Es una lluvia lenta y delgada, de otoño, la de esta tarde.
Desciende sobre nosotros mientras el cielo blanco se acerca a los tejados
oscuros.
Extiendo la mano, fuera de la ventana —rompo la barrera
invisible— y me dejo mojar por las gotas de lluvia, un gesto que recuerda un
tiempo primitivo y lejano.
Siento el rastro frío y puro de la lluvia en mi mano, cómo
se abre camino y humedece mi piel apergaminada —hay momentos donde veo las manos de mi abuelo en las
mías, cuando arrugadas y secas—.
La piel, a veces, tira desde la palma hacia las yemas de los dedos y creo que
está por romperse para dejar salir una nueva piel, una nueva mano, que sepa
convivir con este tiempo.
Dejo que esta lluvia pausada recorra mi mano, que anegue las
líneas de la vida, el corazón, el destino —surcos de tierra y de palabras—.
Aplaudimos tras la última campanada. Aplaudimos bajo la
lluvia.
Hay momentos, tras los aplausos, cada vez más breves, cada
vez más rápidos, que me pregunto por su naturaleza. Salimos, a las diez, la
primera noche, un mes atrás, para dar ánimo al personal de los hospitales.
Quisimos que los niños participaran y vimos afianzarse la luz, del invierno a
la primavera, de la noche a la tarde, a las ocho, siete minutos antes de que se
detuviera el reloj de mi abuelo, hace años, y el tiempo dejase de contar.
Aplaudíamos al personal sanitario y de limpieza, también a las cajeras y las
mujeres de los servicios municipales de ayuda a domicilio en alguna tarde,
aplaudíamos y sentíamos la presencia de los otros. Se colaron, tras los
aplausos, diferentes caceroladas de protesta contra el gobierno con el paso de
las semanas —y con
el paso de las semanas, del silencio y el shock a las broncas y el
enfrentamiento político habitual antes de—. Aplaudíamos, en aquellos primeros días, a hombres
y mujeres desprotegidos —las
epis improvisadas con bolsas de basura, las mascarillas y batas reutilizadas a
la espera de material—,
y el acto de aplaudir, cuando el lenguaje bélico de nuestros políticos, parecía
escondernos esa falta de medios detrás del aliento y el agradecimiento de los
aplausos en la ventana.
Aplaudo a las ocho. Como ánimo. Como conjuro. Como memoria.
Como superstición. Como homenaje. Y en el silencio tras los aplausos extinguidos
a trompicones, la duda.
***
Tengo un cuaderno donde anoto algunas impresiones de mis
lecturas. Son sólo unas líneas para no olvidar del todo un libro y que hagan la
función de las migas de pan en los cuentos infantiles. De Nostalgia, mi primer acercamiento a Cărtărescu, escribí en aquel
cuaderno: Un punto donde se unen la
realidad, la ficción y los sueños, la reflexión sobre el tiempo y la literatura
y el deseo de serlo todo, sobre el lugar que ocupamos en el mundo y cómo está
construido ese mundo. Nostalgia es ruptura y descubrimiento, es el sueño como
parte de la vida y el tiempo como manifestación de la muerte, es la voz de un
narrador que se cuestiona por la realidad y la literatura y qué espacio ocupa
cada una, en cuál de ella vivimos, qué es real y qué forma parte de la ficción.
Las imágenes que se repiten, las telas de araña, los espejos, los sueños que
irrumpen en la realidad, los juegos infantiles, las primeras aproximaciones al
sexo, los libros, la ciudad gris, el sueño que se adentra en una realidad que
sólo puede existir en la ficción. Podría escribir casi lo mismo de Solenoide, páginas febriles y
verborreicas en las que cabe lo grotesco, lo kafkiano, lo terrorífico, lo
surrealista. Cărtărescu se cuestiona sobre la realidad y el mundo en el que
vivimos, se pregunta si no seremos como las ratas de laboratorio, dando vueltas
en un laberinto mientras unos seres desconocidos observan nuestras reacciones.
El narrador de Solenoide intentó ser
escritor y acabó como profesor de rumano en una escuela de los suburbios, no
aspira a construir una puerta en el museo de la literatura sino a la
no-literatura, a escribir un diario y un manuscrito sin lectores donde dejar
constancia de quién es y de todo aquello que le habita. Y aquello que le habita
es un mundo de innumerables capas y reflejos, donde los sueños, la realidad y la
ficción son inextinguibles y lo único importante es buscar, como los
encarcelados, una salida, siempre que se esté atento a las señales y se sepa
descodificarlas.
Conservé durante muchos años un medallón kitsch que me
regalaron, cuando tenía unos siete años, unos turistas extranjeros que solían
venir en autocares hasta el Circo Nacional. Cuando nos enterábamos de que había
llegado un autocar, dejábamos nuestros juegos en la arena y en los columpios,
dejábamos en paz a las ranas del lago atestado de juncos al fondo del parque, y
corríamos hacia el edificio del Circo, con sus gigantescas ventanas en forma de
prisma y su cúpula azulada, ondulante, donde me parece haber vivido toda la
vida. Nos agolpábamos alrededor de los autobuses y, a pesar de las advertencias
de nuestros padres («¡Que no vuelva a veros pidiendo limosna a los extranjeros!
¿Qué sois? ¿Mendigos? ¿Qué va a pensar esa gente de nosotros?»), les tendíamos la
mano para recibir una lámina de chicle o un llavero de la torre Eiffel, un
cochecito minúsculo de metal pintado con colores vivos… Tendría unos siete años
cuando una mujer que bajaba del autocar, con una falda estampada y unos
pendientes redondos, rosas en las orejas, me sonrió y me entregó aquel medallón
dorado de latón. Salí corriendo y me detuve debajo del castaño frondoso que
crecía junto a unas fuentes. Aquí ya no existía el peligro de que otro chaval
más mayor que yo me lo arrebatara. Contemplé, pues, mi regalo con más atención:
brillaba intensamente bajo el sol de verano. Consistía en una monedita redonda,
dorada, engarzada en un aro metálico. A ambos lados de la moneda había unas
letras: A, O y R por una cara, M y U por la otra. Aún pasarían unos cuantos
días hasta que conseguí descifrar el misterio. Y sucedió cuando, por
casualidad, le di un golpe a la moneda y esta empezó a girar tan rápido sobre
su pequeño canto de metal que se transformó en un globo de oro blando y
transparente como un diente de león, con la fantasmal palabra Amour en el
centro. Así siento que es mi vida, así siento que he sido siempre: el mundo
unánime, tierno y tangible por una cara de la moneda, y el mundo secreto,
íntimo, fantasmagórico, el mundo de ensueño de mi mente por la otra. Ninguna de
mis vidas está completa ni es verdadera sin la otra. Solo la rotación, solo el
vértigo, solo el síndrome vestibular, solo el dedo indiferente del dios que
pone la moneda en movimiento y la lleva a una dimensión más, hace visible —pero
para qué ojo— la inscripción grabada en nuestra mente, a uno y otro lado, de
día y de noche, en la lucidez y en el sueño, a una mujer y un hombre, a un
animal y a un dios, pero nosotros la ignoramos durante toda la eternidad, pues
no podemos ver ambas caras a la vez. Pero esto no acaba aquí, porque la
inscripción transparente, de oro líquido, que se adivina en el centro de la
esfera debe ser comprendida, y para comprenderla con la mente y no verla
únicamente con los ojos, es necesario que tu mente se transforme en un ojo de
una dimensión superior. El globo de diente de león debe girar a su vez, en un
plano inimaginable, para transformarse, respecto a la esfera, en lo que es la
esfera respecto al disco plano. El sentido se encuentra en la hiperesfera, en
el innombrable objeto transparente que resulta del golpe dado a la esfera de la
cuarta dimensión. Pero aquí llego, quizá demasiado pronto, a Hinton y a sus
cubos, a los que mis anomalías parecen estar ligadas de forma confusa.
Mis actos serán, por tanto, fantasmagóricos y transparentes
e indecibles, pero en ningún caso irreales. Los he sentido siempre en mi propia
piel. Me han atormentado terriblemente para nada. En cierto sentido, me han
arrebatado la vida tanto como lo habrían hecho mis libros si hubiera conseguido
escribirlos. Además, son una fuente de duda e indecisión: no se han cerrado,
están todavía en curso. Tengo indicios, he establecido conexiones, empiezo a
ver qué parece coherente en la charada de mi vida. Es evidente que me están
diciendo algo, de forma insistente, constante, como una presión continua en el
cráneo, en algunas de sus protuberancias, pero ¿qué es ese mensaje? ¿Cuál es su
naturaleza? ¿De quién procede? ¿Qué se espera de mí? Algunas veces me siento
como un niño pequeño ante un tablero de ajedrez. Has cogido el peón blanco y
eso está muy bien. Pero ¿por qué te lo metes en la boca? ¿Por qué agarras el
tablero y lo inclinas para que todas las piezas caigan? ¿Acaso será esta la
solución? ¿Ganará tal vez la partida precisamente el que comprenda de repente
lo absurdo del juego y lo tire al suelo, el que corte el nudo cuando todos los
demás se esfuerzan por soltarlo?
Voy a hilvanar aquí, por tanto, una historia de mi vida. Su
parte visible —la conozco mejor que nadie— es la menos espectacular, es la más
sosa de las vidas, una vida acorde con mi cara insulsa, con mi carácter
retraído, con mi falta de sentido y de futuro. Una cerilla que ya se ha
consumido casi por completo, dejando tras de sí un hilo de ceniza blancuzco.
Profesor de Rumano en la escuela 86, a las afueras de Colentina. A pesar de
ello, conservo recuerdos que cuentan una historia diferente, tengo sueños que
los acentúan y los confirman y que, reunidos ahí, en los subterráneos de mi
mente, han construido un mundo lleno de acontecimientos fantásticos,
indescifrables, que piden a gritos, sin embargo, ser descifrados. Es como si un
piso de mi vida se hubiera venido abajo: los cables se han desgarrado y las
conexiones con los edificios de la superficie se han roto. En mis recuerdos de
la infancia y de la adolescencia hay escenas que a duras penas puedo localizar
y que no puedo comprender aún, como si fueran piezas de un puzle abandonadas en
una caja. Como unos sueños que esperaran ser interpretados. He pensado en ellos
tantas veces, se presentan ante mis ojos con tanta claridad (miro a la luz un
trozo de cartón brillante con protuberancias y hendiduras redondeadas; su
dibujo es claro como un espejo: unas cuantas flores azules, una parte de un
zócalo, una ristra de perlas en un cuello sin cuerpo, la pata de un gato…), que
mi mente está llena de imágenes y de figuras alegóricas, todas enigmáticas,
pues el enigma es el signo de lo incompleto: dios es solo la parte visible de
su mundo, que tiene una dimensión más que el nuestro. Cada uno de mis recuerdos
y de mis sueños (y los recuerdos soñados, y los sueños recordados, pues mi
mundo presenta miles de matices y tonalidades) tiene las marcas de pertenecer a
un sistema, como los salientes y los entrantes de las pequeñas piezas de un
puzle: en ese aparato de ensamblar radica la mayor parte de su «anormalidad»
—«mis anomalías»— pues, por todo lo que conozco sobre la gente a partir de la
literatura y de la vida, nadie ha observado el sistema de sujeción, las grapas
y los ganchos de una determinada clase de recuerdos antiguos y de los sueños.
Cuando era niño, mis padres me compraban los juguetes en la inolvidable
Caperucita Roja, en Lizeanu, cuyos suelos olían intensamente a petróleo.
Siempre escogían los más baratos y banales, siempre los mismos: el carrito de
metal con dibujos ingenuos, el enano que salía de un huevo de goma, la gallina
mecánica cuya llavecita tenías que hacer girar para que caminara por el brillo
de la mesa, cubos con las imágenes de una vaca, un caballo y una oveja, y los
«Juegos de piezas» con imágenes de cuentos. Estos últimos eran los que más me
gustaban. Por el anverso tenían fragmentos de un dibujo trazado en una hoja de
papel, pero en el reverso de cada cuento había una ilustración diferente, de colores
y modelos distintos. Por supuesto, al principio juntaba las piezas siguiendo
las imágenes: la parte del ojo izquierdo de Blancanieves se combinaba con la
del ojo derecho. El codo de un enano se juntaba con el hombro y con una parte
de la barbilla. Pero la reconstrucción de la imagen a partir de esos fragmentos
mezclados llegó a resultarme facilona y aburrida. Empecé pues a unir las piezas
de los puzles al revés. Los juntaba en montoncitos con el dibujo del reverso
del mismo color y los combinaba siguiendo la lógica del ensamblaje: el cerco
que sobresalía de una se ajustaba al hueco en el cuadrado brillante de otra. A
veces me resultaba dificilísimo, pero esta dificultad me producía una gran
satisfacción y daba así un nuevo sentido al juego.
No puedo evitar preguntarme una y otra vez si nuestros
recuerdos más antiguos, esos que recorren nuestra vida con tanta nitidez
mientras que otros miles de momentos, tal vez más importantes, han abandonado
nuestra memoria, si, asimismo, los sueños que nos obsesionan por su claridad y
que parecen, además, formados por la misma sustancia que nuestros recuerdos
obsesivos, no son sino una especie de juego, una prueba que tenemos que superar
en esta inexplicable aventura de la vida. Tal vez el latido de nuestro corazón
no sea sino el metrónomo que mide el tiempo que nos conceden para encontrar la
respuesta. Tal vez estemos perdidos si llegamos al último latido y no hemos
comprendido nada del inmenso puzle en el que consiste nuestra vida. Tal vez, si
descubriéramos la solución y diéramos con la respuesta, nos liberarían de la
celda de la gran penitenciaría en que habitamos, o tal vez ascendiéramos un
nivel hacia la liberación. El ratoncito blanco que corre por un pasillo de
plástico no sabe que están examinando su memoria, se limita a vivir su vida. Su
cerebro no es capaz de preguntarse por qué estoy aquí, qué es este laberinto en
el que me encuentro, ¿acaso no constituye el propio laberinto, con sus
simetrías, con su pedacito de queso al fondo del pasillo más alejado, la señal
de que existe un mundo superior, una inteligencia ante la cual mi pobre mente
no es sino un mero balbuceo en la oscuridad?
Mircea Cărtărescu.
Solenoide. Traducción de Marian Ochoa de Oribe. Impedimenta.
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