Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 30 de mayo de 2020

+03. Piasecki

Medía siete milímetros cuando lo encontramos. A Sísifo. Estaba entre las hojas de espinaca que e. lavaba bajo el agua fría del grifo, un punto negro que apenas se diferenciaba de la tierra oscura en las hojas. Lo cogí y miré de cerca la espiral de su concha, el camino de una galaxia frágil y pequeña en su caparazón. Se pegó
a la yema de mi dedo índice. Y ahí, en ese gesto, me sentí un dios extraño capaz de decidir el destino de una criatura microscópica, de elegir entre la vida y la muerte. Elegí, creo, vida. Construí un primer hábitat en una maceta con tierra negra, unas hojas de espinaca, unas conchas vacías a modo de cuencos de agua, un par de piedras y una minúscula rama como montes y árboles por escalar. Cerré ese mundo artificial con un cielo de plástico. Cada día abría ese cielo transparente y observaba la criatura de siete milímetros replegada dentro de sí, dejaba caer unas gotas de agua a través de mis dedos a modo de lluvia sobre su caparazón y esperaba. Sísifo se desplegaba manso y yo perdía la noción del tiempo siguiendo su lentitud al desplazarse por la tierra. Si llegaba al borde de la maceta, si hacía el gesto de salirse de ese paraíso artificial que yo creé, lo cogía con delicadeza por el caparazón y lo devolvía a una de las piedras. Su carga, la cumbre, volver al inicio. De ahí Sísifo.
De niño hacía carreras con los caracoles que atrapaba en el garaje de mi tío mi tío tenía una mesa de carpintero donde arreglar angazos y horcas y afilar las cuchillas de las hoces en una rueda esmeril de la que saltaban estrellas fugaces. En aquel garaje, además de los caracoles, estaba el vuelo de las golondrinas a ras del techo. Ponía a los caracoles en línea y observaba sus movimientos sobre la pared. No importaba el tiempo. Como hoy, cuando Sísifo en mi brazo o en el dorso de mi mano y no hay tiempo mientras observo la espiral en su caparazón creciente. Me pregunto si será consciente de mi existencia o seré tan grande en comparación con su diminuto cuerpo que no puede verme. Es cuestión de escalas, pienso. Todos los mundos dentro de éste que nos son invisibles. Por demasiado pequeños. Por gigantes.
Hoy estamos confinados. Sísifo y yo. Él en su maceta bajo un cielo de plástico. Yo entre sombras sobre paredes blancas. El mundo, ahí fuera, sigue su curso. La hierba crece sin nadie que la siegue, cercando bancos y parques de juego, las hojas brotan de los árboles invernales y la ladera del monte pasa del gris y el vacío al verde y los huecos colmados y el vuelo de los patos a dos metros de la acera y los gritos de las gaviotas cuando se refugian en el río de las tormentas en la costa y el titilar de luciérnaga en las primeras horas de la noche. El mundo, aquí dentro, una ficción hermética.

Leo.


***

Son los espacios abiertos los que dominan la novela de Piasecki, la tierra a ambos lados de la frontera donde hacer contrabando y luchar contra soldados y policías y tormentas de nieve y la luz blanca de la luna que marca a los contrabandistas en la oscuridad. Es la aventura por el placer de la aventura, es la celebración de la vida y la muerte, el encuentro con fantasmas en la noche y mujeres indómitas y viejas rencillas y odios y bailes donde mostrar la propia fuerza y sensualidad. Es la libertad bajo el titilar de las estrellas, tan diferente a la rapidez y embotamiento de la ciudad donde el matute se pasa legalmente y buscar la Osa Mayor en los momentos de amenaza o de calma, la belleza de un camino abierto, de un espacio abierto.


Cuando reanudamos la marcha después de que el Elergante cayera herido, yo, sobrecargado de peso, caminaba con dificultad, haciendo lo imposible por no perder de vista la mancha gris de la portadera del Lord que, de repente, me pareció una losa sepulcral con sus inevitables inscripciones: el nombre, el apellido, la fecha de nacimiento y la de defunción. Mi imaginación incluso me hizo ver en aquella losa algunas palabras y el signo de la cruz. Pensaba: «Vagamos a oscuras trajinando losas sepulcrales. ¡Y yo llevo dos!» ¡Qué difícil y peligroso es el trabajo del contrabandista! Pero sentía que me costaría mucho abandonarlo. Tenía para mí la fuerza seductora de la cocaína… Me tientan nuestros misteriosos viajes nocturnos. Me resulta atractiva esta guerra de nervios y el juego con la muerte y el peligro. Me gustan los retornos a casa tras expediciones lejanas y arduas. Y después: el vodka, los cantos, el acordeón, las caras alegres de los muchachos y de las mozas… que nos quieren por nuestro dinero, por nuestra audacia, por nuestra alegría, porque no va el parrandeo y no ambicionamos riquezas… No leemos ni una línea. La política no nos interesa en absoluto. Hace meses que no he visto un periódico. Todos nuestros pensamientos se concentran en torno a un solo tema: la frontera; mientras que nuestros sentimientos giran, según el gusto y el talante de cada uno, alrededor del vodka, de la música, de los juegos de azar o de las mujeres.
Sergiusz Piasecki. El enamorado de la Osa Mayor. Traducción Jerzy Sławomirski y Anna Rubió. Acantilado.

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