Hay días donde escribir me rompe. Estas notas son un relato —mi relato— de aquella realidad que
me es propia, la niebla y la luz y el silencio entre campanadas, estas notas
hablan de bautizar a mirlos con nombres mitológicos, descubrir aquello que
estaba oculto y recordar un pasado que permanecía callado, todos los submundos
que han emergido en este confinamiento. Escribo para alejar el miedo y, a la
vez lo nombro y lo invoco —escribo
para hablar de la vida, que es hablar, también, del paso del tiempo, del dolor,
de la muerte, escribo para hablar de la muerte, que es hablar, también, de las
esperanzas, del amor, de las certezas—.
La escritura me rompe, porque tras las palabras ventana/lluvia/libro/tiempo/niños/recuerdo
están soterradas la incertidumbre, el asombro y la amenaza de estos tiempos de
pandemia, está confrontar toda la muerte incrustada en toda la vida alrededor,
está la estela de nuestra fragilidad, están las flechas del tiempo disparadas a
pasado y futuro y que nos alejan de este presente y con ese alejarse la
imposibilidad de acercarse a una especie de verdad desnuda de lo que ocurre
ahora, hoy, en camas de hospital y vagones de metro, está el tedio y la desidia
y la rabia cuando la quietud de los objetos, ventana afuera, detiene hasta el
tiempo, está afrontar el dolor que la tristeza, la ansiedad y la vulnerabilidad
marcan sobre nuestro cuerpo, están las preguntas sobre aquello que es real y
aquello que es relato, —y
en los momentos donde mi mirada fuera de las páginas de un libro, si la realidad
circundante es producto de mi mente o existe por sí misma, fuera de mi yo
observador—, está
acceder a la habitación interior de la que habla una muchacha de apenas catorce
años en una novela de McCullers para intentar iluminar los rincones en
penumbra, desandar todas las capas de tiempo que me habitan y reencontrarse con
todos los niños y hombres que soy —y
firmar una tregua.
Este tiempo vida entre el silencio.
***
Buscan la atención de Singer, sordomudo. Entran en su
habitación en el primer piso de una pensión, un médico negro, una muchacha de
catorce años, el dueño de un bar, un trotamundos, y hablan con él de manera
profunda e íntima, creyendo encontrar compresión en su cara atenta. Pero sólo
proyectan aquello que necesitan, que esperan recoger, sin preguntarse realmente
quién es el mudo y qué siente, un puñado de solitarios que descubren y abren su
habitación interior a otro, sin cuestionarse por el otro. Espectacular novela
de McCullers, sobre la soledad, la incomunicación, los deseos insatisfechos, el
encuentro con el otro.
El silencio de la habitación era profundo como la propia
noche. Biff estaba paralizado, sumido en sus meditaciones. Entonces, de repente
sintió como un intenso estímulo en su interior. El corazón le dio un vuelco, y
apoyó la espalda contra el mostrador para sostenerse. Porque en un fugaz
resplandor captó un vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del
interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. De
aquellos que trabajan y de aquellos que —tan sólo una palabra—, aman. Su alma
se expandió. Pero sólo por un momento. Porque en su interior sintió una
advertencia, un rayo de terror. Se hallaba suspendido entre los dos mundos. Vio
que estaba mirando su propia cara reflejada en el cristal del mostrador. El
sudor le perlaba las sienes y tenía la cara torcida. Tenía un ojo más abierto
que el otro. El izquierdo, entrecerrado, escrutaba el pasado en tanto que la
mirada más amplia del derecho se dirigía, asustada, a un futuro de negrura,
error y ruina. Y él se encontraba suspendido entre el resplandor y la
oscuridad. Entre la amarga ironía y la fe. Se dio la vuelta bruscamente.
Carson McCullers. El
corazón es un cazador solitario. Traducción Rosa María Bassols. Editorial
Planeta.
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