De niño, camino del colegio, buscaba matrículas de seis
números entre los coches. Eran el vestigio de una época desconocida, aquella de
las fotografías en blanco y negro de mi padre donde las romerías y los bailes
en campos de hierba y caminos de tierra y polvo, donde el anís que compraban
los muchachos y las galletas que llevaban las muchachas, donde el color en los
trajes de los jóvenes y el luto perpetuo de unas madres sin tiempo en el rostro.
Creía, si llegaba a la decena de coches, que tendría un buen día: había creado
una superstición. Sentía que los números guardaban un significado oculto, que
bajo su dibujo se encontraba el acceso a un mundo subterráneo e invisible más
allá del cálculo o la estadística. Recuerdo que escribía números en un cuaderno
con mi letra grande y redonda de niño. Empezaba con el uno y seguía de manera
ordenada hacia delante en busca del infinito. Me tumbaba en el suelo de madera
e, inclinado en las hojas, dibujaba, separados por un guión, un número tras
otro. De las decenas a las centenas y los millares. Terminaba una página y
observaba cómo, al pasar de la unidad a la decena o de la decena a la centena,
cambiaba el dibujo de la hoja; o me sorprendía por la repetición de los números
en una línea diagonal. Era un juego infantil. Los números de aquel cuaderno no nombraban
ni describían nada, tan sólo señalaban su propia naturaleza de números. En este
confinamiento, cada día, nos sueltan cifras de hospitalizados y muertos, de infectados
e ingresados en la uci, son números con un significado. Pero a veces, sólo a
veces, siento que esos números se parecen a aquellos de mi cuaderno, parece que
no describan ni nombren nada por la voz hueca de quien recita cifras y estadísticas.
Y estos números nombran. No sólo la realidad de un virus invisible, sino, sobre
todo, la realidad de una vida, de tantas vidas. Nos sueltan cifras y yo
necesito hacer el ejercicio de convertirlas en seres humanos que llevan tras de
sí, todos y cada uno de ellos, una estela blanca. Entonces, la tragedia de
estos días.
Intento dedicar quince minutos a las noticias. Sólo quince.
Por salud mental. Y en quince minutos, las últimas muertes, la transformación
de El palacio de hielo madrileño en una morgue, los ancianos de una residencia
que conviven con sus vecinos de habitación muertos. Me siento desbordado e
incapaz de asumir esa realidad de horror. Miro a través de la ventana —el vuelo negro de un
cormorán— y pienso, en ese
instante donde un cormorán toma altura en el atardecer, en la lucha en los
hospitales.
Leo.
Una historia de frontera y cielos abiertos. Para respirar.
***
Hago
una foto de Los hijos de Nobodaddy, la trilogía de Arno Schmidt, y hablo de su
mirada implacable y feroz sobre el ser humano, de su escritura densa y poética,
de la última parte, donde un hombre disfruta de su condición de único ser
humano vivo tras una hecatombe.
(4 semanas más tarde):
incansablemente fluía la cinta dentada de acero a través de la madera colorida;
polvo blanco de madera caía para posarse sobre el pie izquierdo adelantado,
buen serrín, duro y aterciopelado, y cada partícula tenía su propia existencia:
debería escribirse la biografía de cada partícula: ¡todo el mundo quiere
existir! «Descripción de la vida de un enebro»; «Así creció aquel pino, el de
la derecha»; «Nosotros, el musgo»; «Yo fui un ave azor»; ¿por qué un sendero no
puede considerarse un ser? El terraplén del ferrocarril tiene «Su historia».
¡Una piedra de balasto vive más tiempo que usted, señor Lector Cualquiera! «La
huella de mi pie». «Piñas» (son verdaderas comunidades). En el alféizar de mi
ventana había 24 pequeñas macetas con semillas de árboles: así fluía la cinta
dentada de acero a través de la madera colorida: incansablemente.
Arno Schmidt. Espejos
negros. Trad. Florian von Hoyer y Guillermo Piro. Debolsillo.
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