Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 7 de junio de 2020

+11. Dostoievski

Apago la luz de la cocina y el salón, cruzo la penumbra y me acerco a la ventana abierta. Hay un primer destello del amanecer sobre los montes. A lo lejos, una sombra cruza una ventana iluminada. En este momento, me digo, soy invisible a los otros. Las antenas y repetidores en las cumbres me recuerdan, hoy, viernes santo, a cruces silentes. Se escucha el cántico de los pájaros, atronador, en ambas orillas, un coche de policía en el puente, una persiana abriéndose y el viento leve entre los árboles. Las estelas de aviones han desaparecido del cielo no sólo emerge aquello que estaba escondido por el ruido antes de, también aquello que se ha desvanecido ante nuestros ojos. En otro tiempo me obligaría a desperezarme y empezar el día y ser productivo pero, en esta época donde el tiempo abolido, espero hasta saciarme del cambio de luz sobre el cielo y los montes. Las nubes se acercan desde el este, cada vez más hinchadas anticipo la lluvia, y siento el tenue frío de la primera luz en la cara. Dejo que el amanecer se despliegue ante mí.

Las farolas se apagan a las 07.49 de la mañana la luz ya afianzada no produce sombras. Me doy cuenta de que no hay campanas en la noche. Ahora, mientras escribo en una pequeña mesa junto a la ventana abierta, surge un rayo de luz tras los montes, igual a aquellos de los faros como señal de costa la luz traspasa el espectro del mundo. El último viernes santo e. y yo ascendimos por un camino empedrado hasta una cumbre de dólmenes y menhires. Allí, entre pastos de caballos y vacas, entre pequeños lagos y un riachuelo, un círculo de piedras y monolitos blancos. Anduvimos entre piedras y gigantescos árboles caídos extrañas criaturas prehistóricas, entramos en uno de los círculos rituales y buscamos al sol y sus sombras sobre la tierra en busca de un significado oculto, nos acercamos al borde de un acantilado y sentí el vértigo del abismo. Todos aquellos rituales de vida y muerte, de tiempo y quietud, todos esos miles de años en apenas una respiración, en apenas una piedra. En cambio, hoy, las horas se paralizan en pequeñas eternidades como paralizado el reloj de bolsillo de mi abuelo en las estanterías a las ocho y siete minutos. Mi padre le daba cuerda cada mañana junto a la ventana de la cocina. Lo cogía en sus grandes manos de carpintero y hacía rodar la corona hasta ponerlo en hora, él en penumbra, las cortinas iluminadas a su espalda, el tictac una respiración profunda, mi padre en sombra sobre aquel reloj, cuando leyenda, antes de los temblores. Aquel repiqueteo del tiempo sonaba a lluvia y lumbre.

(coda) Dejo que mi mente se despliegue ante el amanecer.


***

Fue una de las lecturas del pasado verano. Memorias de la casa muerta. Una historia carcelaria. Un noble en Siberia. Que mira dentro y fuera de sí para entenderse y entender a los otros. Que busca adaptarse a su encierro, a los trabajos forzados. Que observa a sus compañeros, criminales, vagabundos, campesinos, jóvenes y mayores, y escucha sus historias, el camino hacia el presidio, el poder corrompido, los gestos autoritarios y caprichosos de sus vigilantes, las esperanzas y los trucos de los presos para remontar el tiempo y la soledad y el encierro. Un hombre que aprende, en cierta forma, a sobrevivir y a convivir en un mundo que le era extraño, que se hace fuerte, con los años, que piensa en la libertad.


Recuerdo que en ese primer año a menudo hacía las siguientes reflexiones: «¿Y ellos? ¿Acaso ellos han podido habituarse? ¿Habrán conseguido serenarse?». Estas cuestiones me preocupaban enormemente. Ya he mencionado que los reclusos no vivían allí como instalados en su casa, sino como si estuvieran en una posada, de viaje, en una etapa cualquiera del camino. Incluso las personas deportadas de por vida se mostraban inquietas o sentían nostalgia, y todos ellos, inevitablemente, soñaban con algo prácticamente imposible. Aquella incesante inquietud, expresada sin palabras, pero que resultaba evidente; aquel ardor y aquella impaciencia singulares nacidos de esperanzas que a veces se manifestaban involuntariamente, que en ocasiones eran tan infundadas que parecían puro delirio y que a menudo permanecían vivas —y esto era lo más asombroso— en las mentes aparentemente más prácticas; todo esto daba un aspecto y una personalidad nada comunes a este lugar, y casi se podría decir que eran precisamente tales rasgos los que constituían su propiedad más característica. Se tenía la impresión, casi desde el primer vistazo, de que fuera del presidio no había nada semejante. Allí no había más que soñadores, cosa que saltaba a la vista. Eso producía una sensación dolorosa, justamente porque aquel espíritu soñador comunicaba a la mayor parte del presidio un aire taciturno y sombrío, un aire malsano, en cierto modo. La inmensa mayoría era callada y rencorosa hasta el odio, y evitaba delatar sus esperanzas. La ingenuidad, la franqueza, eran tratadas con desprecio. Cuanto más quiméricas fueran las esperanzas, cuanto más sintiera el propio soñador que lo eran, con más tenacidad y más pudor las ocultaba en su interior, pero no era capaz de renunciar a ellas. Tal vez, quién sabe, algunos se avergonzaban de ellas en su fuero interno. En el carácter ruso hay tanto sentido de la realidad y rigor en las opiniones, como espíritu de burla interior de uno mismo… Es posible que esta permanente y oculta insatisfacción estuviera en el fondo de toda la impaciencia que aquellas personas exhibían en sus relaciones cotidianas, de tanta intolerancia y de tanta ironía recíproca. Y si, por ejemplo, uno de ellos, algo más ingenuo y más ansioso, se adelantaba de improviso y expresaba en voz alta aquello que todos tenían en la cabeza, y se lanzaba abiertamente a manifestar sus sueños y esperanzas, a ése, de inmediato, de un modo grosero, le arrinconaban, le interrumpían y se burlaban de él; pero tengo la impresión de que los perseguidores más celosos eran precisamente quienes tal vez habían ido más lejos que él en sus sueños y esperanzas. Como ya he dicho, a las personas ingenuas, sin malicia, en general se las tenía sencillamente por unos imbéciles que no merecían más que el desprecio. Allí todos eran tan sumamente distantes, estaban tan llenos de amor propio, que llegaban a despreciar al individuo bondadoso, carente de ese amor propio. Aparte de esos parlanchines ingenuos y más bien simples, para todos los demás, es decir, para los poco habladores, se podría establecer una división tajante entre buenos y malos, entre sombríos y luminosos. Los sombríos, los malvados, eran los más numerosos, sin comparación; si entre ellos se encontraba alguno que por su naturaleza era más dado a conversar, seguro que se trataba de un chismoso infatigable y de un envidioso inquietante. Se entrometían en todo lo ajeno, y, sin embargo, ellos nunca ponían al descubierto su alma, sus secretos. Eso no estaba de moda, no era lo adecuado. Los buenos eran un grupo muy pequeño; eran tranquilos, callados, guardaban para sí sus esperanzas más firmes, y tendían más que los sombríos, desde luego, a tener fe y a confiar en esas esperanzas. Además, creo que había en el penal otra categoría: la de los totalmente desesperados. Era el caso, por ejemplo, del viejo de Starodub; de todos modos, su número era muy reducido. El viejo tenía un aspecto tranquilo (ya he hablado de él), pero, a juzgar por ciertos indicios, es de suponer que su estado espiritual sería espantoso. Por otra parte, tenía una tabla de salvación, una salida: la oración y la idea del martirio. Seguramente, también formaba parte del grupo de los desesperados, de quienes habían abandonado la última esperanza, aquel recluso enloquecido, lector empedernido de la Biblia, al que también me he referido en otro lugar, y que se lanzó contra el mayor con un ladrillo; sin embargo, como no es posible vivir sin alguna clase de esperanza, concibió su propia salida, que era la del martirio voluntario, casi artificial. Declaró que se había arrojado sobre el mayor sin rencor alguno, movido tan sólo por el deseo de recibir el suplicio. ¡Quién sabe qué proceso psicológico se habría verificado entonces en su alma! Sin una meta, sin la ambición de alcanzarla, no puede vivir ningún hombre vivo. Al quedarse sin meta y sin esperanzas, el ser humano, presa de la tristeza, se convierte muchas veces en un monstruo… La meta de todos los reclusos era la libertad y la salida del presidio.
Por otra parte, me estoy esforzando por dividir todo el presidio en categorías; pero ¿es esto posible? Comparada con todas las conclusiones del pensamiento abstracto, incluidas las más sutiles, la realidad es infinitamente variada, y no admite divisiones tajantes y masivas. La realidad tiende a la fragmentación. También allí teníamos nuestra propia vida, diferenciada, y, aunque fuera una vida cualquiera, de todos modos existía, y no sólo la vida oficial, sino la interior, la particular de cada uno.
Fiódor M. Dostoievski. Memorias de la casa muerta. Traducción Jesús García Gabaldón y Fernando Otero Macía. Alba editorial.

lunes, 30 de diciembre de 2019

2019 en lecturas

Apenas quedan unas pocas hojas secas en los árboles invernales. He visto cómo en las últimas semanas volaban en espiral hacia el cielo, se concentraban en las esquinas cerradas de los patios o marchaban con la corriente del río cercano. Cada vez que veo una hoja desgajarse de un árbol, ese instante donde planea en el viento antes de caer al suelo en una acrobacia, pienso en todo el tiempo transcurrido hasta el momento donde la hoja que cae y yo nos encontramos. Todo el tiempo.

Es difícil abstraerse de echar la mirada atrás en estos días rápidos de diciembre. Cruzamos una frontera. Entonces, me imagino ante un paisaje vasto y desconocido: a mi espalda lo inmutable, frente a mí un horizonte difuminado y extraño. Es coger aire ante lo que está por llegar mientras los recuerdos del último año se deslizan subterráneos en estos días, estar entre dos tiempos. Me dejo arrastrar por ese mirar a lo hecho en el año.

Siempre pienso que podría haber leído más y mejor. Entiendo ese más, el querer abarcar el mayor número de escritores y lecturas posibles, es ese mejor el que me resulta chocante. Como si Shalámov, Katherine Anne Porter o Robert Walser no fueran suficientes y Pynchon, Lispector o Gógol hubieran resultado una mejor elección. El dilema entre lo que se lee y lo que queda por leer, entre el camino andado y aquel que asoma a lo lejos.

Hoy escribo frente a una de las estanterías de mi biblioteca. Encima de ella, cuatro columnas de libros —un centenar de libros— que no tienen un hueco entre las baldas. Las columnas crecen poco a poco, cambio los libros de sitio para buscar una mejor estabilidad, junto géneros y autores distantes entre sí—los westerns de Le May con la poesía de Gamoneda, Nicholson Baker con Charlotte Brontë— me siento culpable por tanta lectura pendiente a la vez que disfruto del placer previo por la promesa de todos esos paisajes vastos y desconocidos que se abrirán ante mí, en cualquier momento.

Este año he conocido las librerías de Gijón, lugares donde pasar tardes sin tiempo, una pequeña y amigable donde hablé de los cuentos de Kolimá con el librero y me llevé libros de Gass, Lenz o Dazai; otra, una gran habitación con dos pisos de estanterías conectadas por una escalera y una antigua caja registradora que tintineaba al abrirse; busqué con afán de arqueólogo en mercados, ferias y librerías de segunda mano esos libros descatalogados que habitan mis listas de deseos desde hace años —este año taché de la lista libros de Ágota Kristof o Sam Shepard—; exploré mi biblioteca de referencia, un viejo chalé junto a una vía de tren y pasillos estrechos entre las estanterías, donde encuentro la mayoría de los libros que copan mis listas de próximas lecturas —listas a las que, cansado por la acumulación, dejo de hacer caso al poco tiempo— y descubro otros que me hablan por una página al azar o la promesa, la eterna promesa de una historia que me acerque a la emoción de niño, cuando mi abuelo en la cocina recordaba para mí, con una mezcla de incredulidad y quietud, el mundo fuera de su valle —y el mundo estaba dominado por una guerra o el encuentro con el mar o las grandes casonas entre montes o la primera mirada alucinada hacia los edificios de la ciudad que tapaban cielos y horizontes—.

Paso por épocas donde intento ordenar el caos. Establezco un plan de lectura, escojo tres libros conectados entre sí ya sea por  tema o estilo como por país, generaciones o cualquier semejanza que me invente —o me decido por un autor y leo poco a poco su obra—, y echo a andar con la esperanza de encontrar un equilibro que me haga olvidar la duda constante sobre lo que leo y sobre aquello que me pierdo y no leo. Poco dura esa búsqueda de orden, tiendo a sumirme en el caos, a combinar escritores y estilos, a dejar que los libros se mezclen, incluso a no leer durante unos días. Este año…
·      completé la inclasificable trilogía de Nobodaddy de Schmidt, inicié la lectura de los relatos de Kolimá de Shalámov, que terminaré, espero, en 2020, así como la trilogía de Los sonámbulos de Broch, último proyecto del año;
·   leí sobre la construcción de la identidad gracias a A.M.Homes y Kathryn Harrison; las memorias de Angelu, Haderlap, Swain o Lalla Romano, voces que recuerdan una vida con dolor y belleza, con palabras que no son barro;
·     seguí la construcción de un puente de la mano de Talese y las reflexiones de Theodor Kallifatides sobre la Europa de ayer y hoy y la importancia del idioma materno;
·      releí algún volumen de cuentos de Carver y Ford —a distancia de todos esos escritores que nos quieren vender como carverianos y que son un reflejo desvaído—; y en la época donde el turno de noche se hizo especialmente difícil escogí los relatos cortos de Munro, McCullers, y John Fante o los poemas de Sharon Olds para que hubiera otras palabras, otras voces en mis días somnolientos y cansados;
·    eché una mirada al mundo desaparecido del siglo XIX gracias a Tolstói, Dostoievski o Thomas Hardy, como de adolescente, cuando leía a Melville, Hawthorne, Trollope, George Eliot y tantos otros;
·   también hubo decepciones: me aburrí con los poemas de Hahn y Simic, no conecté con lo nuevo de Iribarren ni con el Evangelio esquizofrénico de Hrabal, se me indigestó el Mundo sumergido de Ballard, una obra que habla de un cambio climático y una regresión a tiempos arcaicos con algunas buenas imágenes pero torpe y mal escrita; sólo recuerdo un par de cuentos de la nueva recopilación de relatos de Berlin, tan lejos de su Manual para mujeres de la limpieza; Carter, de Ted Lewis, me dejó igual que antes de leerlo;
·    descubrí autores como Barbara Baynton y su descarnado Estudios sobre lo salvaje, la entereza de Cory Taylor en Morir, una vida, la intrigante voz de Kaye Gibbons en Ellen Forster, la plegaria que despliega Emmy Hennings en El estigma, tan arrebatada, tan cruel, tan íntima, la mirada crítica de Chevallier sobre la primera guerra mundial en El miedo, sin heroísmos, con todo el pánico y horror de la vida y la muerte en las trincheras.

Si tuviera que elegir mis mejores lecturas, elegiría un país. Rusia —con una incursión en la U.R.S.S.—. Por Shalámov y Kolimá, Tolstói y Los cosacos, las Memorias de la casa muerta de Dostoievski y Los nuestros Dovlátov. Mención especial para La escritura o la vida, esa novela ensayo donde Semprún se interroga desde qué lugar, si realismo puro o ficción, se debe escribir sobre el horror en los campos nazis. También para la densidad sureña de Katherine Anne Porter en Pálido caballo, pálido jinete o para ese ser extraño que disfruta de su soledad en el mundo apocalíptico imaginado por Arno Schmidt en Espejos negros, o para la soledad, en otro tiempo, en otro lugar, de Vida y época de Michael K de Coetzee. Y como últimas menciones, El ángel del olvido de Haderlap, el recuerdo que se desborda una y otra vez, la vida en la frontera, el dolor de la lucidez al hacerse adulto, la maestría que despliega Isherwood en Un hombre soltero, y  la lucha contra las convenciones en Jude el oscuro  de Hardy.

Para terminar, mi único propósito para el próximo año es rebajar la altura de las columnas de lecturas pendientes y tachar un puñado de libros de las diferentes listas desperdigadas por el ordenador, el móvil, los cuadernos de apuntes.

Una última reflexión. Decía Tecman que vivimos en un perpetuo fundido encadenado: un mundo que se diluye poco a poco en otro nuevo hasta que desaparece, una y otra vez. Una de las razones por las que leo es para encontrarme con esos mundos desaparecidos, qué ha quedado de ellos en nosotros, que hemos dejado atrás para siempre. A veces, cuando tengo un libro en las manos, a veces, sólo a veces, siento que estoy en el final de un fundido encadenado.

En resumen, leí lo que pude y cuanto pude, no más, no mejor, sino estos sesenta libros que me acompañaron durante 2019.




Una noche en el paraíso - Lucia Berlin. Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara.
Más allá del equinoccio de primavera - Natsume Sōseki. Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Impedimenta
Evangelio esquizofrénico - Bohumil Hrabal. Trad. Montse Tutusaus. La Fuga Ediciones
El vino de la juventud - John Fante. Trad. Antonio-Prometeo Moya. Anagrama
Relatos de Kolimá. Volumen I. Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Estudios de lo salvaje - Barbara Baynton. Trad. Pilar Adón. Editorial Impedimenta.
Hielo seco - Isabel Bono. La isla de Siltolá (Relectura)
La primera oscuridad y otros poemas - Óscar Hahn. Visor
Pálido caballo, pálido jinete - Katherine Anne Porter. Trad. Maribel de Juan. Círculo de lectores
El beso - Kathryn Harrison. Trad. Susana Camps. Anagrama
El miedo - Gabriel Chevallier. Trad José Ramón Monreal. Acantilado
Calle de los maleficios. Crónica secreta de París - Jaques Yonnet. Trad. Julia Alquézar. Sajalín editores
¿Quién ha visto el viento? - Carson MacCullers. Trad. José Luis López Muñoz y María Campuzano. Austral
La hija de la amante - A.M. Homes. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama
El mundo sumergido - J.G. Ballard. Trad Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro
En un café - Mary Lavin. Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae editores
El brezal de Brand - Arno Schmidt. Trad. Fernando Aramburu. Debolsillo
Espejos negros - Arno Schmidt. Trad. Florian von Hoyer y Guillermo Piro. Debolsillo
Un lugar difícil - Karmelo Iribarren. Visor
El progreso del amor - Alice Munro. Trad. Flora Casas. Debolsillo
Rock Springs - Richard Ford. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
El verano sin hombres - Siri Hustvedt. Trad. Cecilia Ceriani. Anagrama
El río del tiempo - Jon Swain. Trad. Magdalena Palmer. Gatopardo ediciones
Vida y época de Michael K - J.M. Coetzee. Trad. Concha Manella. Debolsillo
El ángel del olvido - Maja Haderlap. Trad. José Aníbal Campos. Editorial Periférica
Ellen Foster - Kaye Gibbons. Trad. María José Rodellar. Editorial las afueras
Relatos de Kolimá. Volumen II. La orilla izquierda - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Garabateado en la oscuridad - Charles Simic. Trad. Nieves García Prados. Vaso roto ediciones
La edad del desconsuelo - Jane Smiley. Trad. Francisco González López. Editorial Sexto piso
Mi romance - Gordon Lish. Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica
Tres rosas amarillas - Raymond Carver. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama (Relectura)
Los hermanos Tanner - Robert Walser. Trad. Juan José del Solar. Debolsillo
Tierras de sangre - Didó Sotiríu.Trad. César Montoliu. Acantilado
El arte del puzle - José María Pérez Álvarez. Ediciones Trea
Las cuatro estaciones - Ana Blandiana. Trad. Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret. Periférica
Gestarescala - Philip K. Dick. Trad. Julián Díez. Cátedra
Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado - Maya Angelou. Trad. Carlos Manzano. Libros del Asteroide
Otra vida por vivir - Theodor Kallifatides. Trad. Selma Ancira. Galaxia Gutenberg
El largo viaje - Jorge Semprún. Trad. Jacqueline Conte y Rafael Conte. Austral
Una postal de 1939 - Marcella Olschki. Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica
Los cosacos - Lev Tólstoi. Trad. Irene y Laura Andresco revisada por Vicente Andresco. Alianza editorial
El puente - Gay Talese. Trad. Antonio Lozano. Debolsilo
Memorias de la casa muerta - Fiódor M. Dostoievski. Trad. Jesús García Gabaldón y Fernando Otero Macías. Alba editorial
La penumbra que hemos atravesado - Lalla Romano. Trad. Natalia Zarco. Periférica
Jude el oscuro - Thomas Hardy. Trad. Francisco Torres Oliver. Alba editorial
Un hombre soltero - Christopher Isherwood. Trad. María Belmonte. Acantilado
La escritura o la vida - Jorge Semprún. Trad. Thomas Kauf. Tusquets editores
Cahier - Isabel Bono. Editorial Baile del sol (Relectura)
Mis amigos - Emmanuel Bove. Trad. Manuel Arranz. Editorial Pre-textos
La célula de oro - Sharon Olds. Trad. Óscar Curieses. Bartleby editores
Relatos de Kolimá. Volumen III. El artista de la pala - Varlam Shalámov. Trad. Ricardo San Vicente. Editorial Minúscula
Pioneros - Willa Cather. Trad. Gema Moral Bartolomé. Alba editorial
Pasenow o el romanticismo - Hermann Broch. Trad. María Ángeles Grau. Debolsillo
El estigma- Emmy Hennings. Trad. Fernando González Viñas. El paseo editorial
Morir. Una vida. Cory Taylor. Trad. Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones
Carter - Ted Lewis. Trad. Damià Alou. Sajalín editores
La expedición al baobab - Wilma Stocenström. Trad. del inglés Lorenzo Luengo. Siruela
El descenso - Anna Kavan. Trad. Ainize Salaberri. Navona (7)
Los nuestros - Serguéi Dovlátov. Trad. Ricardo San Vicente. Fulgencio Pimentel
De A para X. Una historia en cartas - John Berger. Trad. Pilar Vázquez. Alfaguara