Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 19 de junio de 2020

+23. Coetzee


Encuentro un archivo en mi ordenador en esta mañana donde el silencio el aburrimiento la rabia el temblor. Son las notas de mi viaje a Serbia pasadas a limpio. Apenas ocupan un par de páginas. El cuaderno donde escribí mis impresiones está en mi antigua habitación, junto a la mitad de mi biblioteca, un tarro con la tierra rojiza del Monument Valley, un par de relojes digitales de mi niñez, apagados hace años, y mi viejo reloj de esfera amarilla detenido, no recuerdo en qué hora, todos esos relojes que marcaron el tiempo en mis días y que ahora son pantallas vacías o manecillas anquilosadas, todos los tiempos detenidos que me contemplan.
Leo las notas y sonrío al pasar de nuevo por el corazón aquellos días serbios, invitado por una amiga profesora de español, y, por un instante, se desvanecen los cantos de Orfeo y Eurídice, los árboles junto a la ventana, los repetidores en la cumbre de los montes, por un instante, ahí fuera es otro tiempo, otro espacio.

Veo mi sombra en la superficie del Danubio. Es un río lento, monumental y, por un instante, siento la corriente de historia que trae consigo, las ruinas de imperios caídos, los dialectos desaparecidos, la construcción y bombardeos de sus puentes, como éste de Novi Sad en el que me encuentro, ante mi sombra vacilante, a medio camino de la fortaleza de Petrovaradin. En esta tierra nueva, en este nuevo mundo, si estoy alerta, puedo descubrir viejos agujeros de bala en casas y puentes. También, vestigios de muros romanos. Unos días atrás, v. dibujó con la yema de su dedo la silueta de Yugoslavia en el mantel de un restaurante. Intentaba responder a mi pregunta sobre la guerra de los Balcanes. Me habló de su huida de los bombardeos y su peregrinaje en busca de refugio, de políticos ultranacionalistas, de las raíces ancestrales de odio y desconfianza entre tantos pueblos y religiones distintos. Estiró el mantel con la palma de su mano y los pliegues fronterizos desaparecieron.
Los artistas locales tienen sus talleres entre las galerías de la fortaleza. Exponen sus cuadros, sus figuras de madera, sus objetos indescifrables mientras trabajaban o bebían vino y licor de ciruelas en la puerta de su estudio. Pasamos junto al reloj, parado por un rayo —otro tiempo detenido, así está anotado en el breve diario de aquel viaje que hoy encuentro entre viejos archivos, tan diferente a este diario donde el encierro, ahí fuera, me recuerda el encierro, aquí dentro, en mi mente que se pasea entre tiempos y recuerdos, que retuerce la memoria, que ejerce una labor arqueológica en busca de una explicación a una imagen o una palabra apenas intuidas, que hurga entre las ruinas de lugares míticos y rehace leyendas y cree a la vez que duda del pasado, mi mente que tiene sus propios límites que no puede salvar, incapaz de elevarse para verlo todo a la distancia justa que enfoque una verdad pura—. Nos acercamos a la torre, v. y yo, los tejados de Novi Sad al otro lado de los puentes. He llegado desde el sur del país, donde ruinas romanas, he paseado por la capital, donde un árbol dentro de un edificio bombardeado, las viejas calles en el centro, la nueva ciudad a las afueras, una oración en una iglesia ortodoxa y un café turco que no dejó poso donde leer mi futuro, he visto pasar los campos de cultivo a través de un tren lento, los caracteres cirílicos en las estaciones de tren, el reflejo Galicia en aquellas tierras cruzadas, he aprendido a decir dobre dan, hvala, jebiga, todo el camino de los últimos días hasta este instante, ante la ciudad norteña y el Danubio, junto a reloj parado, preguntándome por los horrores de hace unos años, por el curso de la historia, de toda la historia, yo ante el Danubio y todo el tiempo que me precede.

Recuerdo la voz de v. cuando los bombardeos, su miedo de aquellos días, la huida de las ciudades hacia zonas seguras, y la entrelazo con la televisión en aquella cocina gallega donde vi las primeras imágenes de la guerra, los edificios agujereados por las balas, los charcos de sangre en el suelo de los mercados, las carreras en la calle para salvar la precisión de un francotirador, los puentes volados, los cadáveres en las cunetas, los cuerpos esqueléticos tras una alambrada. Usaron  un lenguaje bélico, nuestros políticos, nuestros periodistas, desde el inicio de la pandemia: guerra contra un enemigo común, primera línea de batalla, los caídos y los héroes, medicina de guerra —expresión que escondía las muertes en residencias y el colapso de algunos hospitales tras años de recortes. Pero no hemos vivido una guerra como v., no ciudades en ruinas, no bombardeos, no la búsqueda de un refugio, no el racionamiento, no el ruido retardado de un disparo, no la oscuridad, no los cuerpos famélicos en campos de concentración. Nuestra pandemia tiene sus propios horrores, la soledad y el miedo en las ucis de hospitales, de quienes no han podido despedirse, de quienes viven solos, de quienes trabajamos, ahí fuera. No hace falta enmascarar estas semanas con un lenguaje bélico, pienso.


*** 

La aridez de Coetzee, y la desnudez y el dolor y el vagabundeo a través de un territorio yermo, como en Vida y época de Michael K, donde la pérdida de una madre y el esconderse en hoyos y cuevas, donde lo seco en vez de la tierra fresca, donde la ausencia de palabras y la abundancia de gestos y miradas, donde el hacinamiento y la soledad completa, donde una guerra civil que quiere enterar hasta el último hombre. O los tiempos de un imperio sin nombre, en Esperando a los bárbaros, que busca exterminar a los nómadas en sus fronteras, pueblos pacíficos que mercadean con los moradores de la última tierra del imperio y que han de ser exterminados por miedo, porque los imperios sólo saben expandirse y crecer y destruir. O la dualidad mente y cuerpo, en ambos libros, la tortura que hace real al cuerpo, al voluptuosidad y el deseo y las preguntas e incertidumbres que hace real a la mente. O Coetzee como uno de los grandes escritores de los últimos años.



Vadeo a mayor profundidad apartando los juncos con las manos, y siento el cieno entre los dedos de los pies; a cada paso, el agua, que conserva el calor del sol más tiempo que el aire, primero opone resistencia para después ceder. A primera hora de la mañana los pescadores empujan con pértigas sus barcas de fondo plano esta superficie en calma y echan sus redes. ¡Qué manera tan apacible de ganarse la vida! Tal vez debería dejar de mendigar, unirme a ellos en su campamento fuera de muralla, construirme una choza de barro y caña, casarme con una de sus hermosas hijas, darme un banquete cuando la pesca sea abundante y apretarme el cinturón cuando no lo sea.
Con el agua reconfortante hasta las pantorrillas me recreo en esta ilusión. No ignoro lo que significan tales ilusiones, son sueños de convertirme en un salvaje que vive por instinto, de tomar el frío camino de la capital, de dirigirme a tientas hasta las ruinas del desierto, de volver al confinamiento de mi celda, de ir en busca de los bárbaros y ofrecerme a ellos para que me utilicen como quieran. Todos sin excepción son sueños de un final: sueños no de cómo vivir sino de cómo morir. Y sé que cada uno de los habitantes de ese pueblo amurallado que ahora se sume en la oscuridad (oigo los dos lejanos toques de corneta que anuncian el cierre de las puertas) tiene la misma preocupación. ¡Todos salvo los niños! Los niños nunca dudan que los enormes y viejos árboles bajo cuyas sombras juegan permanecerán allí siempre, que un día ellos crecerán para ser fuertes como sus padres, fértiles como sus madres, que vivirán y prosperarán y criarán a sus propios hijos y envejecerán en el lugar donde nacieron. ¿Por qué no podemos vivir en el tiempo como el pez en el agua, como el pájaro en el aire, como los niños? ¡Los Imperios tienen la culpa! Los Imperios han creado el tiempo de la historia. Los Imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los Imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia. La inteligencia oculta de los Imperios sólo tiene una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. De día persiguen a sus enemigos. Son taimados e implacables, envían a sus sabuesos por doquier. De noche se alimentan de imágenes de desastre: saqueo de ciudades, aniquilamiento de poblaciones, pirámides de huesos, hectáreas de desolación. Una visión demencial pero virulenta: yo, mientras camino por el lodo, no estoy menos contagiado por ella que el leal Coronel Joll cuando sigue la pista de los enemigos del Imperio a través del interminable desierto con la espada desenvainada para degollar a un bárbaro tras otro, hasta que por fin encuentre y mate a aquel cuyo destino debería ser (o si no el suyo, el de su hijo o el de su nieto no nacido) trepar por la puerta de bronce del Palacio de Verano y derribar la esfera coronada por el tigre rampante que simboliza la dominación eterna, mientras sus compañeros desde abajo le aclaman y disparan al aire sus mosquetes.
J. M. Coetzee. Esperando a los bárbaros. Traducción Concha Marella y Luis Martínez Victorio. Debolsillo.

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