Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 6 de junio de 2020

+10. Romano













(ahí fuera)

***

Es la palabra penumbra entre tantas palabras en las estanterías la que me llama la atención. Saco el libro de Romano de la columna que comparte como Dazai, Levine o Blandiana, le hago una foto y la comparto con mis amigos, como cada día desde el inicio de este encierro, una manera de revisitar una pasada lectura, de buscar las páginas dobladas y releer aquellos fragmentos que destaqué sobre los demás, de intentar recordar los aledaños de una lectura, dónde lo leí, si guardé algo entre sus páginas como recuerdo, si anoté a lápiz una breve opinión.
Es en la penumbra del tiempo y la memoria, en el cruce entre recuerdo y presente donde se mueve Lalla Romano. Y es seguir la huella de la infancia, mítica, legendaria, con seres y lugares y semidioses no del todo definidos, con los momentos significativos que dejan una marca visible durante toda una vida, con aquellos gestos entrevistos por el rabillo del ojo, seguir la huella de la propia vida con la mirada del presente, con la sabiduría del presente, con las capas de tiempo que somos y que traspasamos, y andar por aquellas calles que una vez fueron hogar y ver los cambios, aquello que permanece y aquello que falta, y dónde nos llevan, qué luces y qué sombras nos traen.


El pórtico de la casa tiene tres arcos altos: el del medio es el más elevado, toscamente ojival.
He vuelto a subir la plaza y he entrado bajo el pórtico blanqueado, desierto. Sus dos alas siempre han sido distintas. A la derecha, donde estaba el acceso al Hotel Europa, la cubierta y las paredes estaban pintadas. Un pintor de paisajes las había decorado al fresco con motivos pompeyanos: un entramado de juncos en torno al cual se enroscaban las vides y, en el vacío, pájaros de colores vivos.
El mismo pintor había decorado también la fachada externa. En las letras de ALBERGO D´EUROPA se entrelazaban violetas y margaritas enormes. Esa desproporción siempre me resultó incómoda.
El pintor le regaló a mamá un cuadrito hecho sobre metal, que después estuvo algún tiempo colgado en la cocina. Una mano modelada con músculos ovales (el estilo bizantino) sostenía un ramo de pensamientos. Sobre el fondo blanco, una inscripción dorada: HOMENAJE A LOS ESPOSOS. Era un nombre «griego».
Mamá recibía homenajes similares de sus admiradores vagabundos y extravagantes. Ellos la miraban fascinados, olvidaban agradecerle su caridad.
Tiempo después mamá se deshizo del cuadrito. No le gustaba conservar los objetos, los recuerdos. Si caían en sus manos y le parecía que a nadie le importaban, los quemaba o los tiraba. Yo sufría mucho su indiferencia, no la comprendía.
El ala izquierda del pórtico estaba siempre ocupada por enormes tinajas humeantes: la ingente colada del hotel. Por una puerta abierta se entreveía, en una habitación en penumbra, vaporoso, el lavadero. El aire olía a ceniza. Entre los vapores, rosada como la luna, la hija de la propietaria, siempre alegre, me llamaba. ¿Por qué me llamaba? Quizá porque yo solía pasar por allí corriendo, sin verla, cargando con la cartera de la escuela.
Lalla Romano. La penumbra que hemos atravesado. Traducción de Natalia Zarco. Periférica.

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