Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 5 de junio de 2020

+09. DeLillo

El vacío irrumpe en las ciudades, desde el centro hasta sus límites. Son hipnóticas las imágenes donde sólo las sombras de los edificios se mueven entre las avenidas y las calles en las que un par de meses atrás la urgencia el dominio los proyectos el mañana. El paso de un coche o una figura humana o las luces de una ambulancia sólo consiguen aumentar la sensación de soledad y vacío y tiempo inmovilizado y vida evaporada y final de civilización. No consigo dejar de mirar y acercarme a ese vacío en las calles todas esas azoteas rojizas, todas esas torres de cristal hacia el cielo, todos los monumentos y museos desiertos, todo reducido a una estepa cerrada e inescrutableporque no puedo imaginar el silencio y la quietud en una gran ciudad.

Hace años subí al mirador en mitad de un monte que de noche parecía temible, un macizo oscuro capaz de tragarnos cuando la tierra temblaba en el norte argentino y tembló dos veces. Quería ver la ciudad donde vivía en aquel entonces desde fuera, no desde su interior, para ser consciente de su entidad, de su materia, una mirada hacia el todo. Las luces de la ciudad se extendían en la llanura docenas de kilómetros hasta que eran absorbidas por un abismo negro, aquellas luces geométricas de cuadras, plazas y pasajes como ríos de estrellas. Era inabarcable, aquella ciudad, y me sentí por primera vez como el lejano pionero estelar que imaginaba viajando solo, en busca de un nuevo mundo a través de la Vía láctea, cuando el camino blanco. De entre tantas luces, de entre tantos mundos, cuál elegir, qué se esconde en su interior, cuántas vidas y cuántas muertes en ese instante donde yo apoyado en el mirador.
Entré en aquella negrura tras los límites de la ciudad, días más tarde. Y allí, donde pensé nada nadie y el silencio, un puñado de casas de ladrillo rojo y grandes patios donde hacer asados, casas que las familias construían y elevaban poco a poco de la tierra, que iluminaban con la tenue luz de una bombilla, que eran la avanzadilla de la ciudad, porque en unos meses un trozo de camino asfaltado y algunas farolas y los primeros comercios, quioscos y colmados y fruterías al aire libre y la antigua luz tenue de las bombillas convertida en estrellas que no mueren. Aquella primera oscuridad donde la negrura de las casas y la dura tierra del camino y la hierba de los solares, aquella primera oscuridad que olía a los campos de caña de azúcar que traían una nieve negra sobre nuestras cabezas, aquella primera oscuridad, antes de la blancura cegadora de la luz, donde g. y yo, de regreso a la casa de ladrillo rojo, nos deteníamos en mitad del abismo negro que vi desde el mirador y nos besábamos en silencio y sentía su cuerpo voluptuoso, abarcador, libre y destensado.
                                                      
                                           todas las capas de tiempo que tenemos encima. Recuerdo la pistola desmontada sobre la mesa de la casa de ladrillo rojo y las balas fuera del cargador. r. limpiaba y engrasaba cada parte de aquella pistola comprada en el mercado negro, su mirada concienzuda, el silencio en sus ojos azules y brutales. Me hizo un gesto para que me acercara y me enseñó a meter las balas en el cargador, la dureza de aquellas balas entre mis dedos, la dificultad en insertar cada una de ellas. r. sonreía. Había tomado la educación de sus hijos como una instrucción militar, repartía ordenes, trabajos, decía al este o al norte de la avenida x para dar indicaciones, hacia una lista en pequeños papeles con las tareas del día siguiente que iba tachando poco a poco y decía que, cada día, era una lucha contra el tiempo, el juego de acabar las tareas unos minutos antes que el día anterior. Salíamos en su coche por aquellas casas de la primera oscuridad, su mano derecha aferraba la pistola sobre el muslo mientras conducía y nos acercábamos a las vías de tren donde chabolas y bidones de humo y la guardaba en la guantera cuando la luz de la ciudad, su mirada vigilante y fría y salvaje. Aquella pistola negra, la dureza de aquellas balas, mi dificultad para encajarlas en el cargador destrozaron una antigua imagen cinematográfica. Hoy veo a r. como un hombre en busca de contención y amor, de alguien que le diga todo esto pasará y le recuerde su humanidad
                                           —hacía pistolas con un juguete que llamábamos la culebra, piezas movibles que podían convertirse en círculos, casas, letras, siluetas de perros. Yo formaba una pistola rudimentaria y repetía las imágenes de los westerns en blanco y negro de mi infancia donde diligencias desiertos y la caballería. Imitaba el sonido de los disparos, me hacía el muerto, la mano en el pecho, la caída a cámara lenta sobre el suelo, los ojos cerrados el albor de una muerte fingida, la pistola blanca y verde y roja aferrada en mi mano, la idea heroica de un niño y la realidad años más tarde donde el miedo y el asombro ante el poder de un objeto apenas más grande que mi mano
                                           —me sentaba en una cafetería en el centro de la ciudad geométrica. Desde la ventana, la casa de gobierno y la galería española y un pequeño parque con lapachos. En las calles, las raíces de los naranjos rompían las aceras y las naranjas maduras se pudrían en los bordillos. Vi, mientras tomaba cafés aguados tan parecidos a los de aquella cocina gallega donde el tiempo se detuvo, sulkis arrastrados por caballos cansados y gauchos entre el tráfico con bombachas, sombreros de ala ancha, chalecos y botas, el pasado sumergido brutalmente en el presente; vi manifestaciones de pensionistas y piqueteros que explotaban petardos y se movían entre una extraña neblina; vi vendedores ambulantes de milanesas y tamales y humitas, tipos de caras hoscas y melancólicas que no tenían palabras porque sus palabras eran sus gestos y sus manos y la mirada lejos; vi a la reina de los pobres, un ejército de niños a su cargo que entraba en las cafeterías y bares y restaurantes, niños ennegrecidos con estampitas de San Expedito que dejaban en las esquinas de la mesas y salían con un puñado de centavos y pesos que entregaba a su reina dickensiana
                                           —me adueño del tiempo y lo cruzo en forma de U, como cuando corro por esta casa de sombras alargadas en las paredes, el tiempo como espacio que atravesar
                                             —me adueño del tiempo y lo convierto en objeto, un libro que abrir al azar y unir páginas y fragmentos de manera aleatoria y así los muertos reviven y los amores desaparecen y las balas regresan a las pistolas y desando caminos y atisbo el futuro
                                           —me adueño del tiempo porque es estático en este confinamiento donde el vacío irrumpe en las ciudades,
                                           —porque no quiero que ese vacío se adueñe de mi pecho y lo convierta en calles y avenidas y puertas cerradas


(coda) Leo.

***

Masas y multitudes, una imagen de antes de, que se agolpan ante un estadio para un partido de beisbol o bodas masivas, que se mueven a una, como bandadas de estorninos, que se confunden en un todo tan abarcador como inconexo, hombres y mujeres que miran hacia los límites de la formación con incredulidad y sentido de pertenencia y terror. El desierto como impulso y como soledad y espectro de uno mismo. La fotografía o los fotogramas de una película como realidad fijada que convierte en ficción el tiempo fuera de la imagen. Nuestros gestos, rituales cada uno de ellos. Y nuestros nuevos terrores, la tecnología, la masificación, los deshechos, y nuestros viejos terrores, la bomba nuclear, la violencia. Y el arte que reconvierte bombarderos en grandes murales y ralentiza películas hasta el paroxismo. Y las matemáticas y los significados ocultos en las jugadas y la guerra en un partido de rugby. DeLillo y la reconstrucción de nuestro tiempo.


—Quieto, ahora. No se mueva. Me gusta como está.
—¿Ve? Lo que quiera, y yo me apresuro a hacerlo.
—Haber tocado a Bill Gray…
—¿Se da cuenta de lo íntimo que resulta lo que estamos haciendo?
—Le garantizo que lo incluiré en mis memorias. Y, dicho sea de paso, no tiene aspecto de payaso.
—Aquí estamos, en una habitación, inmersos en este misterioso intercambio. ¿Qué estoy cediendo ante usted? ¿Y de qué me está invistiendo usted, o qué está arrebatándome? ¿De qué modo me está cambiando? Puedo sentir el cambio como una corriente que fluyera bajo la piel. ¿Acaso me va asimilando a medida que trabaja? ¿Estoy realizando una parodia de mí mismo? Y, en cualquier caso, ¿desde cuándo fotografían las mujeres a los hombres?
—Lo comprobaré cuando regrese a casa.
—Parece que nos llevamos muy bien.
—Sí, ahora que hemos cambiado de tema.
—Estoy perdiendo una mañana entera de trabajo sin el menor remordimiento.
—No es eso lo único que está perdiendo. No olvide que desde el momento en que aparezca su imagen todos esperarán que muestre usted el mismo aspecto que tiene en ella. Y, cada vez que se encuentre con alguien, la gente no dudará en disputarle su derecho a resultar distinto a como es en la fotografía.
—Me he convertido en el material de alguien. En el suyo, Brita. Está la vida y está el objeto de consumo. Todo cuanto nos rodea tiende a canalizar nuestras vidas hacia una realidad final impresa o filmada. Dos enamorados discuten en el asiento trasero de un taxi y surge una pregunta implícita en el acontecimiento. ¿Quién escribirá el libro y quién representará a los protagonistas en la película? Todo reclama su propia versión ensalzada. O, por ponerlo de otro modo: nada ocurre hasta que no es consumido. O, de otro modo: la naturaleza ha cedido ante el aura. Un hombre se corta al afeitarse y contratamos a alguien para que escriba la biografía del corte. En la vida, todo el material resulta canalizado hacia el aura. Aquí estoy yo, en su lente, y ya me veo distinto. Duplicado o reducido.
—Y también puede pensar en sí mismo de modo diferente. Resulta interesante las profundidades a las que nos traslada una fotografía. Podemos ver algo que pensábamos que manteníamos oculto. O algún aspecto perteneciente a nuestra madre, nuestro padre o nuestros hijos. Uno toma una instantánea y ve su rostro en la semipenumbra, pero en realidad se trata de su padre que le devuelve la mirada.
—Lo que usted hace es preparar el cadáver.
—Papel y productos químicos, eso es todo.
—Colorear mis mejillas. Maquillando mis manos y mis labios. Pero cuando haya muerto realmente, todos pensarán que sigo vivo en su fotografía.
—El año pasado, en Chile, conocí a un editor al que habían encarcelado después de que su revista publicara diversas caricaturas del general Pinochet. Se le acusaba de asesinar la imagen del general.
—Suena perfectamente razonable.
—¿Está perdiendo el interés? Lo digo porque a veces no me doy cuenta de que me estoy apropiando de una sesión. Llegado cierto punto, me vuelvo sumamente posesiva. Resulto amable y simpática en lo que respecta a la superficie de la operación pero el núcleo, el marco, son míos.
—Creo que necesito estas fotografías más que usted. Para derribar el monolito que he construido. Me da miedo ir a cualquier sitio, incluso al cafetucho del cruce más cercano. Continúo convencido de que se acercan los rastreadores con sus teléfonos móviles y sus teleobjetivos. Cuando uno elige esta vida, comprende lo que representa vivir en un permanente estado de disciplina religiosa. No existen soluciones a medias. Todos los movimientos que realizamos son rituales. Todo cuanto hacemos que no se halle directamente centrado sobre el trabajo gira en torno al ocultamiento, la reclusión, los modos de evasión. Scott elabora las rutas de los sencillos viajes que realizo de cuando en cuando, cuando tengo que ir al médico, por ejemplo. Existen procedimientos que es necesario seguir cada vez que alguien viene a la casa. Obreros, repartidores. Se trata de un modo de vida irracional, pero dotado de una poderosa lógica interior. Como el modo en que la religión se apodera de una vida. El modo en que una enfermedad se apodera de una vida. Existe una fuerza totalmente independiente de mi elección consciente. Una fuerza irritable y rencorosa. Quizá se debe a que no quiero sentir lo que sienten otros. Poseo mi propia cosmología del dolor. Déjenme solo con ella. No me miren, no me pidan que les firme ejemplares de mis libros, no me señalen con el dedo por la calle, no se arrastren hasta mí con una grabadora sujeta al cinturón. Sobre todo, no me hagan fotografías. He pagado un precio terrible por este maldito aislamiento. Y ya estoy harto de él.
Hablaba en voz baja, desviando la mirada. Daba la impresión de que aprendía todo aquello por primera vez, de que por fin lograba escucharlo. Qué extraño resultaba todo. No lograba comprender cómo nada de todo ello había sucedido, cómo un joven inexperto y desconfiado frente a los mecanismos de deslumbramiento y distorsión, celoso de su trabajo y sumamente tímido y autorromantizante, podía verse tantos años después atrapado en su propia y colosal inmovilidad.
Don DeLillo. Mao II. Traducción de Gian Castelli. Austral.

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