Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 13 de agosto de 2019

El largo viaje. Jorge Semprún

Los trenes me hablaban con una voz propia y legendaria: el estremecimiento de un tren sobre las vías, los silbidos que rompían la monotonía de mis calles o las ventanillas iluminadas fugazmente en la noche me hacían sentir ante el mito de los caminos desconocidos, la fuerza de la aventura, de lo salvaje, un mundo en bruto. Pero este mundo es una sucesión de mundos de mitos y sombras que se entretejen unos en otros. Primo Levi fue el primero que me descubrió las capas subterráneas que se esconden bajo este mundo en apariencia sencillo y apacible dotándole de nuevos significados: hubo trenes que cruzaron Europa hacia la chimenea de un crematorio, y millones de seres humanos se convirtieron en humo. Desde ese primer aliento de Levi, busco la voz de los supervivientes de las diferentes barbaries del último siglo, intento ser el receptor de sus memorias, escuchar su voz, ser testigo en la distancia, no borrar su estela. Los recuerdos de Jorge Semprún me han permitido ahondar, de nuevo, bajo el mito adolescente del tren no para refutar aquel símbolo de aventura, sino para completarlo con otros sentidos, mostrando las capas desconocidas.

Hay un momento donde Semprún ejerce de Cicerone tras la liberación de Buchenwald a dos mujeres francesas de uniforme azul. Las dos mujeres no consiguen comprender el horror vivido en esos muros, sólo ven la plaza y los edificios vacíos, los campos despojados de su inhumana rutina. Semprún las acompaña por los barracones, las salas de tortura, el crematorio, las pilas de cadáveres aún sin enterrar — y que ocupan cuatro metros de altura—, introduce en su mundo la barbarie y la monstruosidad nazi. Es necesario que miren, que intenten imaginar, dice Semprún. También, a la pregunta de por qué les ha enseñado los cientos de cadáveres, que los muertos necesitan una mirada pura y fraternal y el recuerdo. Me siento como esas dos mujeres que pasan del coqueteo inicial a la mudez, las coordenadas de mi mundo distantes de aquellas que vivieron las víctimas de los campos de exterminio. Paso por sus páginas con una mirada que intenta imaginar, sin desviarse, del recuerdo que me hace llegar Semprún.

En otro momento de El largo viaje vuelve la importancia de la mirada. Los prisioneros en tránsito son conducidos por una aldea hacia la cárcel, en espera de su traslado definitivo a los campos; desfilan entre la muchedumbre que los ve pasar, la mirada perdida en el cielo o carente de un sentido último. Salvo un hombre, que mira a la cara a los prisioneros, que les hace sentir que existen, que pertenecen a un mismo mundo. También están las miradas deshumanizadas de los nazis, las alucinadas de los compañeros de vagón, que pierden poco a poco el brillo, las de los supervivientes, años después, que ante una melodía, un olor, un sonido cualquiera, vuelven al pasado, al viaje en tren, a los campos, a la muerte diaria. Y la mirada de Semprún, junto a la pequeña ventana del vagón, que observa el paisaje del valle del Mosela, ese afuera al que no pertenece, al que no puede pertenecer por todo aquello que le ha llevado hasta ese vagón hacia Buchenwald, la libertad de elección que le llevó a luchar contra los nazis, una libertad que, a lo largo de ese viaje, sentirá que no tienen las grandes víctimas de la barbarie, los judíos que son trasladados en otros trenes mayores que el suyo y morirán por millones, ser judío como causa única, algo contra lo que se revelará su amigo Hans, también en los maquis como Semprún, que busca otra muerte posible, no por su condición de judío sino de combatiente.

Nunca acabará esta noche, dice Semprún, en ese vagón donde se hacinan ciento veinte hombres, una noche detenida en el tiempo mientras, fuera de ella, sigue otra(s) vida(s). Hay quienes estarán siempre en esa noche, quien se preguntará por la vida adentro y el afuera, el exterior, esa vida que seguía al mismo tiempo que los trabajos forzados y el exterminio tras las muros del campo. Semprún, cerca de la valla, ve la vida cotidiana de los domingos, los campesinos paseando con sus familia, un domingo de descanso familiar. Con la liberación, Semprún buscará ver el campo desde el pueblo cercano, entrará en una casa donde se ve la chimenea del crematorio, mirará desde el afuera, preguntará a la dueña si sabía lo que ocurría tras los muros del campo, su respuesta que habla de sus dos hijos muertos para unificar el sufrimiento. Semprún comprenderá que aquel pueblo no era el afuera, el exterior, sino simplemente otra cara, pero una cara también interior a la misma sociedad que había dado a luz los campos alemanes.

Olvidar primero para luego recordarlo todo, otra de las máximas que repite Semprún a lo largo de su libro. Llevar aquel viaje dentro, con sus rostros y horrores, pero sin acercarse a él hasta que hayan pasado los años y vuelvan íntegros los recuerdos que rodearon los días y noches en aquel vagón donde ciento veinte hombres se preguntaban por su destino e intentaban mitigar la sed, el hambre, la locura. Y son esos años pasados desde el viaje mismo hasta la escritura del viaje lo que hace que el tiempo de estas memorias cambie continuamente, del vagón hacia el pasado o el futuro, de aquella primera migración en la guerra civil española a la liberación del campo y saberse superviviente. Entonces, esa noche, efectivamente, no puede acabar, es un centro por el que pasa la vida entera de un hombre, un muerto en el vagón en el mismo punto temporal que los niños judíos torturados en los campos, la soledad en un café años después del final de la guerra, los caminos españoles que contienen muertos y refugiados a partes iguales.

¿Os dais cuenta?, dice un hombre antes de morir en el vagón. Y Semprún responde que ése es su propósito, darse cuenta y dar cuenta de ello, de los muertos en los caminos españoles, de otros muertos en otros caminos, del significado de ese viaje en tren, del destino de esos hombres, semejante al de miles de otros hombres y mujeres, de las miradas primero de odio y luego de negación entre los alemanes, que intentan unificar el sufrimiento, sus muertos en combate por las cenizas de quienes se convirtieron en humo, de lo difícil que es ver el afuera, estar en el afuera después de vivir dentro del horror.

¿Qué más decir? Este libro, como la trilogía de Levi, como Wiel, Kertész, Millu o Wiesel, me conmueve, me acerca a un afuera en el que nunca estuve, me hace sentir, como dije al inicio, un receptor de otras memorias. El largo viaje no sólo tiene valía como testimonio, su escritura también es extraordinaria.








Mi tren silba en el valle del Mosela y veo desfilar lentamente el paisaje de invierno. Cae la noche. Hay gente que se pasea por la carretera, junto a la vía. Van hacia ese pueblecito, con su halo de humaredas tranquilas. Acaso tengan una mirada para este tren, una mirada distraída, no es más que un tren de mercancías, como los que pasan a menudo. Van hacia sus casas, este tren les trae sin cuidado, ellos tienen su vida, sus preocupaciones, sus propias historias. Por lo pronto, y al verles caminar por esta carretera, advierto, como si fuera algo muy sencillo, que yo estoy dentro y ellos están fuera. Me invade una profunda tristeza física. Estoy dentro, hace meses que estoy dentro y ellos están fuera. No sólo es el hecho de que estén libres, habría mucho que decir a este respecto; sencillamente, es que ellos están fuera, que para ellos hay caminos, setos a lo largo de las carreteras, frutas en los árboles frutales, uvas en las viñas. Están fuera, sencillamente, mientras que yo estoy dentro. No se trata tanto de no ser libre de ir a donde quiero, nunca se es libre para ir a donde se quiere. Nunca he sido tan libre como para ir a donde quería. He sido libre para ir a donde tenía que ir, y era preciso que yo fuera en este tren, porque era también preciso que yo hiciera lo que me ha conducido a este tren. Era libre para ir en este tren, completamente libre, y aproveché mi libertad. Ya estoy en este tren. Estoy en él libremente, pues hubiera podido no estar. No se trata, así pues, de esto. Sencillamente es una sensación física: se está dentro. Existe un afuera y un adentro, y yo estoy dentro. Es una sensación de tristeza física que le invade a uno, nada más.
Después, esta sensación se hace todavía más violenta. A veces se hace intolerable. Ahora miro a la gente que pasea, y no sé todavía que esta sensación de estar dentro va a resultar insoportable. Quizá no debiera hablar más que de esta gente que pasea y de esta sensación, tal como ha sido en este momento, en el valle del Mosela, para no trastornar el orden del relato. Pero esta historia la escribo yo, y hago lo que quiero. Hubiera podido no hablar del chico de Semur. Hizo el viaje conmigo, al final murió, en el fondo es una historia que no interesa a nadie. Pero he decidido hablar de ella. A causa de Semur-en-Auxois, primero, a causa de esta coincidencia de hacer un viaje semejante con un chico de Semur. Me gusta Semur, adonde no he vuelto jamás. Me gustaba mucho Semur en otoño. Habíamos ido, Julien y yo, con tres maletas llenas de plástico y de metralletas Sten. Los ferroviarios nos ayudaron a esconderlas, mientras esperábamos tomar contacto con el maquis. Después, las transportamos al cementerio, y allí fueron los muchachos a buscarlas. Era bonito Semur en otoño. Nos quedamos dos días con los compañeros, en la colina. Hacía buen tiempo, septiembre lucía de un lado a otro del paisaje. He decidido hablar de este chico de Semur, a causa de Semur y a causa de este viaje. Murió a mi lado, al final de este viaje, acabé este viaje con su cadáver contra mí, de pie. He decidido hablar de él, y eso sólo me atañe a mí, nadie tiene nada que decir. Es una historia entre este chico de Semur y yo.
De todas formas, cuando describo esta sensación de estar dentro, que me atrapó en el valle del Mosela, ante la gente que paseaba por la carretera, ya no estoy en el valle del Mosela. Han pasado dieciséis años. Ya no puedo detenerme en aquel instante. Otros instantes vinieron a añadirse a él, formando un todo con esta sensación violenta de tristeza física que me acometió en el valle del Mosela.
Eso era algo que podía ocurrir los domingos. Una vez que habían pasado la lista del mediodía, teníamos varias horas por delante. Los altavoces del campo difundían música lenta en todos los barracones. Y es en la primavera cuando esta impresión de estar dentro podía llegar a ser insoportable.
Me iba más allá del campo de cuarentena, al bosquecillo junto al revier[4]. Me detenía en la linde de los árboles. Más allá no había más que una franja de terreno despejado, delante de las torres de vigilancia y las alambradas electrificadas. Se veía la llanura de Turingia, rica y fértil. Se veía el pueblo en la llanura. Se veía la carretera, que bordeaba el campo a lo largo de un centenar de metros. Se veía a los que paseaban por la carretera. Era domingo y primavera, la gente paseaba. En ocasiones había niños. Corrían hacia adelante, gritaban. También había mujeres que se detenían en la cuneta para coger las flores primaverales. Yo estaba allí, de pie, en la linde del bosquecillo, fascinado por estas imágenes de la vida de fuera. Era eso, había un adentro y un afuera. Yo esperaba aquí, en medio del aire primaveral, el regreso de los paseantes. Regresaban a sus casas, los niños estaban cansados, caminaban despacio al lado de sus padres. La gente volvía del paseo. Yo me quedaba solo. Sólo quedaba el adentro y yo estaba dentro.
Más tarde, un año después, otra vez era primavera, el mes de abril, también yo me paseé por esta carretera y estuve en este pueblo. Yo estaba fuera, pero no conseguía saborear la alegría de estar fuera. Todo había terminado, íbamos a hacer este mismo viaje en sentido contrario, pero quizás este viaje nunca puede hacerse en sentido contrario, tal vez este viaje no se puede borrar jamás. En verdad, no lo sé. Durante dieciséis años he intentado olvidar este viaje, he olvidado este viaje. Nadie piensa ya, a mi alrededor, que yo hice este viaje. Pero, en realidad, he olvidado este viaje sabiendo perfectamente que un día tendría que rehacerlo. Al cabo de cinco años, al cabo de diez, de quince, necesitaría rehacer este viaje. Todo estaba ahí, esperándome, el valle del Mosela, el chico de Semur, este pueblo en la llanura de Turingia, esta fuente en la plaza de este pueblo adonde voy a ir otra vez a beber un largo trago de agua fresca.
Tal vez de este viaje no se puede volver.
El largo viaje. Jorge Semprún. Traducción de Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral.

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