Hay otras dos ventanas iluminadas a las cuatro y media de
la madrugada. Y una oscuridad silenciosa y estática donde nada nadie se mueve.
Una masa negra se hunde sobre los tejados de las casas en la ladera. Sólo
brillan las luces rojas de los repetidores de señal en la cumbre del monte. Y
la luz anaranjada de las farolas de la carretera que divide este pueblo en dos.
Hay tanta soledad, tanto equilibrio en la noche —cuántos significados de noche quedan en el amor,
cuántos signos de lo salvaje—.
Releo lo escrito estas últimas semanas, donde la escritura me sirve para
atravesar el aturdimiento la espera
somnolienta el tiempo extinguido. Retrocedo, entonces,
a aquel momento detenido ante las estanterías vacías del supermercado, antes
de, y un primer atisbo de una angustia que no era mía, que se me impuso desde
fuera, y mi lucha por anularla, retrocedo a la solidez de los objetos y el
mundo invisible en mis manos, a la vulnerabilidad constante, en primer o
segundo plano. No hay una escritura abarcadora ni una búsqueda de trascendencia
en esas notas, no trato de explicar el confinamiento. No podría. Sólo la vida a
través de una ventana: los edificios al otro lado del río, la ascensión de las
campanadas y los gorjeos de los mirlos de su aislamiento pretérito, el renacer
en los árboles, el aplauso de los balcones, la muralla de niebla en el monte,
la lluvia y calor de la luz sobre lo detenido. Todo parece en calma, fuera de
la ventana, apenas hay otro movimiento que no sea el vuelo de los pájaros,
otro ruido que no sea el viento. Eso es
lo extraño de este paisaje, la anulación de una realidad que creíamos sólida e
inmutable. He de acercarme a otras ventanas para ver aquello que queda lejos de
la mía. Aquí, en este paisaje confinado, sólo las réplicas de la pandemia. La
causa de nuestro encierro, aquello que no veo, llega a oleadas a través de
otras ventanas, a través de otras palabras que intentan fijar e imponer una
verdad —y
yo, como el primer día ante las estanterías vacías, intento desprenderme de una
realidad impuesta y vacía para ver bajo ella no la amargura o el señalamiento
culpable ni el caos o el odio entre miradas antagónicas sino los gestos de
valentía y solidaridad, el miedo y la rabia y la fragilidad y la tristeza y la
esperanza en un mismo punto, el equilibrio de lo salvaje en las vidas fuera del
paisaje de esta ventana.
Leo.
***
Descarnados. Así los cuentos de Baynton. Como el paisaje
árido del interior de Australia, donde un puñado mujeres lucha contra el
encierro y por la supervivencia en una
tierra y una sociedad hostiles. Dejo el libro en la estantería, entre otros de
la editorial Impedimenta, y recuerdo la modernidad y la fuerza de unos relatos
escritos hace más de cien años.
Las manchas de harina que salpican la ropa de Squeaker, tan
descuidada ahora que tenía que encargarse de todo, mostraban claramente que
había intentado hacer pan, pero que no le había salido del todo bien. Las
mujeres le dieron de comer varias veces, tras llegar a la conclusión de que
aquella situación debía de ser horrible para él.
También podían haber llegado a la conclusión de que la
situación era horrible para ella. Quizá se sintiera inmensamente sola. Pero la
compañera de Squeaker no se quejaba. Para ella, los largos, larguísimos días
solo daban paso a largas, larguísimas noches. Noches en las que el inmenso
silencio de la espesura se veía repentinamente atravesado por una de las voces
de la propia espesura que, sin embargo, para ella no suponía ningún peligro. No
era una mujer especialmente fantasiosa y, en cambio, sí una perfecta conocedora
del entorno y del paisaje. De modo que sabía que el prolongado gimoteo
proveniente de los matorrales que cercaban el lugar en el que seguía enterrada
el hacha, debajo del mismo árbol carcomido por los gusanos, era solo la llamada
del dingo. Y ese lamento tembloroso que le llegaba desde la charca y que se
extendía con turbio misterio era tan solo el grito del asustado zarapito.
Mientras, su perro —siempre
tan alerta y vigilante como ella—
esperaba pacientemente a que se levantara y volviera a estar activa, yendo de
aquí para allá otra vez. «Cosa
que sucederá pronto», le dijo ella a su compañero, que seguía quejándose a
todas horas.
—No es
verdad. Te has destrozado la espalda —respondía Squeaker secamente—. Eso es lo
que te pasa. Tienes una lesión en la columna. Según el doctor, eso quiere decir
que te has partido la espalda y que nunca más volverás a andar. No está bien
que no te lo diga porque yo no puedo hacerlo todo solo.
En el
rostro de la mujer se dibujó una mirada salvaje, e intentó sentarse.
—Ahí lo
tienes —dijo él—. Ya lo ves. No puedes. Estás igual que una serpiente con el
espinazo partido. Sólo que tú no te muerdes a ti misma como lo haría una
serpiente cuando ya no puede arrastrarse más. Lo único que te mordiste fue la
lengua cuando el árbol te derribó.
Ella
jadeó, y él pudo escuchar cómo le latía el corazón mientras dejaba que se le
cayera la cabeza hacia atrás. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la
mano, y luego dijo que el doctor se había equivocado. No obstante, siguió
comprobando día tras día lo que podía y lo que no podía hacer, y hasta dónde
llegaban sus fuerzas. Y, fuera cual fuese el resultado, seguía manteniéndose en
silencio, a pesar de que unos testigos de color blanco, a modo de halo, iban
cercándole progresivamente la frente y las sienes.
Barbara Baynton. Estudios de lo
salvaje. Traducción Pilar Adón. Impedimenta.
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