Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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lunes, 25 de mayo de 2020

-02. Baynton

Hay otras dos ventanas iluminadas a las cuatro y media de la madrugada. Y una oscuridad silenciosa y estática donde nada nadie se mueve. Una masa negra se hunde sobre los tejados de las casas en la ladera. Sólo brillan las luces rojas de los repetidores de señal en la cumbre del monte. Y la luz anaranjada de las farolas de la carretera que divide este pueblo en dos. Hay tanta soledad, tanto equilibrio en la noche cuántos significados de noche quedan en el amor, cuántos signos de lo salvaje. Releo lo escrito estas últimas semanas, donde la escritura me sirve para atravesar el aturdimiento   la espera somnolienta   el tiempo extinguido. Retrocedo, entonces, a aquel momento detenido ante las estanterías vacías del supermercado, antes de, y un primer atisbo de una angustia que no era mía, que se me impuso desde fuera, y mi lucha por anularla, retrocedo a la solidez de los objetos y el mundo invisible en mis manos, a la vulnerabilidad constante, en primer o segundo plano. No hay una escritura abarcadora ni una búsqueda de trascendencia en esas notas, no trato de explicar el confinamiento. No podría. Sólo la vida a través de una ventana: los edificios al otro lado del río, la ascensión de las campanadas y los gorjeos de los mirlos de su aislamiento pretérito, el renacer en los árboles, el aplauso de los balcones, la muralla de niebla en el monte, la lluvia y calor de la luz sobre lo detenido. Todo parece en calma, fuera de la ventana, apenas hay otro movimiento que no sea el vuelo de los pájaros, otro  ruido que no sea el viento. Eso es lo extraño de este paisaje, la anulación de una realidad que creíamos sólida e inmutable. He de acercarme a otras ventanas para ver aquello que queda lejos de la mía. Aquí, en este paisaje confinado, sólo las réplicas de la pandemia. La causa de nuestro encierro, aquello que no veo, llega a oleadas a través de otras ventanas, a través de otras palabras que intentan fijar e imponer una verdad y yo, como el primer día ante las estanterías vacías, intento desprenderme de una realidad impuesta y vacía para ver bajo ella no la amargura o el señalamiento culpable ni el caos o el odio entre miradas antagónicas sino los gestos de valentía y solidaridad, el miedo y la rabia y la fragilidad y la tristeza y la esperanza en un mismo punto, el equilibrio de lo salvaje en las vidas fuera del paisaje de esta ventana.

Leo.


***

Descarnados. Así los cuentos de Baynton. Como el paisaje árido del interior de Australia, donde un puñado mujeres lucha contra el encierro y  por la supervivencia en una tierra y una sociedad hostiles. Dejo el libro en la estantería, entre otros de la editorial Impedimenta, y recuerdo la modernidad y la fuerza de unos relatos escritos hace más de cien años.


Las manchas de harina que salpican la ropa de Squeaker, tan descuidada ahora que tenía que encargarse de todo, mostraban claramente que había intentado hacer pan, pero que no le había salido del todo bien. Las mujeres le dieron de comer varias veces, tras llegar a la conclusión de que aquella situación debía de ser horrible para él.
También podían haber llegado a la conclusión de que la situación era horrible para ella. Quizá se sintiera inmensamente sola. Pero la compañera de Squeaker no se quejaba. Para ella, los largos, larguísimos días solo daban paso a largas, larguísimas noches. Noches en las que el inmenso silencio de la espesura se veía repentinamente atravesado por una de las voces de la propia espesura que, sin embargo, para ella no suponía ningún peligro. No era una mujer especialmente fantasiosa y, en cambio, sí una perfecta conocedora del entorno y del paisaje. De modo que sabía que el prolongado gimoteo proveniente de los matorrales que cercaban el lugar en el que seguía enterrada el hacha, debajo del mismo árbol carcomido por los gusanos, era solo la llamada del dingo. Y ese lamento tembloroso que le llegaba desde la charca y que se extendía con turbio misterio era tan solo el grito del asustado zarapito.
Mientras, su perro siempre tan alerta y vigilante como ella esperaba pacientemente a que se levantara y volviera a estar activa, yendo de aquí para allá otra vez. «Cosa que sucederá pronto», le dijo ella a su compañero, que seguía quejándose a todas horas.
—No es verdad. Te has destrozado la espalda —respondía Squeaker secamente—. Eso es lo que te pasa. Tienes una lesión en la columna. Según el doctor, eso quiere decir que te has partido la espalda y que nunca más volverás a andar. No está bien que no te lo diga porque yo no puedo hacerlo todo solo.
En el rostro de la mujer se dibujó una mirada salvaje, e intentó sentarse.
—Ahí lo tienes —dijo él—. Ya lo ves. No puedes. Estás igual que una serpiente con el espinazo partido. Sólo que tú no te muerdes a ti misma como lo haría una serpiente cuando ya no puede arrastrarse más. Lo único que te mordiste fue la lengua cuando el árbol te derribó.
Ella jadeó, y él pudo escuchar cómo le latía el corazón mientras dejaba que se le cayera la cabeza hacia atrás. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano, y luego dijo que el doctor se había equivocado. No obstante, siguió comprobando día tras día lo que podía y lo que no podía hacer, y hasta dónde llegaban sus fuerzas. Y, fuera cual fuese el resultado, seguía manteniéndose en silencio, a pesar de que unos testigos de color blanco, a modo de halo, iban cercándole progresivamente la frente y las sienes.
Barbara Baynton. Estudios de lo salvaje. Traducción Pilar Adón. Impedimenta.

martes, 17 de mayo de 2016

El árbol. John Fowles

Una reflexión sobre la naturaleza, el mundo interior y exterior, lo humano y lo ultrahumano, la creación y el arte, la reivindicación de lo salvaje y el hombre verde frente a la mirada antropocéntrica del ser humano o los jardines simétricamente organizados, el recuerdo de la simbología medieval del bosque como un lugar peligroso y maléfico. Y, también, el repaso de la infancia y las primeras confrontaciones con el padre, los días en el campo durante la Segunda Guerra Mundial y asistir a otro mundo distinto al de las ciudades y pueblos urbanos, la naturaleza como modelo a imitar para la escritura.

John Fowles aúna ensayo y memoria en El Árbol, las primeras páginas dedicadas a su infancia cerca de Londres, los manzanos en el jardín de su padre, la pulcritud de una naturaleza artificial, el descubrimiento de Fowles de bosques y campos donde la naturaleza crece salvaje y libre y ahí, en ese salvajismo, un microcosmos de bosques y animales con sus propias reglas, una vida que crece de forma diferente, sin poda (y la dificultad de los frutos sin podar, los árboles ajenos a la causa humana), una naturaleza libre que lo separa de la mirada ordenada del padre.


En secreto, anhelaba cada vez más todo aquello de lo que carecía nuestro entorno: el espacio abierto, lo salvaje, las colinas, los bosques… Creo que principalmente echaba de menos los árboles «reales» del bosque. Con una o dos excepciones (las marismas de Essex, la tundra ártica) siempre he odiado la visión de un campo llano y sin árboles extendiéndose ante mí. Semejantes espacios parecen dominados por el paso del tiempo, que va marcando su pauta de forma implacable, como un reloj. Pero los árboles distorsionan el tiempo o, más bien, lo que hacen es crear una variedad de tiempos: aquí denso y abrupto, allí calmado y sinuoso. Nunca lento y pesado, nunca mecánico ni ineludiblemente monótono.


Fowles se lamenta de la mirada antropocéntrica del hombre, de la falta de comunión entre la mirada interior y la exterior, de los límites férreos y la querencia por ordenar el caos, de parcelar y cosificar aquello que nos rodea, nuestra necesidad de nombrarlo (y, por tanto, poseerlo) y cómo nos apartamos de una mirada abarcadora, una especie de miedo al vacío, incapaces de ver el conjunto.


En un bosque, la «frontera» visual real que simboliza un árbol cualquiera suele ser imposible de distinguir, al menos en verano. Nos sentimos (o creemos que nos sentimos) más próximos a la «esencia» de un árbol (o a la de su especie) cuando nos encontramos con un árbol aislado, como nosotros. Pero la evolución no ha querido que los árboles crezcan de manera individual. Resulta que son criaturas mucho más sociables que nosotros, y un ejemplar aislado no es más natural de lo que sería un marinero varado o un ermitaño. Su asociación crea o apoya a su vez la asociación de otros grupos de plantas, insectos, aves, mamíferos, microorganismos… Seres, todos ellos, que podemos volver a seleccionar para ejercer sobre ellos una nueva labor de aislamiento y parcelación, pero que seguirán manteniendo una misma entidad ideal, o la experiencia entera, de lo que significa el conjunto de un bosque. De hecho, es así como siguen concibiéndolos la totalidad de los grupos indígenas, y fue así como los contemplaron las sociedades primitivas.


Como Thoreau, Fowles busca en los bosques, en la naturaleza más alejada de las urbes, una forma de libertad y descubrimiento. En El árbol, Fowles recuerda los pasados adjetivos que se asociaban a los bosques, maléfico, aventurero, misterioso, el bosque como un lugar donde vive una fuerza oculta, un mal que combatir, un lugar hostil, el presente donde hay que categorizarlo todo, perdiendo una cierta observación solitaria y silenciosa. El árbol termina con una caminata de Fowles por el bosque de Wistman, la experiencia personal de Fowles ante un paraje extraño, el silencio y los sentidos propios.

 
Todo esto, esta ausencia de nombre, se produce independientemente de toda nuestra ciencia y de todas nuestras manifestaciones artísticas, ya que su secreto consiste en ser, no en decir. Para nosotros, esta realidad resulta inmensamente valiosa dado que no se puede reproducir, y su existencia solo puede ser aprehendida por otro ser que se encuentre presente ante ella, a través de sus propios sentidos y de su propia conciencia. Cualquier otra experiencia de la misma que se celebre por medio de un duplicado o una réplica, por medio de una imagen concreta, de una palabra «ajardinada». A través de otros ojos y de otra mente, la traiciona. La elimina. Y es aquí donde se encuentra el consuelo de la naturaleza, su mensaje, que se extiende más allá del estricto universo particular del bosque de Wistman. Únicamente de una manera personal, de una manera directa, podemos llegar a conocer la realidad natural, en su propio presente. Nadie puede comprenderla a través de otro. Ni siquiera parcelándola. Solo se puede llegar a través de uno mismo.


El árbol es un hermoso ensayo, una defensa de lo salvaje y del caos ante el orden, de la eliminación de límites y fronteras.
John Fowles. El árbol. Traducción de Pilar Adón. Impedimenta.