Son dos hermanos. De unos cinco y tres años. La mayor salta
nerviosa junto a su patín mientras el pequeño se sube a una moto de juguete. Es
la primera mañana en más de cuarenta días que pueden salir a la calle. Hablan
entre ellos con su voz de dibujos animados. Entonces, de improviso, se quedan
quietos, los dos, pequeñas estatuas de piedra en la acera vacía, tan sólo los
pájaros sobre su cabeza en el fin de su reinado en las mañanas. Apenas son unos
segundos de quietud extrema, el tiempo fijado en sus pequeños cuerpos. Imagino
su estupor por estar fuera de, el suelo rojizo de la acera, el parque de juegos
precintado, la hierba, crecida, sin cortar, y el aire rodeándolos, las miradas
desde los balcones de quienes llevamos horas despiertos y acudimos a la ventana
por el nuevo sonido en la mañana, el recuerdo de un gesto antes de, la
sensación de que esos dos niños, los primeros entre todos, habrán pasado una
noche de reyes en abril y ahora, el regalo es estar al otro lado de la ventana,
es saltar y correr sin barreras de muebles y alfombras y objetos quebradizos.
Hay algo de nostalgia y pérdida en sus figuras en la acera: no su nostalgia o
su pérdida, sino las mías, de cuando el mundo antes de sus férreos
significados. Miran a su madre, su centro, y echan a correr, primero poco a
poco, luego en una carrera donde suman risas, ánimos, pisadas, saltos. Llegan a
la curva del puente, dan la vuelta y, ante sí, trescientos metros de acera roja,
pioneros en esta nueva normalidad, en
este reajuste de nuestros gestos. Los dejo, ahí fuera, y corro por casa
mientras su algarabía.
Salgo a comprar el pan entre padres y sus hijos. Cuando
vuelvo a casa le hablo a e. de mi angustia durante unos minutos, ahí fuera,
como en aquellos días de estanterías vacías en el supermercado antes del
confinamiento y cómo aquel gesto, aquel vacío, aquella realidad de otros se
imponía a la mía. Le hablo para deshacer miedos, para ver aquello que se me
escapó en una primera mirada, las palabras, estas palabras, contra una realidad
desvirtuada e incompleta. Confieso mi angustia a e. y desaparece poco a poco:
soy yo quien estaba incómodo entre tantas presencias en unas calles vacías
hasta ayer, soy yo quien tiene que hacer el trabajo de reacomodar el mundo de
ahí fuera y unir el antes y el después del confinamiento en un punto, soy yo
quien veía no los comportamientos cívicos de la mayoría de familias sino
aquellos gestos de dos padres despreocupados de sus hijos. Hablo con e.,
reconstruyo los cinco minutos fuera, y descubro en la cocina de casa, mientras
se escuchan los gritos de dibujos animados al otro lado de la ventana, aquello
que pasé por alto, la madre y sus dos hijas con mascarillas, la conversación
entre dos amiguitas a distancia, las carreras en triciclos, patines y
bicicletas, los pasos dubitativos de los más pequeños, las sonrisas y el
asombro, sus gestos entre la energía y la precaución, como si no se creyeran
fuera de casa.
(coda) Busco las reacciones a este primer día de niños en la
calle en las redes sociales. Hay, sobre todo, alarma y miedo y quejas profundas
por la irresponsabilidad de padres y gobierno, muestran fotos y vídeos para
confirmar sus palabras, fotos y vídeos que pueden estar manipulados, palabras
que pueden ser de un bot, pero
también hay felicitaciones, alegría y el placer por volver a escuchar juegos de
niños en la calle. El ruido bronco de las redes sociales, esa realidad no real,
esas sombras en la pared de la caverna.
***
Es la amenaza de una presencia invisible en las tierras blancas
y gélidas de La Antártida, una presencia cósmica y maligna, dormida en el
tiempo. Es el contorno de ciudades fantasmas y extraños cuerpos fosilizados y los
aullidos en una tierra en apariencia solitaria. Es el enfrentamiento con el
misterio y el horror, con algo entrevisto por el rabillo del ojo, nuestra
pequeñez ante todo lo desconocido que nos rodea desde tiempos inmemoriales. Es la
aventura y el horror y el peso del universo.
El primero en avistar la línea dentada de conos y picos de aspecto
maléfico, delante de nosotros, fue el marinero Larsen; y sus gritos atrajeron a
todos a las ventanillas del gran aeroplano. A pesar de la velocidad, fueron
adquiriendo nitidez muy lentamente, lo que nos hizo comprender que estaban
lejísimos y que únicamente eran visibles solamente por su altura excepcional. Poco
a poco, no obstante, se fueron elevando severos en el cielo de poniente, permitiéndonos
distinguir varias cimas peladas, desoladas, negruzcas y experimentar la curiosa
sensación de fantasía que inspiraban al verlas a la luz rojiza del Antártico
sobre un enigmático fondo de nubes iridiscentes de polvo de hielo irisdiscente.
Había en el espectáculo un atisbo penetrante y persistente de prodigioso
misterio y potencial revelación, como si estas cimas desnudas fuesen los pilones
de una entrada espantosa a prohibidas esferas de ensueño, a abismos complejos
de remoto tiempo y espacio, a la ultradimensionalidad. Tuve la impresión de que
eran algo maligno: montañas de locura cuyos flancos tramontanos asomaban a
algún abominable abismo final. Aquel fondo hirviente de nubes semiluminosas
poseía atisbos de una etérea y vaga ultraidad
mucho más remota que la terrenalmente espacial, y transmitía impresionantes
recordatorios de la absoluta lejanía, desolación y muerte de este mundo austral
jamás hollado ni sondado.
H.P. Lovecraft. En
las montañas de la locura. Traducción Francisco Torres Oliver. Valdemar.
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