Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 27 de junio de 2019

Tres rosas amarillas. Raymond Carver

Recuerdo una conversación con una librera y escritora aficionada que me definió los relatos de Carver como pinchacitos de realidad y me hundía uno de sus dedos en el pecho para reforzar sus palabras—. Luego, me habló de la escena culmen de uno de sus propios relatos, los intestinos de un hombre atados a un parachoques. Soy muy heavy, me decía —y le brillaban los ojos, orgullosa—. Mientras la librera me hablaba de sus clases de escritura creativa pensaba que Carver, para ella, sólo podía darle, efectivamente, pinchacitos de realidad porque la violencia y la tensión en sus relatos estaban soterradas y sus historias eran estar ante el umbral de una certeza algo captado por el rabillo del ojo, definición que leí no recuerdo dónde sobre alguno de los libros de Carver.

Releer supone, para mí, una lucha. Hace años que manejo una lista de relectura y volver a aquellos clásicos que siento leí demasiado pronto para captar por entero sus diferentes significados ocultos Moby Dick, Caballería roja, El buen soldado, Luz de agosto, El cero y el infinito en manos de un adolescente ante un mundo aún diáfano sólo podían mostrar, creo, una parte de su fuerza y sus interpretaciones—, o reencontrarme con algunos de mis libros favoritos —y ahí el recelo y la duda sobre si aquellos libros sobrevivirían a una segunda lectura o si no acabaría por sentir un desencanto que me haría perder la primera emoción—. Y luego están las columnas de libros sobre las estanterías, docenas de novelas, poemarios y ensayos que esperan su turno y me hacen posponer las relecturas sine die. Gordon Lish y Mi romance fue el hilo que me devolvió a Carver. Y como dice una amiga, hay que tirar del hilo.

Empecé Tres rosas amarillas con todo el miedo —como me pasó con Matadero 5 o Rock Springs en los últimos meses—. Siempre que me hacen esa pregunta inquietante sobre mi escritor favorito respondo, sin dudar, Raymond Carver. Y cuando me preguntan la razón no sé qué contestar más allá de la desnudez de sus relatos y personajes, de la realidad turbadora de la que me habla, de los hombres y mujeres en busca de un acto que los defina, o de una epifanía que, aunque no sirva para cambiar sus vidas, al menos los delimite en el mundo. Las primeras páginas de Tres rosas amarillas me devolvieron al territorio Carver, no sólo estaba ante la lectura recordada, sino que ahondaba en las emociones que su escritura, sucinta y escueta, tanto apreciaba: el recelo, la turbación, las aristas del amor, las relaciones que se agotan o se entrelazan unas con otras en un rompecabezas extraño y demoledor, la vida que, por momentos, parece escurrírsenos entre los dedos de las manos, el instante donde un personaje abandona la penumbra en la que está por un momento y realiza un improvisado acto de valentía o siente la tristeza por la asunción de una verdad dolorosa. Y no importa las versiones que lea de sus caballos en la niebla, ya sea en poemas o en relatos, me sigue sacudiendo esa escena de una pareja que se despide, sabiendo perdido su amor por siempre, tras acariciar unos caballos que aparecen en su jardín entre la niebla —la irrupción de lo inesperado en medio de una vida que se extingue—. Carver, a través de sus relatos, me transmite una tristeza inquietante.

Cada relato es una pequeña confesión —no tiene por qué ser crucial, sólo constatar un hecho, un recuerdo, una conversación, una pérdida, una pregunta a la que no sabemos responder—: alguien que habla de una madre que vagabundea de ciudad en ciudad y lo difícil que es convivir con sus continuas mudanzas y sus irrupciones que trastocan su vida; alguien que se encuentra en una encrucijada y no sabe qué amor escoger, la mujer, la amante, y se sabe echado a perder; una conversación de madrugada sobre últimas voluntades entre una pareja que parece ya no tiene mucho que decirse; la brutal escena donde una mujer recrimina a su ex marido escritor la imagen que da de ella en sus relatos y que sabe que su visita y su monólogo servirán para un nuevo relato, como si el escritor necesitase seguir escarbando en su antigua vida en pareja para no quedarse seco; un hombre ahogado por los cheques mensuales a su familia, madre e hijos que sobreviven gracias a su dinero, la tensión de quien no da más de sí, de quien se siente culpable por no haber estado en el pasado por un lado y la falta de libertad por el otro, que sueña cuando de niño estaba en los hombros de su padre y que acaba por aceptar su destino; la mujer que se despide de su marido tras ver caballos en la niebla. Las voces de estas historias, hombres que observan y relatan un momento concreto de su vida, se parecen entre sí, describen un instante cotidiano, busca una respuesta, reflexiona sobre el amor, la felicidad, la pérdida, el coraje, lanzan una última mirada alrededor —las casas vecinas, los porches iluminados— para captar algún significado oculto.


Cuando Molly y yo crecimos juntos ella era parte de mí y, por supuesto, yo parte de ella. Nos amábamos. Era nuestro destino. También yo lo creía entonces. Pero ahora ya no sé en qué creer. No estoy quejándome, sólo constato un hecho. Ahora estoy inmerso en el vacío. Y he de seguir así. No existe ya destino. Sólo hechos sucesivos a los que se les da el sentido que uno cree que tienen. Impulsos y yerros, como el más común de los mortales.

Y luego está el relato que da nombre al libro, donde Carver rompe con el narrador en primera persona, los acontecimientos cotidianos de personajes anónimos y la tensión soterrada del resto de relatos para centrarse en los últimos días de Chéjov y que tiene un par de actos cumbre: la despedida con champaña del escritor y su esposa en una habitación de hotel y la escena entre la mujer de Chéjov y un botones, ya muerto el escritor: la mujer, una vez abandonada su mudez, le pide al botones que vaya a la funeraria, el botones que observa la habitación tras la puerta entrecerrada, los vasos vacíos de champaña, el corcho a sus pies, tres rosas amarillas en su mano. Chéjov dice en el relato: … tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan. Y eso es algo que, también, se puede aplicar a Carver.

Catedral espera entre los libros de Walser o Angelu. Sin miedo.














No sé por qué, pero entonces recuerdo el apelativo cariñoso que mi padre solía emplear cuando era amable con ella (es decir, cuando no estaba borracho). Es algo ya muy lejano, de cuando yo era un niño, pero al oírlo siempre me sentía mejor, con menos miedo, más esperanzado ante el futuro: Querida mía, decía. La llamaba «querida mía» algunas veces… Un apelativo tierno. «Querida mía —le decía—, si vas a la tienda, ¿podrás traerme unos cigarrillos?». O bien: «Querida mía, ¿estás mejor de ese resfriado?». «Querida mía, ¿has visto mi taza de café?».
Las palabras brotan de mis labios antes de pensar incluso qué decir a continuación: «Querida mía».
Las repito. La llamo «querida mía». «Querida mía, procura no tener miedo», le digo. Le digo que la quiero y que sí, que le escribiré. Luego le digo adiós y cuelgo el teléfono.
Durante un rato no me muevo de la ventana. Me quedo allí de pie, mirando hacia las casas iluminadas del vecindario. Un coche deja la carretera y entra en el jardín de una casa. Se enciende la luz del porche. Se abre la puerta de la casa y sale alguien y se queda en el porche, esperando.
Raymond Carver. Tres rosas amarillas. Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama.

domingo, 23 de junio de 2019

Mi romance. Gordon Lish

Mi romance como monólogo improvisado donde alguien llamado Gordon Lish habla  desde una tribuna de sus años de editor en la revista Esquire o su trabajo en la editorial Alfred A. Knopf, de su apego al dinero y las ropas holgadas, del reloj heredado de su padre y que decide subastar en mitad de su discurso, de las llagas producidas por la psoriasis y el tratamiento de aceite mineral, pastillas y baños de sol en las azoteas de hoteles y edificios de oficinas, un hombre respetado en calzoncillos y zapatos con un bolso de manuscritos y un rotulador y que busca desesperado la luz, de la muerte del padre y de la madre, de un mundo antiguo donde viajar en tren era un privilegio, ¡de un frigorífico! que gotea en una habitación donde un hombre espera su muerte rodeado de sus hermanos, de un pasado alcohólico y las ganas de tomar una copa, sólo una copa más, que lo temple ante el auditorio, de las figuras masculinas que moldearon su infancia y que destilaban fuerza, tacañería y certidumbre, un discurso a veces trastornado y surrealista donde se repite una y otra vez media docena de imágenes: la inscripción errónea en el reloj de su padre, el goteo del frigorífico, el viaje en tren en 1944, la urna con las cenizas maternas, la madre desnuda con 93 años, en el baño, apoyada en el hijo, imágenes que nos apartan de las dos grandes confesiones que nos quiere hacer Lish-personaje: el asesinato del padre y una infidelidad, confesiones que no llegan a materializarse y se esquivan entre la verborrea de Lish. El tiempo es una duda constante, como el narrador, y da la sensación de que el monólogo es tanto una confidencia como una mascarada, una forma de reflexionar sobre la coexistencia con la muerte o la fragilidad de nuestro cuerpo, de cómo nos agarramos a cualquier cosa, un objeto, dinero, una justificación, para permanecer (para obtener una falsa seguridad de permanencia) una voz que parece desquiciarse mientras avanza hacia la conclusión de la conferencia donde Lish abjura de los escritores y reescritores, como el propio Lish o la audiencia que tiene delante. Sólo queda preguntarse, mientras se lee Mi romance, qué hacer ante semejante palabrería, ante los momentos de puro tedio donde nada, absolutamente nada se dice, o ante aquellos donde parece asistiremos a una verdad última y nos quedamos en el umbral de esa verdad. Y, aunque parezca contradictorio, es esa mezcla de repetición vacua y el acercamiento a una verdad que no acabará por mostrarse, lo que convierte este libro en una historia estimable. La búsqueda constante de la luz del Lish-personaje enfermo de psoriasis es mi particular imagen del libro: alguien que intenta salir de la penumbra en busca de una luz que lo calme y le dé un orden último a una vida caótica. Mi romance, como monólogo desconcertante y atractivo, aburrido y desternillante, me recuerda a la autoficción que en estos últimos años han practicado autores como Halfon, una vuelta de tuerca al concepto de memorias donde se subvierte la realidad para reconstruir el relato propio y hablar de aquellos miedos y deseos a través de una máscara invisible. 








Oh, creedme, estos hombres me parecían todos tan, pero tan fuertes. ¿Os he contado que a menudo los veía pasearse por los salones de sus casas llevando sombreros para damas? ¿O para ser exactos, posando en los salones de sus casas con tocados para señoras en la cabeza? Charley, Henry, Sam, Philip, los cuatro mirándose al espejo con los sombreros para damas. Cualquiera de ellos diciendo a quienquiera que estuviera allí para escucharlo: «¿Qué os parece este número? ¿Qué opináis del número? ¿Sí o no? ¿Va o no va? Un numerito como éste, ¿no sería un éxito en terciopelo de imitación?». Dejad que os diga algo: era maravilloso cuando me encontraba entre los que estaban allí para escucharlos. Estamos hablando de tipos que se jactaban de pagarle a cierta gente bajo cuerda, ya me entendéis. Decidme, ¿quién de vosotros habría podido llevarme a Florida en esa época? No, no, no, nadie podría hacerse una idea de lo que significaba, de lo que todavía significa y siempre va a significar para mí haber crecido al lado de unos hombres así cuando era niño. Veréis, yo era un chico que le tenía miedo a las cosas. Estos tipos duros, estos tipos eran fuertes y eran nada menos que mi padre y sus hermanos. Aquellos días en que nos sentábamos todos juntos en la salita, el aspecto que tenían para mí no debía de parecerse en nada a como ella los veía. Para mí parecían como creo que parece la gente cuando se sienta a mirar cómo se muere una persona.
Gordon Lish. Mi romance. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica.

viernes, 21 de junio de 2019

Miren Agur Meabe en El código de la piel

Notas para conservar la memoria – 4

Vi a mis amantes desfilar cabizbajos
hacia las puertas de mi cuerpo
con pasos lentos en el camino del sacrificio.
Allí estaban mis amantes,
sombras con mordaza
ocultando el ruidoso grito de lo imposible.

Yo era altar, cordero, puñal y brazo;
ellos, con sus tobillos arrastraban
trozos de ancla,
fragmentos de paisaje,
restos de poemas,
gotas de kalimotxo.
Saludé con la mano y cerré los ojos:
tenía sal en los párpados.

Luego lancé unas llaves a lo lejos,
al interior de un solitario templo de carne.

***

Notas para conservar la memoria – 5

Soñé contigo
y un cálido río hizo cosquillas a toda la casa.
Hacías de fantasma,
respirabas sobre mi cara:
sólo podía verte si estaba dormida.
Soñé contigo
y te rodeaban mujeres desnudas,
en cuclillas, de puntillas,
te besaban
en la espalda, en los labios, en el sexo, en las manos.
Sonreías, amabas a todas.

Hace tanto que nuestros ojos no se tocan
que cuando me recuerdas te cuelas en mis sueños
y entonces
me vuelvo arena que lenta se desliza
en el calor de mi calma.

***

Notas de la ansiedad – 4

Tu aliento es pardo a primera hora,
cuando el seno del cielo empieza a fruncirse.
Tu piel es negra
como la memoria del volcán más triste.
Te veo gris,
apunte familiar entre las sábanas.

Abrázame y oscuro eres,
dime con tu ronca voz:
“buenos días, te quiero”.

***

Notas de hastío – 2

Si te pido una caricia,
acuérdate de la hiedra.
La sed la sorprende mientras trepa.
En pie la encuentra hasta en la mayor carencia,
adherida al muro conocido.

También yo hago lo mismo aferrada a tu contacto,
atenta, débil hiedra confundida,
incapaz de saber si lo que siento
es sed de beber tu agua o es sed de ahogarme sin tu aliento.

***

Cuando recuperemos el esplendor de la piel
festejaremos las noches y los días que se fueron sin ti,
blanquinegros extraños y largos
extinguidos como veranos sin espigas.
Derrocharemos copas de caricias y bandejas de amores
saliva y carne reservada hasta tu regreso.
Serán palomas estas manos desnudas en tu viento,
serán el sol estos ojos oscurecidos en tu llama,
será caballo este aliento vacío en tu premura.
Cuando te traiga el mar,
aguardaré en las puertas desde el alba
porque, pese a que soy mujer de poca fe,
tu ausencia me bendijo,
me instruyó la espera en el credo del amor.

***

Recoge el pálido flujo de mi media luna helada,
el azucarado almíbar de mi sexo de platino.
Prende la olvidadiza curva de mi cintura resentida.
Apresa el triste óvalo de mi pecho permanente,
tritura con tu boca mis pezones tan amargos.
Hasta que los peces pájaro nos vean caer de lado,
hasta que saliva y semen sean viento en mis labios.

***

Nunca desgarré el himen de la nostalgia,
la dulce membrana de la memoria
que embellecía aquel viejo amor.
Nunca manoseé el pasado,
el volumen del único reino
capaz de vivir en sus fronteras.
Nunca arrojé besos mojados en adioses
a la garganta oscura del olvido.
Nunca abaraté en el tesoro de la vida
el oro de sus últimas turbias lágrimas.
Nunca dejé que su dolor reventase
bajo los cascos del caballo de la ira.
No me ha subido al alma el yo pecador.
Aún no me ha subido la vergüenza a la cara:
nadie puede, ni siquiera en voz baja,
denunciar las falsas confesiones de este poema.

***

Interrogatorio

Dónde están los latidos ebrios
que íbamos a cosechar de toda nuestra euforia.
Dónde el hogar ambulante
que íbamos a construir con madera de naves.
Dónde está la patria nueva
que pensamos decorar con rayas de tigre.
Dónde los paisajes soñados
que conquistaríamos pellizcando al pasado.
Dónde quedó el reloj de nuestro primer lecho.
Dónde perdimos el agua del misterio,
Aquella que servía para bendecir las utopías.
Dónde guardaste la maleta de la imaginación.
Qué hay ahora dentro.

***

Estábamos callados.
Esperábamos algo.
Llegaron las estaciones, una tras otra,
con frutos en los cestos y nieve en los ropajes.
Llegaron los árboles, los libros, los hijos.
También llegó la muerte,
con la boca llena de clavos,
y seguimos como siempre
ya que nunca aprendimos
a vivir sin milagros.

***

Los tres deseos

El viento me trae un recuerdo.
Es la misma brisa
de cuando mi alma brillaba como una roca bajo el sol.
Tenía dieciséis años y tres deseos:
cabeza de lechuza,
corazón de cierva,
sexo de pantera.

El viento, veinte años más tarde,
mece al árbol de la vida.
Contemplo los frutos maduros a sus pies.
Veo cómo rezuma la ironía del tiempo,
cómo se pudre, impotente y asombrado,
el hoy de aquella que se rebautizó a sí misma
Yo Soy Yo y Sólo Yo.
Miren Agur Meabe. El código de la piel. Traducción de Miren Agur Meabe y Kepa Murua. Bassarai ediciones.

jueves, 13 de junio de 2019

El ángel del olvido. Maja Haderlap

Despertar. La curiosidad de la mirada infantil cuando el mundo alrededor está alborotado y los significados últimos aún no se han posado por entero sobre los gestos y los objetos cercanos, protagoniza el inicio de El ángel del olvido, deteniéndose en olores, tactos, emociones: las mujeres enlutadas, las historias en las cocinas de leña, los baldes con comida para los cerdos, las fotografías en blanco y negro escondidas en cajas, el tiempo que lo marca el cuidado de animales y campos de cereales, el crujido de los rosarios en los velatorios y los ataúdes junto a las ventanas, los tazones blancos donde beber una leche fuerte y amarilla, el olor a humo en las despensas, el bosque como frontera; una mirada primera que no es la nostalgia por un pasado remoto, sino la sorpresa por cómo aparece poco a poco ante nosotros aquello que permanecía soterrado o invisible, uniendo a todos esas emociones propias de la niñez la muerte, el amor, el dolor, la crueldad, la identidad y la memoria. Y en ese mundo que se revela ante la mirada de la niña, la figura de la abuela como guía y mito. Dice la niña dice Haderlap: Apenas echa a andar, la sigo. Ella es mi abeja reina y yo soy su zángano. Tengo pegado a la nariz el olor de sus vestidos, un olor a leche y a humo, el aliento de hierbas amargas adherido a su delantal. Ella comienza su danza y yo imito su baile. Ajusto mis pasos, más cortos, a los suyos, llevados a remolque, me pongo a zumbar una tierna melodía hecha de preguntas, mientras ella entona el bajo continuo. La ternura de las primeras páginas, la ternura de la mirada infantil, el amor por las cosas sencillas las caricias de la abuela, la relación con la naturaleza, los juegos, los encuentros con los vecinos un lenguaje secreto, es un camino que pronto se adentra en un territorio ignoto. La abuela será quien dé a la niña las primeras pistas sobre un pasado cercano y desconocido y le hable a la niña de la frontera cercana, de la guerra donde tantos vecinos del valle murieron o desaparecieron o regresaron de lejanos campos de concentración, de los partisanos, como su padre y su abuelo, que se ocultaron en el bosque para luchar, del horror y la crueldad de los alemanes y la policía austriaca, de las cicatrices que llevan todos los supervivientes y ahí, en esas cicatrices, el dolor del padre que arrasa por momentos con la placidez familiar. El mundo se abrirá poco a poco ante la mirada infantil y la niña empezará a entender términos como frontera o identidad; entonces, El ángel del olvido se muestra como aprendizaje y como un intento de comprender y ahondar en las propias raíces, de ese mundo que era invisible a los ojos de la niña y que se distinguirá con mayor nitidez a medida que la niña se haga adulta, comprendiendo mejor la extraña maquinaria del corazón de los hombres.

Fronteras y memoria. La importancia de las diferentes fronteras en El ángel del olvido: la tierra de la infancia, un valle austríaco cerca de la Eslovenia de la era yugoslava y que influye en los habitantes del valle austríacos que hablan en esloveno y, por tanto, se siente extraños a ambos lados de la frontera; el tiempo, que pasa de la pureza infantil a la revelación de un mundo y un lenguaje secretos, la niña que se convierte en adulta y en cada nuevo paso una imagen que se completa; la memoria propia, que empieza con los gestos y las historias de la abuela, los lloros escondidos de la madre, los ataques de pánico del padre, y la memoria ajena que hunde sus raíces en una guerra desconocida e influye en el sentir de la niña y la mujer; la vida, la celebración de la vida en los gestos cotidianos, en las conversaciones de la cocina, en los encuentros en otras tierra, y la asunción de la muerte también con sus gestos cotidianos en los rosarios, las noches en vela, las mortajas y los ataúdes abiertos, en su dolor y la ausencia; en fin, la frontera entre la niñez y la edad adulta, donde las relaciones se trastocan y ya no está la pureza inicial y nos separamos de aquel mundo que nos acogía y contenía para buscar nuevos caminos. La narradora la niña, la mujer que cruza El ángel del olvido, en esa línea invisible que separa espacios y tiempos, la carga de llevar las historias del valle sobre sí misma, la búsqueda de una identidad y una voz propia entre tantas voces y qué hacer para llegar a una voz natural y real que haga justicia con quien somos y con nuestras raíces. Dice la mujer, dice Haderlap: Las barreras de protección que intento levantar entre mi persona y mi familia se vienen debajo de nuevo. Por un momento temo la irrupción impetuosa del pasado, que entra arrollándome del todo, temo desaparecer bajo su enorme peso. Decido entonces llevar a la escritura todos esos fragmentos, lo dinamitado, lo recordado, lo narrado, todo lo presente y lo ausente, hacer un nuevo boceto de mí misma a partir de la memoria, trazarme con la escritura un cuerpo hecho de aire y contemplación, de aromas y olores, de voces y ruidos, de cosas pasadas, soñadas, de rastros. Podría así recuperar lo irreversible, corroborar que ha regresado bajo un ropaje nuevo, transformándose y transformándome. Podría así ensamblar otra vez lo separado, lo barrido hacia un lado y que pueda entreverse lo que está debajo. Podría rodear lo que ha sido con un cuerpo invisible, un cuerpo que lo selle y someta. Y eso hace Maja Haderlap, un camino.

Camino circular y el retorno de lo idéntico. Un camino que parece plácido en los primeros pasos de la niña tras la abuela pero en el que esperan agazapados los recuerdos de la guerra y su brutalidad, las heridas y las grietas en la comunidad grietas que se agrandan dejando ver el miedo y el horror vividos, un camino peligroso porque equivale a dejarse llevar por tantas sombras y tantos recuerdos ajenos, el impulso de los otros que puede hacer zozobrar la propia historia. Y es ahí donde Haderlap, en la llegada al mundo adulto, decide separarse de aquella tierra y tomar un desvío que le permita respirar, tomar distancia con la vida conocida, adentrarse en otros caminos que, como afluentes, le devolverán con el tiempo a la senda principal. Estalla otra guerra cerca de la frontera, y los supervivientes de la anterior se quedan mundos y extrañados del regreso de la violencia, distintos nombres pero idéntica barbarie, el reflejo del pasado en el presente. Vuelve la guerra, entre ausencias.

Es un trabajo arduo el de Maja Haderlap, erigirse como recopiladora de las historias de su familia y vecinos, de la tierra de su infancia, que no se pierda su voz entre el caudal de las ajenas. Haderlap pasa de lo pequeño y personal, aquello que la sorprendía de niña, al lento descubrimiento de un pasado devastador y la reflexión sobre la identidad y la memoria. Qué nos acerca y contiene y qué nos enfrenta, qué hacemos con nuestros recuerdos y los recuerdos de quienes nos precedieron, cómo salvarnos entre tantas pasiones intrusas, cómo rescatar los objetos de la infancia, la casa que fue derruida o los gestos de amor y dolor, dónde la frontera entre la persona y la comunidad. Tengo dudas de usar la palabra poético por las connotaciones peyorativas que a veces acarrea, pero así definiría la escritura fragmentada de Haderlap que habla de lo cotidiano para llegar a lo universal: un largo y valioso poema.







La abuela sólo se encomienda a ciertos signos insólitos del cielo, y sabe interpretarlos. Cree en la Cuaresma y en el 8 de mayo, día en acude a misa cada año para dar las gracias por el fin de la época nazi. Cree en las palabras que apelan a la voluntad, no al oído humano. Afirma que las palabras disponen de un poder enorme, que son capaces de hechizar los objetos y curar a las personas, que un pan al que se le ha hablado, un pan dotado y provisto de plegarias, puede ayudar en la enfermedad y en la miseria. A su hijo mayor lo mordió una serpiente, cuenta la abuela. La herida se resistía a sanar, y los médicos ya no sabían qué hacer con él. Entonces ella fue a ver al viejo Rastočnik para que éste le hiciera al pan un conjuro contra el veneno de las serpientes. Pero Rastočnik se negó, pues temía fortalecer con ello la ojeriza del veneno. Así que la abuela se fue a la paisana Želodec, que le bendijo el pan. «Tú, animal venenoso, retira tu veneno de esa persona», pidió Želodec al espíritu de la serpiente. «No conjuro su carne, no conjuro su sangre, sino el espasmo terrible», fueron las palabras con las que aquella mujer consagró el pan. Sólo después de que su hijo comiera cada día un trozo de aquel pan y rezara un padrenuestro, sin decir amén al final, pudo curarse. El veneno se había retirado de él. Y la palabra se hizo pan y habitó en él cada vez que ensalivaba la palabra sanadora. El pan hablado, la palabra devorada.

***

¿Cómo podría atraer hacia mí el escenario de mi infancia? ¿Cómo visualizar sus formas? ¿Debería acaso empezar admitiendo que ese valle ha sido diseñado como un callejón sin salida del paisaje, un lugar en el que caminos y carreteras desembocan en un punto muerto? ¿Debería decir que su aspecto es el de un calcetín apretujado entre colinas que lo mantienen abierto por su parte superior? ¿Confirmar que todas las laderas descienden para quedar atascadas en el fondo del desfiladero, delimitado por un arroyo y una carretera, y que el foso intenta ganar un poco de amplitud a tal estrechez, por lo que en algunos puntos hasta consigue apoltronarse entre los llanos cojines de unos prados y unos campos de cultivo? Esos prados, sin embargo, han de adaptarse pronto a la nueva angostura, plegarse a la siguiente cuesta empinada. Toda vastedad ha huido de este paisaje.
Maja Haderlap. El ángel del olvido. Traducción de José Aníbal Campos. Editorial Periférica.