Encuentro un archivo en mi ordenador en esta mañana donde el
silencio el aburrimiento la rabia el temblor. Son las notas de mi viaje a
Serbia pasadas a limpio. Apenas ocupan un par de páginas. El cuaderno donde
escribí mis impresiones está en mi antigua habitación, junto a la mitad de mi
biblioteca, un tarro con la tierra rojiza del Monument Valley, un par de
relojes digitales de mi niñez, apagados hace años, y mi viejo reloj de esfera
amarilla detenido, no recuerdo en qué hora, todos esos relojes que marcaron el
tiempo en mis días y que ahora son pantallas vacías o manecillas anquilosadas,
todos los tiempos detenidos que me contemplan.
Leo las notas y sonrío al pasar de nuevo por el corazón
aquellos días serbios, invitado por una amiga profesora de español, y, por un
instante, se desvanecen los cantos de Orfeo y Eurídice, los árboles junto a la
ventana, los repetidores en la cumbre de los montes, por un instante, ahí fuera
es otro tiempo, otro espacio.
Veo mi sombra en la superficie del Danubio. Es un río lento,
monumental y, por un instante, siento la corriente de historia que trae
consigo, las ruinas de imperios caídos, los dialectos desaparecidos, la
construcción y bombardeos de sus puentes, como éste de Novi Sad en el que me
encuentro, ante mi sombra vacilante, a
medio camino de la fortaleza de Petrovaradin. En esta tierra nueva, en este
nuevo mundo, si estoy alerta, puedo descubrir viejos agujeros de bala en casas
y puentes. También, vestigios de muros romanos. Unos días atrás, v. dibujó con
la yema de su dedo la silueta de Yugoslavia en el mantel de un restaurante.
Intentaba responder a mi pregunta sobre la guerra de los Balcanes. Me habló de
su huida de los bombardeos y su peregrinaje en busca de refugio, de políticos
ultranacionalistas, de las raíces ancestrales de odio y desconfianza entre
tantos pueblos y religiones distintos. Estiró el mantel con la palma de su mano
y los pliegues fronterizos desaparecieron.
Los artistas locales tienen sus talleres entre las galerías
de la fortaleza. Exponen sus cuadros, sus figuras de madera, sus objetos
indescifrables mientras trabajaban o bebían vino y licor de ciruelas en la
puerta de su estudio. Pasamos junto al reloj, parado por un rayo —otro tiempo detenido, así
está anotado en el breve diario de aquel viaje que hoy encuentro entre viejos
archivos, tan diferente a este diario donde el encierro, ahí fuera, me recuerda
el encierro, aquí dentro, en mi mente que se pasea entre tiempos y recuerdos,
que retuerce la memoria, que ejerce una labor arqueológica en busca de una
explicación a una imagen o una palabra apenas intuidas, que hurga entre las ruinas
de lugares míticos y rehace leyendas y cree a la vez que duda del pasado, mi
mente que tiene sus propios límites que no puede salvar, incapaz de elevarse
para verlo todo a la distancia justa que enfoque una verdad pura—. Nos acercamos a la torre, v.
y yo, los tejados de Novi Sad al otro lado de los puentes. He llegado desde el
sur del país, donde ruinas romanas, he paseado por la capital, donde un árbol
dentro de un edificio bombardeado, las viejas calles en el centro, la nueva
ciudad a las afueras, una oración en una iglesia ortodoxa y un café turco que
no dejó poso donde leer mi futuro, he visto pasar los campos de cultivo a
través de un tren lento, los caracteres cirílicos en las estaciones de tren, el
reflejo Galicia en aquellas tierras cruzadas, he aprendido a decir dobre dan, hvala, jebiga, todo el camino
de los últimos días hasta este instante, ante la ciudad norteña y el Danubio,
junto a reloj parado, preguntándome por los horrores de hace unos años, por el
curso de la historia, de toda la historia, yo ante el Danubio y todo el tiempo
que me precede.
Recuerdo la voz de v. cuando los bombardeos, su miedo de
aquellos días, la huida de las ciudades hacia zonas seguras, y la entrelazo con
la televisión en aquella cocina gallega donde vi las primeras imágenes de la
guerra, los edificios agujereados por las balas, los charcos de sangre en el
suelo de los mercados, las carreras en la calle para salvar la precisión de un
francotirador, los puentes volados, los cadáveres en las cunetas, los cuerpos
esqueléticos tras una alambrada. Usaron un
lenguaje bélico, nuestros políticos, nuestros periodistas, desde el inicio de
la pandemia: guerra contra un enemigo común, primera línea de batalla, los
caídos y los héroes, medicina de guerra —expresión
que escondía las muertes en residencias y el colapso de algunos hospitales
tras años de recortes—.
Pero no hemos vivido una guerra como v., no ciudades en ruinas, no bombardeos, no
la búsqueda de un refugio, no el racionamiento, no el ruido retardado de un
disparo, no la oscuridad, no los cuerpos famélicos en campos de concentración.
Nuestra pandemia tiene sus propios horrores, la soledad y el miedo en las ucis
de hospitales, de quienes no han podido despedirse, de quienes viven solos, de
quienes trabajamos, ahí fuera. No hace falta enmascarar estas semanas con un
lenguaje bélico, pienso.
***
La aridez de Coetzee, y la desnudez y el dolor y el
vagabundeo a través de un territorio yermo, como en Vida y época de Michael K, donde la pérdida de una madre y el
esconderse en hoyos y cuevas, donde lo seco en vez de la tierra fresca, donde
la ausencia de palabras y la abundancia de gestos y miradas, donde el
hacinamiento y la soledad completa, donde una guerra civil que quiere enterar
hasta el último hombre. O los tiempos de un imperio sin nombre, en Esperando a los bárbaros, que busca
exterminar a los nómadas en sus fronteras, pueblos pacíficos que mercadean con
los moradores de la última tierra del imperio y que han de ser exterminados por
miedo, porque los imperios sólo saben expandirse y crecer y destruir. O la
dualidad mente y cuerpo, en ambos libros, la tortura que hace real al cuerpo,
al voluptuosidad y el deseo y las preguntas e incertidumbres que hace real a la
mente. O Coetzee como uno de los grandes escritores de los últimos años.
Vadeo a mayor profundidad apartando los juncos con las
manos, y siento el cieno entre los dedos de los pies; a cada paso, el agua, que
conserva el calor del sol más tiempo que el aire, primero opone resistencia
para después ceder. A primera hora de la mañana los pescadores empujan con
pértigas sus barcas de fondo plano esta superficie en calma y echan sus redes.
¡Qué manera tan apacible de ganarse la vida! Tal vez debería dejar de mendigar,
unirme a ellos en su campamento fuera de muralla, construirme una choza de
barro y caña, casarme con una de sus hermosas hijas, darme un banquete cuando
la pesca sea abundante y apretarme el cinturón cuando no lo sea.
Con el agua reconfortante hasta las pantorrillas me recreo
en esta ilusión. No ignoro lo que significan tales ilusiones, son sueños de
convertirme en un salvaje que vive por instinto, de tomar el frío camino de la
capital, de dirigirme a tientas hasta las ruinas del desierto, de volver al
confinamiento de mi celda, de ir en busca de los bárbaros y ofrecerme a ellos
para que me utilicen como quieran. Todos sin excepción son sueños de un final:
sueños no de cómo vivir sino de cómo morir. Y sé que cada uno de los habitantes
de ese pueblo amurallado que ahora se sume en la oscuridad (oigo los dos
lejanos toques de corneta que anuncian el cierre de las puertas) tiene la misma
preocupación. ¡Todos salvo los niños! Los niños nunca dudan que los enormes y
viejos árboles bajo cuyas sombras juegan permanecerán allí siempre, que un día
ellos crecerán para ser fuertes como sus padres, fértiles como sus madres, que
vivirán y prosperarán y criarán a sus propios hijos y envejecerán en el lugar
donde nacieron. ¿Por qué no podemos vivir en el tiempo como el pez en el agua,
como el pájaro en el aire, como los niños? ¡Los Imperios tienen la culpa! Los
Imperios han creado el tiempo de la historia. Los Imperios no han ubicado su
existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones sino
en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin,
de la catástrofe. Los Imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar
contra la historia. La inteligencia oculta de los Imperios sólo tiene una idea
fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. De día persiguen
a sus enemigos. Son taimados e implacables, envían a sus sabuesos por doquier.
De noche se alimentan de imágenes de desastre: saqueo de ciudades,
aniquilamiento de poblaciones, pirámides de huesos, hectáreas de desolación.
Una visión demencial pero virulenta: yo, mientras camino por el lodo, no estoy
menos contagiado por ella que el leal Coronel Joll cuando sigue la pista de los
enemigos del Imperio a través del interminable desierto con la espada
desenvainada para degollar a un bárbaro tras otro, hasta que por fin encuentre
y mate a aquel cuyo destino debería ser (o si no el suyo, el de su hijo o el de
su nieto no nacido) trepar por la puerta de bronce del Palacio de Verano y
derribar la esfera coronada por el tigre rampante que simboliza la dominación
eterna, mientras sus compañeros desde abajo le aclaman y disparan al aire sus
mosquetes.
J. M. Coetzee.
Esperando a los bárbaros. Traducción Concha Marella y Luis Martínez Victorio.
Debolsillo.
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