitivo a los campos; desfilan entre la muchedumbre que los ve pasar, la
mirada perdida en el cielo o carente de un sentido último. Salvo un hombre, que
mira a la cara a los prisioneros, que les hace sentir que existen, que
pertenecen a un mismo mundo. También están las miradas deshumanizadas de los
nazis, las alucinadas de los compañeros de vagón, que pierden poco a poco el
brillo, las de los supervivientes, años después, que ante una melodía, un olor,
un sonido cualquiera, vuelven al pasado, al viaje en tren, a los campos, a la
muerte diaria. Y la mirada de Semprún, junto a la pequeña ventana del vagón,
que observa el paisaje del valle del Mosela, ese afuera al que no pertenece, al
que no puede pertenecer por todo aquello que le ha llevado hasta ese vagón
hacia Buchenwald, la libertad de elección que le llevó a luchar contra los
nazis, una libertad que, a lo largo de ese viaje, sentirá que no tienen las
grandes víctimas de la barbarie, los judíos que son trasladados en otros trenes
mayores que el suyo y morirán por millones, ser judío como causa única, algo
contra lo que se revelará su amigo Hans, también en los maquis como Semprún,
que busca otra muerte posible, no por su condición de judío sino de
combatiente.
Nunca acabará esta
noche, dice Semprún, en ese vagón donde se hacinan ciento veinte hombres,
una noche detenida en el tiempo mientras, fuera de ella, sigue otra(s) vida(s).
Hay quienes estarán siempre en esa noche, quien se preguntará por la vida
adentro y el afuera, el exterior, esa vida que seguía al mismo tiempo que los
trabajos forzados y el exterminio tras las muros del campo. Semprún, cerca de
la valla, ve la vida cotidiana de los domingos, los campesinos paseando con sus
familia, un domingo de descanso familiar. Con la liberación, Semprún buscará
ver el campo desde el pueblo cercano, entrará en una casa donde se ve la
chimenea del crematorio, mirará desde el afuera, preguntará a la dueña si sabía
lo que ocurría tras los muros del campo, su respuesta que habla de sus dos
hijos muertos para unificar el sufrimiento. Semprún comprenderá que aquel pueblo no era el afuera, el exterior,
sino simplemente otra cara, pero una cara también interior a la misma sociedad
que había dado a luz los campos alemanes.
Olvidar primero para luego recordarlo todo, otra de las
máximas que repite Semprún a lo largo de su libro. Llevar aquel viaje dentro,
con sus rostros y horrores, pero sin acercarse a él hasta que hayan pasado los
años y vuelvan íntegros los recuerdos que rodearon los días y noches en aquel
vagón donde ciento veinte hombres se preguntaban por su destino e intentaban
mitigar la sed, el hambre, la locura. Y son esos años pasados desde el viaje
mismo hasta la escritura del viaje lo que hace que el tiempo de estas memorias
cambie continuamente, del vagón hacia el pasado o el futuro, de aquella primera
migración en la guerra civil española a la liberación del campo y saberse
superviviente. Entonces, esa noche, efectivamente, no puede acabar, es un
centro por el que pasa la vida entera de un hombre, un muerto en el vagón en el
mismo punto temporal que los niños judíos torturados en los campos, la soledad
en un café años después del final de la guerra, los caminos españoles que
contienen muertos y refugiados a partes iguales.
¿Os dais cuenta?,
dice un hombre antes de morir en el vagón. Y Semprún responde que ése es su
propósito, darse cuenta y dar cuenta de ello, de los muertos en los caminos
españoles, de otros muertos en otros caminos, del significado de ese viaje en
tren, del destino de esos hombres, semejante al de miles de otros hombres y
mujeres, de las miradas primero de odio y luego de negación entre los alemanes,
que intentan unificar el sufrimiento, sus muertos en combate por las cenizas de
quienes se convirtieron en humo, de lo difícil que es ver el afuera, estar en
el afuera después de vivir dentro del horror.
¿Qué más decir? Este libro, como la trilogía de Levi, como
Wiel, Kertész, Millu o Wiesel, me conmueve, me acerca a un afuera en el que
nunca estuve, me hace sentir, como dije al inicio, un receptor de otras
memorias. El largo viaje no sólo
tiene valía como testimonio, su escritura también es extraordinaria.
Mi tren silba en el valle del Mosela y veo desfilar
lentamente el paisaje de invierno. Cae la noche. Hay gente que se pasea por la
carretera, junto a la vía. Van hacia ese pueblecito, con su halo de humaredas
tranquilas. Acaso tengan una mirada para este tren, una mirada distraída, no es
más que un tren de mercancías, como los que pasan a menudo. Van hacia sus
casas, este tren les trae sin cuidado, ellos tienen su vida, sus
preocupaciones, sus propias historias. Por lo pronto, y al verles caminar por
esta carretera, advierto, como si fuera algo muy sencillo, que yo estoy dentro
y ellos están fuera. Me invade una profunda tristeza física. Estoy dentro, hace
meses que estoy dentro y ellos están fuera. No sólo es el hecho de que estén
libres, habría mucho que decir a este respecto; sencillamente, es que ellos
están fuera, que para ellos hay caminos, setos a lo largo de las carreteras,
frutas en los árboles frutales, uvas en las viñas. Están fuera, sencillamente,
mientras que yo estoy dentro. No se trata tanto de no ser libre de ir a donde
quiero, nunca se es libre para ir a donde se quiere. Nunca he sido tan libre
como para ir a donde quería. He sido libre para ir a donde tenía que ir, y era
preciso que yo fuera en este tren, porque era también preciso que yo hiciera lo
que me ha conducido a este tren. Era libre para ir en este tren, completamente
libre, y aproveché mi libertad. Ya estoy en este tren. Estoy en él libremente,
pues hubiera podido no estar. No se trata, así pues, de esto. Sencillamente es
una sensación física: se está dentro. Existe un afuera y un adentro, y yo estoy
dentro. Es una sensación de tristeza física que le invade a uno, nada más.
Después, esta sensación se hace todavía más violenta. A
veces se hace intolerable. Ahora miro a la gente que pasea, y no sé todavía que
esta sensación de estar dentro va a resultar insoportable. Quizá no debiera
hablar más que de esta gente que pasea y de esta sensación, tal como ha sido en
este momento, en el valle del Mosela, para no trastornar el orden del relato.
Pero esta historia la escribo yo, y hago lo que quiero. Hubiera podido no
hablar del chico de Semur. Hizo el viaje conmigo, al final murió, en el fondo
es una historia que no interesa a nadie. Pero he decidido hablar de ella. A
causa de Semur-en-Auxois, primero, a causa de esta coincidencia de hacer un
viaje semejante con un chico de Semur. Me gusta Semur, adonde no he vuelto
jamás. Me gustaba mucho Semur en otoño. Habíamos ido, Julien y yo, con tres
maletas llenas de plástico y de metralletas Sten. Los ferroviarios nos ayudaron
a esconderlas, mientras esperábamos tomar contacto con el maquis. Después, las
transportamos al cementerio, y allí fueron los muchachos a buscarlas. Era
bonito Semur en otoño. Nos quedamos dos días con los compañeros, en la colina.
Hacía buen tiempo, septiembre lucía de un lado a otro del paisaje. He decidido
hablar de este chico de Semur, a causa de Semur y a causa de este viaje. Murió
a mi lado, al final de este viaje, acabé este viaje con su cadáver contra mí,
de pie. He decidido hablar de él, y eso sólo me atañe a mí, nadie tiene nada
que decir. Es una historia entre este chico de Semur y yo.
De todas formas, cuando describo esta sensación de estar
dentro, que me atrapó en el valle del Mosela, ante la gente que paseaba por la
carretera, ya no estoy en el valle del Mosela. Han pasado dieciséis años. Ya no
puedo detenerme en aquel instante. Otros instantes vinieron a añadirse a él,
formando un todo con esta sensación violenta de tristeza física que me acometió
en el valle del Mosela.
Eso era algo que podía ocurrir los domingos. Una vez que
habían pasado la lista del mediodía, teníamos varias horas por delante. Los
altavoces del campo difundían música lenta en todos los barracones. Y es en la
primavera cuando esta impresión de estar dentro podía llegar a ser
insoportable.
Me iba más allá del campo de cuarentena, al bosquecillo
junto al revier[4]. Me detenía en la linde de los árboles. Más allá no había
más que una franja de terreno despejado, delante de las torres de vigilancia y
las alambradas electrificadas. Se veía la llanura de Turingia, rica y fértil.
Se veía el pueblo en la llanura. Se veía la carretera, que bordeaba el campo a
lo largo de un centenar de metros. Se veía a los que paseaban por la carretera.
Era domingo y primavera, la gente paseaba. En ocasiones había niños. Corrían
hacia adelante, gritaban. También había mujeres que se detenían en la cuneta
para coger las flores primaverales. Yo estaba allí, de pie, en la linde del
bosquecillo, fascinado por estas imágenes de la vida de fuera. Era eso, había
un adentro y un afuera. Yo esperaba aquí, en medio del aire primaveral, el
regreso de los paseantes. Regresaban a sus casas, los niños estaban cansados,
caminaban despacio al lado de sus padres. La gente volvía del paseo. Yo me
quedaba solo. Sólo quedaba el adentro y yo estaba dentro.
Más tarde, un año después, otra vez era primavera, el mes de
abril, también yo me paseé por esta carretera y estuve en este pueblo. Yo
estaba fuera, pero no conseguía saborear la alegría de estar fuera. Todo había
terminado, íbamos a hacer este mismo viaje en sentido contrario, pero quizás
este viaje nunca puede hacerse en sentido contrario, tal vez este viaje no se
puede borrar jamás. En verdad, no lo sé. Durante dieciséis años he intentado
olvidar este viaje, he olvidado este viaje. Nadie piensa ya, a mi alrededor,
que yo hice este viaje. Pero, en realidad, he olvidado este viaje sabiendo
perfectamente que un día tendría que rehacerlo. Al cabo de cinco años, al cabo
de diez, de quince, necesitaría rehacer este viaje. Todo estaba ahí,
esperándome, el valle del Mosela, el chico de Semur, este pueblo en la llanura
de Turingia, esta fuente en la plaza de este pueblo adonde voy a ir otra vez a
beber un largo trago de agua fresca.
Tal vez de este viaje no se puede volver.
El largo viaje. Jorge
Semprún. Traducción de Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral.
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