En una esquina de la ventana, la luna menguante asciende
sobre los tejados en la otra orilla del río. Su luz de un suave dorado. Hace
viento y las hojas se mueven delante de los cráteres lunares. La luz y la sombra
en la luna me recuerdan al símbolo del yin y yang. Se encienden las primeras
ventanas en los edificios de ladrillo rojo junto al puente e imagino los sueños
de otros que desaparecen como estelas de avión y su reencuentro con esta realidad
—cuando despierto, la pregunta de si día o noche, si noche de trabajo o
descanso, cuando despierto, los minutos desorientado hasta que mi vida adquiere
su forma anterior al sueño, en la penumbra—.
En la radio, los mensajes de aquellos que han perdido a su madre
sin poder despedirse, sin una última caricia, de los que buscan en los
rompecabezas de mil piezas un descanso en la tristeza y el miedo, de quien
llora sin anticipar cuándo o cómo. Los niños copan los últimos mensajes con su
voz de dibujos animados y piden a Chánchez
que les deje salir e ir a los columpios del parque. Gritan, suspiran, se
quejan. Niños de tres o cuatro años que ven la quietud tras la ventana, la
barrera invisible tras la ventana, y no disponen de un lenguaje y unos
recuerdos previos para afrontar el estupor del confinamiento. Son emoción pura,
dice e.
Corro en casa. Una U del salón a la habitación. Vivimos en
una casa de cincuenta metros cuadrados. Rozo pomos y puertas con los brazos y
resbalo, a veces, por el suelo. Corro hasta que siento ansiedad, hasta que
siento mi mente atrapada entre los pasillos blancos, dentro de un sueño
paranoico.
Nos trasladan la idea de mantener la distancia de seguridad
hasta dos mil veintidós según los parámetros actuales de la pandemia. Cada día
una hipótesis sobre nuestro futuro cercano. Alejan tanto como acercan el día
del fin del encierro, una frontera que se mueve entre el próximo mayo y el
inicio del verano. Vivimos en un futuro perpetuamente anticipado: primero los
rumores sobre la posible llegada del virus, luego el lenguaje bélico tras
confirmarse la pandemia global y el anuncio de los días duros que estábamos por
vivir; más tarde la lucha por doblar la curva y entrar en una etapa de meseta
en la propagación de la enfermedad mientras se abrían morgues en palacios de
hielo y el número de muertos mostraba un horror indecible, que hoy sigue; ahora
la forma de afrontar la salida de nuestro encierro, nuestras sombras proyectadas hacia el futuro
para que no nos trague el miedo y la incertidumbre de hoy. Fuera de ese tiempo
anticipado, la realidad sigue en un presente donde aturdimiento rabia duda
donde fulgor duelo valentía.
Leo.
***
La visita a un instituto anatómico donde se hacía jabón
humano. O un muro que no consigue esconder la realidad tras él, el ruido de los
disparos, de los padres que saltaban con sus hijos contra el suelo, de los
gritos de quienes morían quemados. O una entrevista con una superviviente, cómo
perdió a familia y amigos, cómo se escondía en un desván, el tiro que le
arrancó el ojo, la única mujer viva entre los muertos del edificio, su estancia
en el campo, la falta de fuerzas para gritar o llorar cuando fueron liberados
por los soviéticos. Zofia Nałkowska
formó parte de una comisión de investigación tras la guerra. Recogió las
palabras de víctimas y verdugos y las dejó en estos ocho relatos que tienen más
de documento y fotografía que de ficción. La sobriedad y concisión y
profundidad de Medallones, con sus
poco más de ochenta páginas, lo convierten en un libro memorable y duro.
Fueron hombres quienes
a otros hombres
depararon semejante
destino
De todas partes llegan noticias de defunciones. P. murió en
un campo, K., detenida en la calle y deportada, murió en una pequeña estación
de tren. La gente perece de todas las maneras posibles, siguiendo todo tipo de
patrones, bajo cualquier pretexto. Da la sensación de que ya no queda nada
vivo, de que ya no vale la pena perseverar ni insistir. Hay muerte por doquier.
En los sótanos de las capillas de los cementerios, los ataúdes dispuestos en
fila esperan, por decirlo así, su turno para ser enterrados. Ante la inmensidad
de la muerte masiva, la muerte natural, individual, parece algo inapropiado. Pero
aún más vergonzoso es vivir.
Nada del mundo de antes es verdad, nada ha quedado. A los hombres
les toca soportar cosas que están en cierto modo por encima de sus
posibilidades. El terror se interpone entre ellos y los aleja. A cada instante
cada uno se convierte para el otro en un riesgo de morir.
La realidad es soportable porque no la experimentamos en su
totalidad. O no la experimentamos toda a la vez. Nos llega en fracciones de
acontecimientos, en briznas de relatos, en ecos de disparos, en lejanas
humaredas que se desvanecen en el cielo, en incendios de los que dice la
historia que «reducen a
cenizas», aunque nadie se imagina el alcance de estas palabras. Esa realidad
que es lejana y al mismo tiempo se
desarrolla al otro lado del muro no parece verdadera. Solo el
pensamiento puede intentar recomponerla, fijarla y comprenderla.
Zofia Nałkowska.
Medallones. Traducción de Bożena Zaboklicka y Francesc
Miravitlles. Minúscula.
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