Hay tal quietud, fuera de la ventana, que todo está
despojado de tiempo. Allí donde miro, la vida estática. Hay días donde esta
quietud que abole el tiempo me abruma, es una extinción de los parámetros que
me son reconocibles. Busco el cambio en la luz de los amaneceres y atardeceres
como medida de tiempo, o en la niebla en la mañana y la lluvia ocasional y el
vuelo de los patos para desprenderme de esa quietud cuando obsesiva y
angustiosa.
La quietud de estos días de semana santa, el cielo azul,
alto y sin nubes, la ausencia de viento que mueva la hierba o las hojas de los
árboles, sin ruido de motores o conversaciones, sólo el rumor lejano de algo
indefinido, me hace pensar en la vista tras la ventana como en una fotografía
sin señales, memoria o recuerdos impresos, una imagen de tal pureza que está
desvestida de cualquier significado previo. Un espacio en blanco. O un camino
que no lleva a ningún sitio.
Antes de los nombres, las herramientas eran madera, hierro y
acero sobre un banco de carpintero. Y había pequeñas pirámides de serrín y
virutas en el suelo del taller, y chispas que saltaban hacia el techo cuando el
hierro sobre la muela. Y las marcas a lápiz sobre los tablones: cruces,
números, rayas y ángulos. Y el barniz que iluminaba y resplandecía sobre la
superficie de la madera. Luego llegaron los nombres, gramil, cepillo, nivel,
gillame, para definir el mundo hermético del taller: primero las formas, luego las palabras para darles un
lenguaje y atarlas a un significado, después el ostracismo y el olvido —herramientas y nombres
hoy polvorientos, uno de esos mundos que se desintegran poco a poco en un
fundido encadenado para dar paso a algo nuevo—.
Mi padre y mi abuelo construían arados y yugos y carros y
mangos para guadañas y horcas en el taller bajo el hórreo, construían armarios,
cabeceros de camas y alacenas en las
casas de las aldeas del valle. Hace años, en una de aquellas casas, un armario
de madera oscura. Toqué su superficie, y fue como tocar varios tiempos en un
punto, unir mis huellas a las suyas. Cincuenta y dos días tardaron en
terminarlo, dijo mi padre. Aquellos objetos que salían del banco en el taller
bajo el hórreo y mi padre, con un cigarrillo en su mano y el humo blanco
envolviendo su cara, lleno de un tiempo sin temblores, su figura en sombra
junto a la ventana prefigurando la imagen de un dios mítico, pausaba su mirada
antes de cada movimiento, de cada golpe de martillo, de cada labrado de una
pieza, porque la madera se labraba como la tierra, y como la tierra se roturaba
y se daba forma. Dotaban de tiempo, mi padre, mi abuelo, a aquellos objetos.
Consigo remontarme en el tiempo hasta los recuerdos de mi
padre sobre su abuelo, cuando le hablaba de sus años en Argentina en aquella
misma cocina donde mi abuelo me describía emboscadas y hospitales de campaña y
convocaba a sus compañeros muertos en una guerra visible —hoy el lenguaje bélico
de nuestros políticos retrata una no-guerra y un enemigo invisible y
microscópico y se sirven de él para desviar la mirada de su centro, los signos que
no vimos delante de nosotros—.
No puedo remontarme más allá de esos recuerdos inexactos de mi padre niño: el
tiempo se inició en el fuego de esa cocina, la llama lo extendió hacia el
ahora, a esta quietud que amenaza con apagarlo y abolirlo. Todo lo anterior a
ese fulgor inaugural, las conquistas de nuevos territorios, la invención de
fronteras, las preguntas sobre el mundo circundante y la realidad del universo,
la coexistencia con dioses, titanes y estrellas, los primeros campos sembrados,
la primitiva tecnología de piedra y madera, la creación del lenguaje, es el
mito del tiempo, hoy, en esta quietud fotográfica.
Hace años mi padre me regaló un gillame que él mismo elaboró
tiempo atrás. También varios cepillos. Recuerdo —vuelvo a pasar por el corazón— el sonido deslizante de un cepillo sobre la madera. Era
como un relámpago repentino. Mi padre se encorvaba sobre el banco, cerraba un
ojo para apreciar las líneas rectas o curvas, dibujaba nuevas marcas a lápiz,
expulsaba el humo de un ducados que salía por la ventana hacia el camino entre
los campos de hierba y el tañido de las campanadas entre el crujir de los
grillos, y rebajaba la madera hasta encontrar la forma que debía tener,
prefigurada ya en el roble o en el castaño o en el eucalipto antes de su tala.
Ser testigo de aquella perfección enraizó en mí, incapaz de acometer cualquier
gesto si no me veía capaz de alcanzar una pureza última, de madera labrada.
Siento, hoy, que en aquel taller mi padre despojaba de lo superficial a la
materia, labraba la madera hasta llegar a su esencia, como los dioses en
nuestros mitos modelaban tierra, barro, agua y fuego hasta el hombre
—escribir, en cierta manera,
también es labrar sobre una hoja hasta que aparezca el universo que se ocultaba
en su blancura, también es roturar la tierra del corazón para que germinen
aquellas palabras que debían figurar en esa hoja
—las palabras como surcos negros
sobre camino blanco
Vuelvo
a la quietud fotográfica del paisaje tras la ventana. La ausencia de
movimiento en los coches aparcados, los árboles junto al río, los edificios de
ladrillo rojo más allá del puente me hace pensar en la inexistencia del tiempo.
Mis libros, que se apilan en estanterías hechas por mi padre y que guardan,
entre otras cosas, el reloj de bolsillo de mi abuelo detenido a las ocho y
siete minutos, me
recuerdan que ocupan un espacio y persisten en el tiempo, y que, quizás,
alguna vez podamos sentir el tiempo como cuando hoy abrimos un libro por
cualquiera de sus páginas.
***
Lo cotidiano como
centro, y la transformación del amor en hastío, desesperanza, compasión, y la
arqueología memorística, donde ver los propios recuerdos con distancia y
encontrar aquellos momentos en apariencia sencillos que cambiaron una vida
entera y sentir que toda esa memoria, todos esos recuerdos, tienen una gran
parte de mito, y el valor de lo ordinario, y la incertidumbre ante quiénes
somos y los instantes donde la calma el aprendizaje la nostalgia
¿Por qué recuerda
ahora aquel momento? Se ve, muy joven aún, contemplando por la ventana a la
anciana que toca el piano. La habitación en penumbra, con sus vigas y su
chimenea demasiado grandes y los solitarios sillones de cuero. La música del
piano, estrepitosa, vacilante, persistente. Trudy lo recuerda con claridad, y
tiene la impresión de encontrarse fuera de su cuerpo, dolorido entonces por los
punzantes placeres del amor. Se encontraba fuera de su felicidad, envuelta en
una marea de tristeza. Y la mañana que se marchó Dan ocurrió lo contrario.
Entonces se vio fuera de su propia infelicidad, envuelta en una marea que, sin
ninguna lógica, parecía amor. Pero en realidad era lo mismo, una vez que
estabas fuera. ¿Qué son esas ocasiones que descuellan, fragmentos claros de la
vida, qué relación guardan con ella? No son exactamente promesas. Espacios para
respirar. ¿Nada más?
Alice Munro. El progreso del
amor. Traducción Flora Casas. Debolsillo.
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