Espero a que la niebla atraviese la cumbre del monte, se
haga jirones y desaparezca en la mañana. Espero porque ahí, en la última línea
de luz en niebla, el recuerdo del camino entre eucaliptos, el humo en las
chimeneas de los caseríos y el crujido de las ramas de los árboles los días de
viento, porque ahí, en el muro blanco que separa un mundo espectral de otro
real, la hierba en mitad de las roderas, las huellas de bicicletas, perros y
senderistas, las hojas de otoño en la tierra que se pudren en una pasta
resbaladiza cuando llega el invierno y la desnudez en los árboles, porque ahí,
antes de la espera y el tiempo estancado, mis pasos y el aliento de mi boca y
un café negro, fuerte y amargo en la cumbre, diferente de aquellos aguados de
las potas gallegas y que apenas dejaban poso donde leer nuestro futuro. Hoy me
imagino en la cumbre tras el ascenso por el camino de barro, intentando
adivinar mi futuro en el fondo de una taza blanca, un futuro que atraviesa mi
cuerpo, se hace jirones y desaparece en la mañana.
Cae aguanieve. Después de los días de mayo de la última
semana, hemos regresado a enero en este penúltimo día de marzo. Hay un mirlo
frente a mi ventana. Hace días que juego a creer que es el mismo mirlo el que
se posa en las ramas aún desnudas de algunos árboles y canta entre las
campanadas de la iglesia y el murmullo apagado de los pabellones cercanos y
escarba con su pico en la tierra junto a las raíces buscando gusanos y
lombrices. Y como no hay otra cosa que remontar horas le pongo un nombre a esos
mirlos que concentro en uno solo. Y le llamo Orfeo. Oscuro, de pico amarillo,
Orfeo sube y baja por las ramas, canta con la cabeza elevada hacia al cielo,
hacia el río, hacia al tejado de este edificio, hacia esta ventana. Hay una
repetición y un silencio en sus gorjeos e intento desentrañar un mensaje en su
canto. Orfeo no teme ruidos extraños o movimientos inesperados. No hay nada
nadie en la mañana.
Así mis primeras horas tras una noche insomne. Incapaz de
dormir después del trabajo, el cuerpo agotado, la cabeza con un ruido
persistente, la luz afianzada entre las rendijas de la persiana. Espero,
observo, juego como cuando niño, me quedo en silencio sin saber qué hacer decir
pensar. Mediante el sueño del mundo, despierto.
Leo.
***
Es la voz de una niña adulta que se desenreda poco a poco y
habla de una primera mirada a la muerte —el
dolor y la culpa y el luto y la extrañeza y la soledad—, de violencia, miedo, locura y poesía, del amor hacia
una madre o una maestra o un libro, del mundo hundido de un padre violento, del
acercamiento al otro cuando el otro es visto con recelo y tensión porque es
acercarse a un relato impuesto sobre quién representa el bien y el mal.
Últimamente me pongo a leer libros viejos en la cama. Le
dije a la bibliotecaria que quería leer todo lo que valiera la pena así que me
hizo una lista. Eso fue hace dos años y ahora ya voy por las hermanas Brontë.
No leo tebeos ni el periódico. Me entero de las noticias que quiero saber por
la televisión.
No soporto los cuentos que leemos en el colegio. Cindy o
Lou, con el perro o el gato, siempre emprendiendo alguna aventura. A veces se
encuentran a un bandido o se montan en un tren de mercancías, pero el policía o
el maquinista siempre los salvan y los llevan a casa y siempre siguen siendo
niños buenos.
Yo prefiero los cuentos antiguos. Cuando empecé el proyecto
me gustó el de la dama de la Edad Media que se reía y llevaba botas rojas. Iba
de viaje con un grupo de personas contando historias y dándose palmadas en la
espalda.
Lo que estoy leyendo ahora es un poco complicado para mí
pero está en la lista. Hombres y mujeres que van de un sitio para otro a
escondidas en una casa grande y oscura metiéndose en las cosas de los demás. La
bibliotecaria me dijo que la autora y sus hermanas escribían libros porque en
su época no podían trabajar. Pero seguro que eran ricas y no necesitaban
trabajar.
Podría quedarme toda la noche leyendo. No puedo dormirme si
no leo. Hay un momento en el que el cerebro no tiene nada constructivo que
hacer y se dedica a dar vueltas. Yo le obligo a dejar de hacerlo leyendo hasta
que se apaga del todo. Es que creo que es mejor hacer alguna cosa hasta el
momento en que te duermes.
Kaye Gibbons. Ellen
Foster. Traducción María José Rodellar. Editorial las afueras.
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