Apago la luz de la cocina y el salón, cruzo la penumbra y me
acerco a la ventana abierta. Hay un primer destello del amanecer sobre los
montes. A lo lejos, una sombra cruza una ventana iluminada. En este momento, me
digo, soy invisible a los otros. Las antenas y repetidores en las cumbres me
recuerdan, hoy, viernes santo, a cruces silentes. Se escucha el cántico de los
pájaros, atronador, en ambas orillas, un coche de policía en el puente, una
persiana abriéndose y el viento leve entre los árboles. Las estelas de aviones
han desaparecido del cielo —no
sólo emerge aquello que estaba escondido por el ruido antes de, también aquello
que se ha desvanecido ante nuestros ojos—.
En otro tiempo me obligaría a desperezarme y empezar el día y ser productivo
pero, en esta época donde el tiempo abolido, espero hasta saciarme del cambio
de luz sobre el cielo y los montes. Las nubes se acercan desde el este, cada
vez más hinchadas —anticipo
la lluvia—, y siento
el tenue frío de la primera luz en la cara. Dejo que el amanecer se despliegue
ante mí.
Las farolas se apagan a las 07.49 de la mañana —la luz ya afianzada no
produce sombras—.
Me doy cuenta de que no hay campanas en la noche. Ahora, mientras escribo en
una pequeña mesa junto a la ventana abierta, surge un rayo de luz tras los
montes, igual a aquellos de los faros como señal de costa —la luz traspasa el
espectro del mundo—.
El último viernes santo e. y yo ascendimos por un camino empedrado hasta una
cumbre de dólmenes y menhires. Allí, entre pastos de caballos y vacas, entre pequeños
lagos y un riachuelo, un círculo de piedras y monolitos blancos. Anduvimos
entre piedras y gigantescos árboles caídos —extrañas criaturas prehistóricas—, entramos en uno de los
círculos rituales y buscamos al sol y sus sombras sobre la tierra en busca de
un significado oculto, nos acercamos al borde de un acantilado y sentí el
vértigo del abismo. Todos aquellos rituales de vida y muerte, de tiempo y
quietud, todos esos miles de años en apenas una respiración, en apenas una
piedra. En cambio, hoy, las horas se paralizan en pequeñas eternidades —como paralizado el reloj
de bolsillo de mi abuelo en las estanterías a las ocho y siete minutos. Mi
padre le daba cuerda cada mañana junto a la ventana de la cocina. Lo cogía en
sus grandes manos de carpintero y hacía rodar la corona hasta ponerlo en hora,
él en penumbra, las cortinas iluminadas a su espalda, el tictac una respiración
profunda, mi padre en sombra sobre aquel reloj, cuando leyenda, antes de los
temblores. Aquel repiqueteo del tiempo sonaba a lluvia y lumbre—.
(coda) Dejo que mi mente se despliegue ante el amanecer.
***
Fue una de las
lecturas del pasado verano. Memorias de
la casa muerta. Una historia carcelaria. Un noble en Siberia. Que mira
dentro y fuera de sí para entenderse y entender a los otros. Que busca
adaptarse a su encierro, a los trabajos forzados. Que observa a sus compañeros,
criminales, vagabundos, campesinos, jóvenes y mayores, y escucha sus historias,
el camino hacia el presidio, el poder corrompido, los gestos autoritarios y
caprichosos de sus vigilantes, las esperanzas y los trucos de los presos para
remontar el tiempo y la soledad y el encierro. Un hombre que aprende, en cierta
forma, a sobrevivir y a convivir en un mundo que le era extraño, que se hace
fuerte, con los años, que piensa en la libertad.
Recuerdo que en ese primer año a menudo
hacía las siguientes reflexiones: «¿Y ellos? ¿Acaso ellos han podido
habituarse? ¿Habrán conseguido serenarse?». Estas cuestiones me preocupaban
enormemente. Ya he mencionado que los reclusos no vivían allí como instalados
en su casa, sino como si estuvieran en una posada, de viaje, en una etapa
cualquiera del camino. Incluso las personas deportadas de por vida se mostraban
inquietas o sentían nostalgia, y todos ellos, inevitablemente, soñaban con algo
prácticamente imposible. Aquella incesante inquietud, expresada sin palabras,
pero que resultaba evidente; aquel ardor y aquella impaciencia singulares
nacidos de esperanzas que a veces se manifestaban involuntariamente, que en
ocasiones eran tan infundadas que parecían puro delirio y que a menudo
permanecían vivas —y esto era lo más asombroso— en las mentes aparentemente más
prácticas; todo esto daba un aspecto y una personalidad nada comunes a este
lugar, y casi se podría decir que eran precisamente tales rasgos los que
constituían su propiedad más característica. Se tenía la impresión, casi desde
el primer vistazo, de que fuera del presidio no había nada semejante. Allí no
había más que soñadores, cosa que saltaba a la vista. Eso producía una
sensación dolorosa, justamente porque aquel espíritu soñador comunicaba a la
mayor parte del presidio un aire taciturno y sombrío, un aire malsano, en
cierto modo. La inmensa mayoría era callada y rencorosa hasta el odio, y
evitaba delatar sus esperanzas. La ingenuidad, la franqueza, eran tratadas con
desprecio. Cuanto más quiméricas fueran las esperanzas, cuanto más sintiera el
propio soñador que lo eran, con más tenacidad y más pudor las ocultaba en su
interior, pero no era capaz de renunciar a ellas. Tal vez, quién sabe, algunos
se avergonzaban de ellas en su fuero interno. En el carácter ruso hay tanto
sentido de la realidad y rigor en las opiniones, como espíritu de burla
interior de uno mismo… Es posible que esta permanente y oculta insatisfacción
estuviera en el fondo de toda la impaciencia que aquellas personas exhibían en
sus relaciones cotidianas, de tanta intolerancia y de tanta ironía recíproca. Y
si, por ejemplo, uno de ellos, algo más ingenuo y más ansioso, se adelantaba de
improviso y expresaba en voz alta aquello que todos tenían en la cabeza, y se
lanzaba abiertamente a manifestar sus sueños y esperanzas, a ése, de inmediato,
de un modo grosero, le arrinconaban, le interrumpían y se burlaban de él; pero
tengo la impresión de que los perseguidores más celosos eran precisamente
quienes tal vez habían ido más lejos que él en sus sueños y esperanzas. Como ya
he dicho, a las personas ingenuas, sin malicia, en general se las tenía
sencillamente por unos imbéciles que no merecían más que el desprecio. Allí
todos eran tan sumamente distantes, estaban tan llenos de amor propio, que
llegaban a despreciar al individuo bondadoso, carente de ese amor propio.
Aparte de esos parlanchines ingenuos y más bien simples, para todos los demás,
es decir, para los poco habladores, se podría establecer una división tajante
entre buenos y malos, entre sombríos y luminosos. Los sombríos, los malvados,
eran los más numerosos, sin comparación; si entre ellos se encontraba alguno
que por su naturaleza era más dado a conversar, seguro que se trataba de un
chismoso infatigable y de un envidioso inquietante. Se entrometían en todo lo
ajeno, y, sin embargo, ellos nunca ponían al descubierto su alma, sus secretos.
Eso no estaba de moda, no era lo adecuado. Los buenos eran un grupo muy
pequeño; eran tranquilos, callados, guardaban para sí sus esperanzas más
firmes, y tendían más que los sombríos, desde luego, a tener fe y a confiar en
esas esperanzas. Además, creo que había en el penal otra categoría: la de los
totalmente desesperados. Era el caso, por ejemplo, del viejo de Starodub; de
todos modos, su número era muy reducido. El viejo tenía un aspecto tranquilo
(ya he hablado de él), pero, a juzgar por ciertos indicios, es de suponer que
su estado espiritual sería espantoso. Por otra parte, tenía una tabla de
salvación, una salida: la oración y la idea del martirio. Seguramente, también
formaba parte del grupo de los desesperados, de quienes habían abandonado la
última esperanza, aquel recluso enloquecido, lector empedernido de la Biblia,
al que también me he referido en otro lugar, y que se lanzó contra el mayor con
un ladrillo; sin embargo, como no es posible vivir sin alguna clase de
esperanza, concibió su propia salida, que era la del martirio voluntario, casi
artificial. Declaró que se había arrojado sobre el mayor sin rencor alguno,
movido tan sólo por el deseo de recibir el suplicio. ¡Quién sabe qué proceso
psicológico se habría verificado entonces en su alma! Sin una meta, sin la
ambición de alcanzarla, no puede vivir ningún hombre vivo. Al quedarse sin meta
y sin esperanzas, el ser humano, presa de la tristeza, se convierte muchas
veces en un monstruo… La meta de todos los reclusos era la libertad y la salida
del presidio.
Por otra parte, me estoy esforzando por
dividir todo el presidio en categorías; pero ¿es esto posible? Comparada con
todas las conclusiones del pensamiento abstracto, incluidas las más sutiles, la
realidad es infinitamente variada, y no admite divisiones tajantes y masivas.
La realidad tiende a la fragmentación. También allí teníamos nuestra propia
vida, diferenciada, y, aunque fuera una vida cualquiera, de todos modos
existía, y no sólo la vida oficial, sino la interior, la particular de cada uno.
Fiódor
M. Dostoievski. Memorias de la casa muerta. Traducción Jesús García Gabaldón y
Fernando Otero Macía. Alba editorial.
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