Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 20 de mayo de 2020

-07. Schmidt

De niño, camino del colegio, buscaba matrículas de seis números entre los coches. Eran el vestigio de una época desconocida, aquella de las fotografías en blanco y negro de mi padre donde las romerías y los bailes en campos de hierba y caminos de tierra y polvo, donde el anís que compraban los muchachos y las galletas que llevaban las muchachas, donde el color en los trajes de los jóvenes y el luto perpetuo de unas madres sin tiempo en el rostro. Creía, si llegaba a la decena de coches, que tendría un buen día: había creado una superstición. Sentía que los números guardaban un significado oculto, que bajo su dibujo se encontraba el acceso a un mundo subterráneo e invisible más allá del cálculo o la estadística. Recuerdo que escribía números en un cuaderno con mi letra grande y redonda de niño. Empezaba con el uno y seguía de manera ordenada hacia delante en busca del infinito. Me tumbaba en el suelo de madera e, inclinado en las hojas, dibujaba, separados por un guión, un número tras otro. De las decenas a las centenas y los millares. Terminaba una página y observaba cómo, al pasar de la unidad a la decena o de la decena a la centena, cambiaba el dibujo de la hoja; o me sorprendía por la repetición de los números en una línea diagonal. Era un juego infantil. Los números de aquel cuaderno no nombraban ni describían nada, tan sólo señalaban su propia naturaleza de números. En este confinamiento, cada día, nos sueltan cifras de hospitalizados y muertos, de infectados e ingresados en la uci, son números con un significado. Pero a veces, sólo a veces, siento que esos números se parecen a aquellos de mi cuaderno, parece que no describan ni nombren nada por la voz hueca de quien recita cifras y estadísticas. Y estos números nombran. No sólo la realidad de un virus invisible, sino, sobre todo, la realidad de una vida, de tantas vidas. Nos sueltan cifras y yo necesito hacer el ejercicio de convertirlas en seres humanos que llevan tras de sí, todos y cada uno de ellos, una estela blanca. Entonces, la tragedia de estos días.

Intento dedicar quince minutos a las noticias. Sólo quince. Por salud mental. Y en quince minutos, las últimas muertes, la transformación de El palacio de hielo madrileño en una morgue, los ancianos de una residencia que conviven con sus vecinos de habitación muertos. Me siento desbordado e incapaz de asumir esa realidad de horror. Miro a través de la ventana el vuelo negro de un cormorán— y pienso, en ese instante donde un cormorán toma altura en el atardecer, en la lucha en los hospitales.

Leo. Una historia de frontera y cielos abiertos. Para respirar.


***

Hago una foto de Los hijos de Nobodaddy, la trilogía de Arno Schmidt, y hablo de su mirada implacable y feroz sobre el ser humano, de su escritura densa y poética, de la última parte, donde un hombre disfruta de su condición de único ser humano vivo tras una hecatombe.


(4 semanas más tarde): incansablemente fluía la cinta dentada de acero a través de la madera colorida; polvo blanco de madera caía para posarse sobre el pie izquierdo adelantado, buen serrín, duro y aterciopelado, y cada partícula tenía su propia existencia: debería escribirse la biografía de cada partícula: ¡todo el mundo quiere existir! «Descripción de la vida de un enebro»; «Así creció aquel pino, el de la derecha»; «Nosotros, el musgo»; «Yo fui un ave azor»; ¿por qué un sendero no puede considerarse un ser? El terraplén del ferrocarril tiene «Su historia». ¡Una piedra de balasto vive más tiempo que usted, señor Lector Cualquiera! «La huella de mi pie». «Piñas» (son verdaderas comunidades). En el alféizar de mi ventana había 24 pequeñas macetas con semillas de árboles: así fluía la cinta dentada de acero a través de la madera colorida: incansablemente.
Arno Schmidt. Espejos negros. Trad. Florian von Hoyer y Guillermo Piro. Debolsillo.

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