El vacío irrumpe en las ciudades, desde el centro hasta sus
límites. Son hipnóticas las imágenes donde sólo las sombras de los edificios se
mueven entre las avenidas y las calles en las que un par de meses atrás la
urgencia el dominio los proyectos el mañana. El paso de un coche o una figura
humana o las luces de una ambulancia sólo consiguen aumentar la sensación de
soledad y vacío y tiempo inmovilizado y vida evaporada y final de civilización.
No consigo dejar de mirar y acercarme a ese vacío en las calles —todas esas azoteas
rojizas, todas esas torres de cristal hacia el cielo, todos los monumentos y
museos desiertos, todo reducido a una estepa cerrada e inescrutable— porque no puedo
imaginar el silencio y la quietud en una gran ciudad.
Hace años subí al mirador en mitad de un monte que de noche
parecía temible, un macizo oscuro capaz de tragarnos cuando la tierra temblaba
en el norte argentino —y
tembló dos veces. Quería ver la ciudad donde vivía en aquel entonces desde
fuera, no desde su interior, para ser consciente de su entidad, de su materia,
una mirada hacia el todo. Las luces de la ciudad se extendían en la llanura
docenas de kilómetros hasta que eran absorbidas por un abismo negro, aquellas
luces geométricas de cuadras, plazas y pasajes como ríos de estrellas. Era
inabarcable, aquella ciudad, y me sentí por primera vez como el lejano pionero
estelar que imaginaba viajando solo, en busca de un nuevo mundo a través de la
Vía láctea, cuando el camino blanco. De entre tantas luces, de entre tantos
mundos, cuál elegir, qué se esconde en su interior, cuántas vidas y cuántas
muertes en ese instante donde yo apoyado en el mirador.
Entré en aquella negrura tras los límites de la ciudad, días
más tarde. Y allí, donde pensé nada nadie y el silencio, un puñado de casas de
ladrillo rojo y grandes patios donde hacer asados, casas que las familias
construían y elevaban poco a poco de la tierra, que iluminaban con la tenue luz
de una bombilla, que eran la avanzadilla de la ciudad, porque en unos meses un
trozo de camino asfaltado y algunas farolas y los primeros comercios, quioscos
y colmados y fruterías al aire libre y la antigua luz tenue de las bombillas
convertida en estrellas que no mueren. Aquella primera oscuridad donde la
negrura de las casas y la dura tierra del camino y la hierba de los solares,
aquella primera oscuridad que olía a los campos de caña de azúcar que traían
una nieve negra sobre nuestras cabezas, aquella primera oscuridad, antes de la
blancura cegadora de la luz, donde g. y yo, de regreso a la casa de ladrillo
rojo, nos deteníamos en mitad del abismo negro que vi desde el mirador y nos
besábamos en silencio y sentía su cuerpo —voluptuoso, abarcador—, libre y destensado.
—todas las capas de
tiempo que tenemos encima. Recuerdo la pistola desmontada sobre la mesa de la
casa de ladrillo rojo y las balas fuera del cargador. r. limpiaba y engrasaba
cada parte de aquella pistola comprada en el mercado negro, su mirada
concienzuda, el silencio en sus ojos azules y brutales. Me hizo un gesto para
que me acercara y me enseñó a meter las balas en el cargador, la dureza de
aquellas balas entre mis dedos, la dificultad en insertar cada una de ellas. r.
sonreía. Había tomado la educación de sus hijos como una instrucción militar,
repartía ordenes, trabajos, decía al este o al norte de la avenida x para dar
indicaciones, hacia una lista en pequeños papeles con las tareas del día
siguiente que iba tachando poco a poco y decía que, cada día, era una lucha
contra el tiempo, el juego de acabar las tareas unos minutos antes que el día
anterior. Salíamos en su coche por aquellas casas de la primera oscuridad, su mano
derecha aferraba la pistola sobre el muslo mientras conducía y nos acercábamos
a las vías de tren donde chabolas y bidones de humo y la guardaba en la
guantera cuando la luz de la ciudad, su mirada vigilante y fría y salvaje.
Aquella pistola negra, la dureza de aquellas balas, mi dificultad para
encajarlas en el cargador destrozaron una antigua imagen cinematográfica. Hoy
veo a r. como un hombre en busca de contención y amor, de alguien que le diga
todo esto pasará y le recuerde su humanidad
—hacía pistolas con un juguete
que llamábamos la culebra, piezas movibles que podían convertirse en círculos,
casas, letras, siluetas de perros. Yo formaba una pistola rudimentaria y
repetía las imágenes de los westerns
en blanco y negro de mi infancia donde diligencias desiertos y la caballería.
Imitaba el sonido de los disparos, me hacía el muerto, la mano en el pecho, la
caída a cámara lenta sobre el suelo, los ojos cerrados el albor de una muerte
fingida, la pistola blanca y verde y roja aferrada en mi mano, la idea heroica
de un niño y la realidad años más tarde donde el miedo y el asombro ante el
poder de un objeto apenas más grande que mi mano
—me sentaba en una cafetería en
el centro de la ciudad geométrica. Desde la ventana, la casa de gobierno y la
galería española y un pequeño parque con lapachos. En las calles, las raíces de
los naranjos rompían las aceras y las naranjas maduras se pudrían en los
bordillos. Vi, mientras tomaba cafés aguados tan parecidos a los de aquella
cocina gallega donde el tiempo se detuvo, sulkis arrastrados por caballos
cansados y gauchos entre el tráfico con bombachas, sombreros de ala ancha,
chalecos y botas, el pasado sumergido brutalmente en el presente; vi
manifestaciones de pensionistas y piqueteros que explotaban petardos y se
movían entre una extraña neblina; vi vendedores ambulantes de milanesas y
tamales y humitas, tipos de caras hoscas y melancólicas que no tenían
palabras porque sus palabras eran sus gestos y sus manos y la mirada lejos; vi
a la reina de los pobres, un ejército de niños a su cargo que entraba en las
cafeterías y bares y restaurantes, niños ennegrecidos con estampitas de San
Expedito que dejaban en las esquinas de la mesas y salían con un puñado de
centavos y pesos que entregaba a su reina dickensiana
—me adueño del tiempo y lo cruzo
en forma de U, como cuando corro por esta casa de sombras alargadas en las
paredes, el tiempo como espacio que atravesar
—me adueño del tiempo y lo convierto en objeto, un libro que
abrir al azar y unir páginas y fragmentos de manera aleatoria y así los muertos
reviven y los amores desaparecen y las balas regresan a las pistolas y desando
caminos y atisbo el futuro
—me adueño del tiempo porque es
estático en este confinamiento donde el vacío irrumpe en las ciudades,
—porque no quiero que ese vacío
se adueñe de mi pecho y lo convierta en calles y avenidas y puertas cerradas
(coda)
Leo.
***
Masas y multitudes, una imagen de antes de, que se agolpan
ante un estadio para un partido de beisbol o bodas masivas, que se mueven a
una, como bandadas de estorninos, que se confunden en un todo tan abarcador
como inconexo, hombres y mujeres que miran hacia los límites de la formación
con incredulidad y sentido de pertenencia y terror. El desierto como impulso y
como soledad y espectro de uno mismo. La fotografía o los fotogramas de una
película como realidad fijada que convierte en ficción el tiempo fuera de la
imagen. Nuestros gestos, rituales —cada
uno de ellos. Y nuestros nuevos terrores, la tecnología, la masificación, los
deshechos, y nuestros viejos terrores, la bomba nuclear, la violencia. Y el
arte que reconvierte bombarderos en grandes murales y ralentiza películas hasta
el paroxismo. Y las matemáticas y los significados ocultos en las jugadas y la
guerra en un partido de rugby. DeLillo y la reconstrucción de nuestro tiempo.
—Quieto, ahora. No se mueva.
Me gusta como está.
—¿Ve? Lo que quiera, y yo me
apresuro a hacerlo.
—Haber tocado a Bill Gray…
—¿Se da cuenta de lo íntimo
que resulta lo que estamos haciendo?
—Le garantizo que lo incluiré
en mis memorias. Y, dicho sea de paso, no tiene aspecto de payaso.
—Aquí estamos, en una
habitación, inmersos en este misterioso intercambio. ¿Qué estoy cediendo ante
usted? ¿Y de qué me está invistiendo usted, o qué está arrebatándome? ¿De qué
modo me está cambiando? Puedo sentir el cambio como una corriente que fluyera
bajo la piel. ¿Acaso me va asimilando a medida que trabaja? ¿Estoy realizando
una parodia de mí mismo? Y, en cualquier caso, ¿desde cuándo fotografían las
mujeres a los hombres?
—Lo comprobaré cuando regrese
a casa.
—Parece que nos llevamos muy
bien.
—Sí, ahora que hemos cambiado
de tema.
—Estoy perdiendo una mañana
entera de trabajo sin el menor remordimiento.
—No es eso lo único que está
perdiendo. No olvide que desde el momento en que aparezca su imagen todos esperarán
que muestre usted el mismo aspecto que tiene en ella. Y, cada vez que se
encuentre con alguien, la gente no dudará en disputarle su derecho a resultar
distinto a como es en la fotografía.
—Me he convertido en el
material de alguien. En el suyo, Brita. Está la vida y está el objeto de
consumo. Todo cuanto nos rodea tiende a canalizar nuestras vidas hacia una
realidad final impresa o filmada. Dos enamorados discuten en el asiento trasero
de un taxi y surge una pregunta implícita en el acontecimiento. ¿Quién
escribirá el libro y quién representará a los protagonistas en la película?
Todo reclama su propia versión ensalzada. O, por ponerlo de otro modo: nada
ocurre hasta que no es consumido. O, de otro modo: la naturaleza ha cedido ante
el aura. Un hombre se corta al afeitarse y contratamos a alguien para que
escriba la biografía del corte. En la vida, todo el material resulta canalizado
hacia el aura. Aquí estoy yo, en su lente, y ya me veo distinto. Duplicado o
reducido.
—Y también puede pensar en sí
mismo de modo diferente. Resulta interesante las profundidades a las que nos
traslada una fotografía. Podemos ver algo que pensábamos que manteníamos
oculto. O algún aspecto perteneciente a nuestra madre, nuestro padre o nuestros
hijos. Uno toma una instantánea y ve su rostro en la semipenumbra, pero en
realidad se trata de su padre que le devuelve la mirada.
—Lo que usted hace es preparar
el cadáver.
—Papel y productos químicos,
eso es todo.
—Colorear mis mejillas.
Maquillando mis manos y mis labios. Pero cuando haya muerto realmente, todos
pensarán que sigo vivo en su fotografía.
—El año pasado, en Chile,
conocí a un editor al que habían encarcelado después de que su revista
publicara diversas caricaturas del general Pinochet. Se le acusaba de asesinar
la imagen del general.
—Suena perfectamente
razonable.
—¿Está perdiendo el interés?
Lo digo porque a veces no me doy cuenta de que me estoy apropiando de una
sesión. Llegado cierto punto, me vuelvo sumamente posesiva. Resulto amable y
simpática en lo que respecta a la superficie de la operación pero el núcleo, el
marco, son míos.
—Creo que necesito estas
fotografías más que usted. Para derribar el monolito que he construido. Me da
miedo ir a cualquier sitio, incluso al cafetucho del cruce más cercano.
Continúo convencido de que se acercan los rastreadores con sus teléfonos
móviles y sus teleobjetivos. Cuando uno elige esta vida, comprende lo que
representa vivir en un permanente estado de disciplina religiosa. No existen
soluciones a medias. Todos los movimientos que realizamos son rituales. Todo
cuanto hacemos que no se halle directamente centrado sobre el trabajo gira en
torno al ocultamiento, la reclusión, los modos de evasión. Scott elabora las
rutas de los sencillos viajes que realizo de cuando en cuando, cuando tengo que
ir al médico, por ejemplo. Existen procedimientos que es necesario seguir cada
vez que alguien viene a la casa. Obreros, repartidores. Se trata de un modo de
vida irracional, pero dotado de una poderosa lógica interior. Como el modo en
que la religión se apodera de una vida. El modo en que una enfermedad se
apodera de una vida. Existe una fuerza totalmente independiente de mi elección
consciente. Una fuerza irritable y rencorosa. Quizá se debe a que no quiero
sentir lo que sienten otros. Poseo mi propia cosmología del dolor. Déjenme solo
con ella. No me miren, no me pidan que les firme ejemplares de mis libros, no
me señalen con el dedo por la calle, no se arrastren hasta mí con una grabadora
sujeta al cinturón. Sobre todo, no me hagan fotografías. He pagado un precio
terrible por este maldito aislamiento. Y ya estoy harto de él.
Hablaba en voz baja, desviando
la mirada. Daba la impresión de que aprendía todo aquello por primera vez, de
que por fin lograba escucharlo. Qué extraño resultaba todo. No lograba
comprender cómo nada de todo ello había sucedido, cómo un joven inexperto y
desconfiado frente a los mecanismos de deslumbramiento y distorsión, celoso de
su trabajo y sumamente tímido y autorromantizante, podía verse tantos años
después atrapado en su propia y colosal inmovilidad.
Don DeLillo. Mao II. Traducción de Gian Castelli. Austral.
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