¿Duermes? Es la
voz de mi madre al teléfono. Me llama al mediodía, una de las constantes de
este confinamiento —junto a la búsqueda de otras ventanas iluminadas en las madrugadas desveladas,
los quince minutos de noticias en la mañana, sólo quince para no caer en un
relato frío de esta pandemia, el tiempo reconvertido en un espacio estanco, el
café de media tarde mientras fuera el canto de Orfeo, la fragilidad y la
incertidumbre camino del pabellón. Me pregunta por la noche en el trabajo, si
estoy bien, si respiro bien. Noto toda una vida en su voz —de niño la pujanza y la
certeza y la risa y la luz de su nombre, hoy, el temblor y la duda, hoy la
inseguridad por su sordera. Y, a veces, el viejo resplandor de quien fue en mi
infancia, cuando su mano en la mía y los besos antes de dormir que borraba con
la manga del pijama y la risa jovial y alta y los recuerdos de su madre en
aquella posguerra donde hambre y miseria y que ella transformaba en dolor y
dulzura—. Intento
preguntarle qué tal está ella, si hace algo por pasar el día, pero no me
responde, no sé si no me escucha o se hace la gallega. Con cinco años me
operaron del apéndice, todo aquel camino en camilla de la habitación al
quirófano, la negrura repentina, la pregunta de mi madre, al abrir los ojos, si
sabía quién era. Respondí, mamá. Hoy,
cuando no me contesta, creo que aquel momento fijó nuestra relación, ella mamá por siempre, yo el hijo tras la
operación, su preocupación y mi fidelidad. Y me gustaría subvertir los papeles,
yo el que acompaña, ella la que se deja llevar de la mano. Por una vez.
Pregunto sobre sus días, sus emociones y de vuelta las mismas preguntas sobre
mis días, mis emociones. Hasta que suspiro y respondo, todo bien, poco trabajo,
duermo a ratos, tres horas de noche y tres por el día, e. está en la oficina,
mientras me pregunto si ser padre es olvidarse por completo de uno mismo.
Este sueño no me pertenece. Mi madre se acerca a la ponte de
b. Vuelve a ser niña. Baja por el camino de roderas y raíces. Ve a su madre al
otro lado de la ponte, su figura negra, negro el pañuelo en la cabeza, negro el
mantel sobre el vestido negro. Ella corre, se detiene en mitad de la ponte y
espera. Y el sueño es esa espera de una madre que nunca llega a aparecer. Es un
sueño recurrente, el de mi madre. Este recuerdo no me pertenece. Mi madre con
ocho años. Ve a su madre acostada en la cama. No sabe que acaba de morir. Está
tumbada para el rosario y el velatorio en la noche. Cree que duerme. Su madre.
Y se acuesta a su lado y la abraza. Lo recuerda, mi madre, con una luz
inesperada bajo la cual imagino todo el dolor y el abandono en su pérdida de
niña. Creía que dormía, nos dice
siempre. Hay una foto de su madre en la habitación de mis padres. Su rostro sin
tiempo. No avejentado. No marchito. No. Sin tiempo. Como todas las madres de
aquellas aldeas gallegas, el rostro y el cuerpo de luto y la ropa sin color de
mi abuela. Estos recuerdos me pertenecen. El pelo corto y blanco de mi abuela
paterna bajo su pañuelo negro. Sus tardes sentada en la entrada de casa, bajo
la luz y las sombras de la parra, las manos en el regazo, la mirada en el
camino de roderas, hierba y piedra, en silencio, esperando o recordando o
pensado en el peso de toda una vida detrás de ella, dentro de ella —especulo. Su silencio,
siempre su silencio en las tardes, denso y concentrado y estupefacto, roto por
su risa cuando nos veía jugar y le caía la pelota de badmington en la cabeza o, ya en la cocina, recordaba lo lambón de
mi padre, tres años y aún pedía teta. Su figura alargada, negra, triste, una
quijote de palabras parcas, de sueños y deseos y locuras desconocidos, la
ausencia de color en las mujeres de aquella tierra, a lo largo del tiempo,
testigos de la muerte y el dolor y la pérdida, mujeres convertidas en sombras
que esperan y recuerdan y se desvanecen, en silencio, sombras que quiero
conservar en la extraña maquinaria de mi pecho porque una parte de mí nace en
ellas, porque una parte de mí son ellas.
Mi madre se despide hasta mañana. Y mañana me hará las
mismas preguntas, desoirá las mías, me hablará de los desvelos de mi padre en
la noche por su pie diabético y del tedio de los días, me dirá que me cuide,
seguirá en su papel de mamá ante el
hijo que despierta de una operación.
(coda) Leo.
***
Es un vagabundo entre bosques, caminos de roderas y montes,
un trotamundos que busca en la naturaleza aquello que se pierde en la ciudad,
una forma de acercarse a una verdad pura y diáfana, a una realidad sin
contaminar, a otro ser humano sin rapidez ni prejuicios. Es un hombre sensible
que deambula entre la alegría por los cambios en la luz entre los árboles y la
melancolía en su corazón, que alberga la sensualidad de la naturaleza y el peso
del tiempo. Es un escritor en continua reflexión sobre la vida.
Vivo día y noche en una cabaña de barro abandonada, y tengo
que entrar en ella a gatas. Probablemente alguien la debió de construir hace
mucho tiempo como refugio y permaneció escondido aquí durante varios días de
otoño. Habitamos dos la cabaña; pero si no cuento a Madame como persona, soy yo el único habitante. Madame es una rata con la cual vivo; le
he dado este nombre para honrarla lo más posible. Se come todo lo que dejo en
los rincones, y a veces se alza sobre sus patas traseras y me mira.
Al principio había heno seco en la cabaña, que amablemente
regalé a Madame. Y para mi lecho
utilicé blandas ramas de pino, como se debe hacer. Poseo un hacha, una sierra y
algunos cacharros necesarios. Tengo también un saco de dormir, hecho con piel
de oveja forrado con lana. Mantengo el fuego durante toda la noche; mi
chaqueta, que está colgada cerca, huele por la mañana a resina. Cuando quiero
hacer café, salgo fuera, lleno el caldero de nieve y lo cuelgo sobre el fuego;
así me proporciono el agua.
«¿Pero es vida eso?».
Te has expresado mal. Ésta es una vida que tú no puedes
comprender. Tú tienes tu casa en la ciudad, sí, y la tienes adornada con
figuras, y cuadros, y libros; pero además tienes mujer, y criadas, y mil
gastos. Cuando velas y cuando duermes estás preocupado con estas cosas, y nunca
estás tranquilo. Aquí estoy tranquilo. Quédate tú con los bienes espirituales,
los libros, el arte y los periódicos. Quédate también con el café y con el
whisky, que por cierto siempre me hace daño. Yo ando a través de los bosques y
me va bien. Si me haces preguntas espirituales y quieres confundirme, te
contestaré que Dios es el origen y que los hombres sólo son puntitos y fibras
del universo. Tú tampoco sabes nada. Pero, si te obstinas y me preguntas qué es
la eternidad, te contestaré, puesto que también he llegado a la misma
conclusión que tú, que la eternidad no es más que tiempo aún no creado; nada
más, tiempo aún no creado.
Knut Hamsun. La
última alegría (en Trilogía del vagabundo). Traducción de Luis Molins.
Debolsillo.
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