Despertar. La
curiosidad de la mirada infantil —cuando
el mundo alrededor está alborotado y los significados últimos aún no se han
posado por entero sobre los gestos y los objetos cercanos—, protagoniza el inicio
de El ángel del olvido, deteniéndose
en olores, tactos, emociones: las mujeres enlutadas, las historias en las
cocinas de leña, los baldes con comida para los cerdos, las fotografías en
blanco y negro escondidas en cajas, el tiempo que lo marca el cuidado de
animales y campos de cereales, el crujido de los rosarios en los velatorios y
los ataúdes junto a las ventanas, los tazones blancos donde beber una leche
fuerte y amarilla, el olor a humo en las despensas, el bosque como frontera;
una mirada primera que no es la nostalgia por un pasado remoto, sino la
sorpresa por cómo aparece poco a poco ante nosotros aquello que permanecía
soterrado o invisible, uniendo a todos esas emociones propias de la niñez la
muerte, el amor, el dolor, la crueldad, la identidad y la memoria. Y en ese
mundo que se revela ante la mirada de la niña, la figura de la abuela como guía
y mito. Dice la niña —dice
Haderlap—: Apenas echa a andar, la sigo. Ella es mi
abeja reina y yo soy su zángano. Tengo pegado a la nariz el olor de sus
vestidos, un olor a leche y a humo, el aliento de hierbas amargas adherido a su
delantal. Ella comienza su danza y yo imito su baile. Ajusto mis pasos, más
cortos, a los suyos, llevados a remolque, me pongo a zumbar una tierna melodía
hecha de preguntas, mientras ella entona el bajo continuo. La ternura de
las primeras páginas, la ternura de la mirada infantil, el amor por las cosas
sencillas —las
caricias de la abuela, la relación con la naturaleza, los juegos, los
encuentros con los vecinos un lenguaje secreto—, es un camino que pronto se adentra en un
territorio ignoto. La abuela será quien dé a la niña las primeras pistas sobre
un pasado cercano y desconocido y le hable a la niña de la frontera cercana, de
la guerra donde tantos vecinos del valle murieron o desaparecieron o regresaron
de lejanos campos de concentración, de los partisanos, como su padre y su
abuelo, que se ocultaron en el bosque para luchar, del horror y la crueldad de
los alemanes y la policía austriaca, de las cicatrices que llevan todos los
supervivientes —y
ahí, en esas cicatrices, el dolor del padre que arrasa por momentos con la
placidez familiar—.
El mundo se abrirá poco a poco ante la mirada infantil y la niña empezará a
entender términos como frontera o identidad; entonces, El ángel del olvido se muestra como aprendizaje y como un intento
de comprender y ahondar en las propias raíces, de ese mundo que era invisible a
los ojos de la niña y que se distinguirá con mayor nitidez a medida que la niña
se haga adulta, comprendiendo mejor la extraña maquinaria del corazón de los
hombres.
Fronteras y memoria.
La importancia de las diferentes fronteras en El ángel del olvido: la tierra de la infancia, un valle austríaco
cerca de la Eslovenia de la era yugoslava y que influye en los habitantes del
valle —austríacos
que hablan en esloveno y, por tanto, se siente extraños a ambos lados de la
frontera—; el
tiempo, que pasa de la pureza infantil a la revelación de un mundo y un
lenguaje secretos, la niña que se convierte en adulta y en cada nuevo paso una
imagen que se completa; la memoria propia, que empieza con los gestos y las
historias de la abuela, los lloros escondidos de la madre, los ataques de
pánico del padre, y la memoria ajena que hunde sus raíces en una guerra
desconocida e influye en el sentir de la niña y la mujer; la vida, la
celebración de la vida en los gestos cotidianos, en las conversaciones de la
cocina, en los encuentros en otras tierra, y la asunción de la muerte también
con sus gestos cotidianos en los rosarios, las noches en vela, las mortajas y
los ataúdes abiertos, en su dolor y la ausencia; en fin, la frontera entre la
niñez y la edad adulta, donde las relaciones se trastocan y ya no está la
pureza inicial y nos separamos de aquel mundo que nos acogía y contenía para
buscar nuevos caminos. La narradora —la
niña, la mujer que cruza El ángel del
olvido—, en esa
línea invisible que separa espacios y tiempos, la carga de llevar las historias
del valle sobre sí misma, la búsqueda de una identidad y una voz propia entre
tantas voces —y qué
hacer para llegar a una voz natural y real que haga justicia con quien somos y
con nuestras raíces—.
Dice la mujer, —dice
Haderlap—: Las barreras de protección que intento
levantar entre mi persona y mi familia se vienen debajo de nuevo. Por un momento
temo la irrupción impetuosa del pasado, que entra arrollándome del todo, temo
desaparecer bajo su enorme peso. Decido entonces llevar a la escritura todos
esos fragmentos, lo dinamitado, lo recordado, lo narrado, todo lo presente y lo
ausente, hacer un nuevo boceto de mí misma a partir de la memoria, trazarme con
la escritura un cuerpo hecho de aire y contemplación, de aromas y olores, de
voces y ruidos, de cosas pasadas, soñadas, de rastros. Podría así recuperar lo
irreversible, corroborar que ha regresado bajo un ropaje nuevo, transformándose
y transformándome. Podría así ensamblar otra vez lo separado, lo barrido hacia
un lado y que pueda entreverse lo que está debajo. Podría rodear lo que ha sido
con un cuerpo invisible, un cuerpo que lo selle y someta. Y eso hace Maja
Haderlap, un camino.
Camino circular y el
retorno de lo idéntico. Un camino que parece plácido en los primeros pasos de
la niña tras la abuela pero en el que esperan agazapados los recuerdos de la
guerra y su brutalidad, las heridas y las grietas en la comunidad —grietas que se agrandan
dejando ver el miedo y el horror vividos—,
un camino peligroso porque equivale a dejarse llevar por tantas sombras y
tantos recuerdos ajenos, el impulso de los otros que puede hacer zozobrar la
propia historia. Y es ahí donde Haderlap, en la llegada al mundo adulto, decide
separarse de aquella tierra y tomar un desvío que le permita respirar, tomar
distancia con la vida conocida, adentrarse en otros caminos que, como
afluentes, le devolverán con el tiempo a la senda principal. Estalla otra
guerra cerca de la frontera, y los supervivientes de la anterior se quedan
mundos y extrañados del regreso de la violencia, distintos nombres pero
idéntica barbarie, el reflejo del pasado en el presente. Vuelve la guerra,
entre ausencias.
Es un trabajo arduo el de Maja Haderlap, erigirse como recopiladora
de las historias de su familia y vecinos, de la tierra de su infancia, que no
se pierda su voz entre el caudal de las ajenas. Haderlap pasa de lo pequeño y
personal, aquello que la sorprendía de niña, al lento descubrimiento de un
pasado devastador y la reflexión sobre la identidad y la memoria. Qué nos
acerca y contiene y qué nos enfrenta, qué hacemos con nuestros recuerdos y los
recuerdos de quienes nos precedieron, cómo salvarnos entre tantas pasiones intrusas,
cómo rescatar los objetos de la infancia, la casa que fue derruida o los gestos
de amor y dolor, dónde la frontera entre la persona y la comunidad. Tengo dudas
de usar la palabra poético por las connotaciones peyorativas que a veces
acarrea, pero así definiría la escritura fragmentada de Haderlap que habla de
lo cotidiano para llegar a lo universal: un largo y valioso poema.
La abuela sólo se encomienda a ciertos signos insólitos del
cielo, y sabe interpretarlos. Cree en la Cuaresma y en el 8 de mayo, día en
acude a misa cada año para dar las gracias por el fin de la época nazi. Cree en
las palabras que apelan a la voluntad, no al oído humano. Afirma que las
palabras disponen de un poder enorme, que son capaces de hechizar los objetos y
curar a las personas, que un pan al que se le ha hablado, un pan dotado y
provisto de plegarias, puede ayudar en la enfermedad y en la miseria. A su hijo
mayor lo mordió una serpiente, cuenta la abuela. La herida se resistía a sanar,
y los médicos ya no sabían qué hacer con él. Entonces ella fue a ver al viejo
Rastočnik para que
éste le hiciera al pan un conjuro contra el veneno de las serpientes. Pero
Rastočnik se negó,
pues temía fortalecer con ello la ojeriza del veneno. Así que la abuela se fue
a la paisana Želodec,
que le bendijo el pan. «Tú,
animal venenoso, retira tu veneno de esa persona», pidió Želodec al
espíritu de la serpiente. «No
conjuro su carne, no conjuro su sangre, sino el espasmo terrible», fueron las
palabras con las que aquella mujer consagró el pan. Sólo después de que su hijo
comiera cada día un trozo de aquel pan y rezara un padrenuestro, sin decir amén
al final, pudo curarse. El veneno se había retirado de él. Y la palabra se hizo
pan y habitó en él cada vez que ensalivaba la palabra sanadora. El pan hablado,
la palabra devorada.
***
¿Cómo
podría atraer hacia mí el escenario de mi infancia? ¿Cómo visualizar sus formas?
¿Debería acaso empezar admitiendo que ese valle ha sido diseñado como un
callejón sin salida del paisaje, un lugar en el que caminos y carreteras
desembocan en un punto muerto? ¿Debería decir que su aspecto es el de un
calcetín apretujado entre colinas que lo mantienen abierto por su parte
superior? ¿Confirmar que todas las laderas descienden para quedar atascadas en
el fondo del desfiladero, delimitado por un arroyo y una carretera, y que el
foso intenta ganar un poco de amplitud a tal estrechez, por lo que en algunos
puntos hasta consigue apoltronarse entre los llanos cojines de unos prados y
unos campos de cultivo? Esos prados, sin embargo, han de adaptarse pronto a la
nueva angostura, plegarse a la siguiente cuesta empinada. Toda vastedad ha
huido de este paisaje.
Maja Haderlap. El ángel del
olvido. Traducción de José Aníbal Campos. Editorial Periférica.
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