Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 3 de junio de 2020

+07. Hamsun


¿Duermes? Es la voz de mi madre al teléfono. Me llama al mediodía, una de las constantes de este confinamiento junto a la búsqueda de otras ventanas iluminadas en las madrugadas desveladas, los quince minutos de noticias en la mañana, sólo quince para no caer en un relato frío de esta pandemia, el tiempo reconvertido en un espacio estanco, el café de media tarde mientras fuera el canto de Orfeo, la fragilidad y la incertidumbre camino del pabellón. Me pregunta por la noche en el trabajo, si estoy bien, si respiro bien. Noto toda una vida en su voz de niño la pujanza y la certeza y la risa y la luz de su nombre, hoy, el temblor y la duda, hoy la inseguridad por su sordera. Y, a veces, el viejo resplandor de quien fue en mi infancia, cuando su mano en la mía y los besos antes de dormir que borraba con la manga del pijama y la risa jovial y alta y los recuerdos de su madre en aquella posguerra donde hambre y miseria y que ella transformaba en dolor y dulzura. Intento preguntarle qué tal está ella, si hace algo por pasar el día, pero no me responde, no sé si no me escucha o se hace la gallega. Con cinco años me operaron del apéndice, todo aquel camino en camilla de la habitación al quirófano, la negrura repentina, la pregunta de mi madre, al abrir los ojos, si sabía quién era. Respondí, mamá. Hoy, cuando no me contesta, creo que aquel momento fijó nuestra relación, ella mamá por siempre, yo el hijo tras la operación, su preocupación y mi fidelidad. Y me gustaría subvertir los papeles, yo el que acompaña, ella la que se deja llevar de la mano. Por una vez. Pregunto sobre sus días, sus emociones y de vuelta las mismas preguntas sobre mis días, mis emociones. Hasta que suspiro y respondo, todo bien, poco trabajo, duermo a ratos, tres horas de noche y tres por el día, e. está en la oficina, mientras me pregunto si ser padre es olvidarse por completo de uno mismo.
Este sueño no me pertenece. Mi madre se acerca a la ponte de b. Vuelve a ser niña. Baja por el camino de roderas y raíces. Ve a su madre al otro lado de la ponte, su figura negra, negro el pañuelo en la cabeza, negro el mantel sobre el vestido negro. Ella corre, se detiene en mitad de la ponte y espera. Y el sueño es esa espera de una madre que nunca llega a aparecer. Es un sueño recurrente, el de mi madre. Este recuerdo no me pertenece. Mi madre con ocho años. Ve a su madre acostada en la cama. No sabe que acaba de morir. Está tumbada para el rosario y el velatorio en la noche. Cree que duerme. Su madre. Y se acuesta a su lado y la abraza. Lo recuerda, mi madre, con una luz inesperada bajo la cual imagino todo el dolor y el abandono en su pérdida de niña. Creía que dormía, nos dice siempre. Hay una foto de su madre en la habitación de mis padres. Su rostro sin tiempo. No avejentado. No marchito. No. Sin tiempo. Como todas las madres de aquellas aldeas gallegas, el rostro y el cuerpo de luto y la ropa sin color de mi abuela. Estos recuerdos me pertenecen. El pelo corto y blanco de mi abuela paterna bajo su pañuelo negro. Sus tardes sentada en la entrada de casa, bajo la luz y las sombras de la parra, las manos en el regazo, la mirada en el camino de roderas, hierba y piedra, en silencio, esperando o recordando o pensado en el peso de toda una vida detrás de ella, dentro de ella especulo. Su silencio, siempre su silencio en las tardes, denso y concentrado y estupefacto, roto por su risa cuando nos veía jugar y le caía la pelota de badmington en la cabeza o, ya en la cocina, recordaba lo lambón de mi padre, tres años y aún pedía teta. Su figura alargada, negra, triste, una quijote de palabras parcas, de sueños y deseos y locuras desconocidos, la ausencia de color en las mujeres de aquella tierra, a lo largo del tiempo, testigos de la muerte y el dolor y la pérdida, mujeres convertidas en sombras que esperan y recuerdan y se desvanecen, en silencio, sombras que quiero conservar en la extraña maquinaria de mi pecho porque una parte de mí nace en ellas, porque una parte de mí son ellas.
Mi madre se despide hasta mañana. Y mañana me hará las mismas preguntas, desoirá las mías, me hablará de los desvelos de mi padre en la noche por su pie diabético y del tedio de los días, me dirá que me cuide, seguirá en su papel de mamá ante el hijo que despierta de una operación.


(coda) Leo.













***

Es un vagabundo entre bosques, caminos de roderas y montes, un trotamundos que busca en la naturaleza aquello que se pierde en la ciudad, una forma de acercarse a una verdad pura y diáfana, a una realidad sin contaminar, a otro ser humano sin rapidez ni prejuicios. Es un hombre sensible que deambula entre la alegría por los cambios en la luz entre los árboles y la melancolía en su corazón, que alberga la sensualidad de la naturaleza y el peso del tiempo. Es un escritor en continua reflexión sobre la vida.


Vivo día y noche en una cabaña de barro abandonada, y tengo que entrar en ella a gatas. Probablemente alguien la debió de construir hace mucho tiempo como refugio y permaneció escondido aquí durante varios días de otoño. Habitamos dos la cabaña; pero si no cuento a Madame como persona, soy yo el único habitante. Madame es una rata con la cual vivo; le he dado este nombre para honrarla lo más posible. Se come todo lo que dejo en los rincones, y a veces se alza sobre sus patas traseras y me mira.
Al principio había heno seco en la cabaña, que amablemente regalé a Madame. Y para mi lecho utilicé blandas ramas de pino, como se debe hacer. Poseo un hacha, una sierra y algunos cacharros necesarios. Tengo también un saco de dormir, hecho con piel de oveja forrado con lana. Mantengo el fuego durante toda la noche; mi chaqueta, que está colgada cerca, huele por la mañana a resina. Cuando quiero hacer café, salgo fuera, lleno el caldero de nieve y lo cuelgo sobre el fuego; así me proporciono el agua.
«¿Pero es vida eso?».
Te has expresado mal. Ésta es una vida que tú no puedes comprender. Tú tienes tu casa en la ciudad, sí, y la tienes adornada con figuras, y cuadros, y libros; pero además tienes mujer, y criadas, y mil gastos. Cuando velas y cuando duermes estás preocupado con estas cosas, y nunca estás tranquilo. Aquí estoy tranquilo. Quédate tú con los bienes espirituales, los libros, el arte y los periódicos. Quédate también con el café y con el whisky, que por cierto siempre me hace daño. Yo ando a través de los bosques y me va bien. Si me haces preguntas espirituales y quieres confundirme, te contestaré que Dios es el origen y que los hombres sólo son puntitos y fibras del universo. Tú tampoco sabes nada. Pero, si te obstinas y me preguntas qué es la eternidad, te contestaré, puesto que también he llegado a la misma conclusión que tú, que la eternidad no es más que tiempo aún no creado; nada más, tiempo aún no creado.
Knut Hamsun. La última alegría (en Trilogía del vagabundo). Traducción de Luis Molins. Debolsillo.

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