Medía siete milímetros cuando lo encontramos. A Sísifo.
Estaba entre las hojas de espinaca que e. lavaba bajo el agua fría del grifo,
un punto negro que apenas se diferenciaba de la tierra oscura en las hojas. Lo
cogí y miré de cerca la espiral de su concha, el camino de una galaxia frágil y
pequeña en su caparazón. Se pegó
a la yema de mi dedo índice. Y ahí, en ese
gesto, me sentí un dios extraño capaz de decidir el destino de una criatura
microscópica, de elegir entre la vida y la muerte. Elegí, creo, vida. Construí
un primer hábitat en una maceta con tierra negra, unas hojas de espinaca, unas
conchas vacías a modo de cuencos de agua, un par de piedras y una minúscula
rama como montes y árboles por escalar. Cerré ese mundo artificial con un cielo
de plástico. Cada día abría ese cielo transparente y observaba la criatura de
siete milímetros replegada dentro de sí, dejaba caer unas gotas de agua a
través de mis dedos a modo de lluvia sobre su caparazón y esperaba. Sísifo se
desplegaba manso y yo perdía la noción del tiempo siguiendo su lentitud al
desplazarse por la tierra. Si llegaba al borde de la maceta, si hacía el gesto
de salirse de ese paraíso artificial que yo creé, lo cogía con delicadeza por
el caparazón y lo devolvía a una de las piedras. Su carga, la cumbre, volver al
inicio. De ahí Sísifo.
De niño hacía carreras con los caracoles que atrapaba en el
garaje de mi tío —mi
tío tenía una mesa de carpintero donde arreglar angazos y horcas y afilar las
cuchillas de las hoces en una rueda esmeril de la que saltaban estrellas
fugaces. En aquel garaje, además de los caracoles, estaba el vuelo de las
golondrinas a ras del techo—.
Ponía a los caracoles en línea y observaba sus movimientos sobre la pared. No
importaba el tiempo. Como hoy, cuando Sísifo en mi brazo o en el dorso de mi
mano y no hay tiempo mientras observo la espiral en su caparazón creciente. Me
pregunto si será consciente de mi existencia o seré tan grande en comparación
con su diminuto cuerpo que no puede verme. Es cuestión de escalas, pienso. Todos
los mundos dentro de éste que nos son invisibles. Por demasiado pequeños. Por
gigantes.
Hoy estamos confinados. Sísifo y yo. Él en su maceta bajo un
cielo de plástico. Yo entre sombras sobre paredes blancas. El mundo, ahí fuera,
sigue su curso. La hierba crece sin nadie que la siegue, cercando bancos y
parques de juego, las hojas brotan de los árboles invernales y la ladera del
monte pasa del gris y el vacío al verde y los huecos colmados —y el vuelo de los patos
a dos metros de la acera y los gritos de las gaviotas cuando se refugian en el
río de las tormentas en la costa y el titilar de luciérnaga en las primeras
horas de la noche. El mundo, aquí dentro, una ficción hermética.
Leo.
***
Son los espacios abiertos los que dominan la novela de Piasecki,
la tierra a ambos lados de la frontera donde hacer contrabando y luchar contra
soldados y policías y tormentas de nieve y la luz blanca de la luna que marca a
los contrabandistas en la oscuridad. Es la aventura por el placer de la
aventura, es la celebración de la vida y la muerte, el encuentro con fantasmas
en la noche y mujeres indómitas y viejas rencillas y odios y bailes donde
mostrar la propia fuerza y sensualidad. Es la libertad bajo el titilar de las
estrellas, tan diferente a la rapidez y embotamiento de la ciudad —donde el matute se pasa
legalmente— y
buscar la Osa Mayor en los momentos de amenaza o de calma, la belleza de un
camino abierto, de un espacio abierto.
Cuando reanudamos la marcha después de que el Elergante
cayera herido, yo, sobrecargado de peso, caminaba con dificultad, haciendo lo
imposible por no perder de vista la mancha gris de la portadera del Lord que,
de repente, me pareció una losa sepulcral con sus inevitables inscripciones: el
nombre, el apellido, la fecha de nacimiento y la de defunción. Mi imaginación
incluso me hizo ver en aquella losa algunas palabras y el signo de la cruz.
Pensaba: «Vagamos a
oscuras trajinando losas sepulcrales. ¡Y yo llevo dos!» ¡Qué difícil y
peligroso es el trabajo del contrabandista! Pero sentía que me costaría mucho
abandonarlo. Tenía para mí la fuerza seductora de la cocaína… Me tientan
nuestros misteriosos viajes nocturnos. Me resulta atractiva esta guerra de
nervios y el juego con la muerte y el peligro. Me gustan los retornos a casa
tras expediciones lejanas y arduas. Y después: el vodka, los cantos, el
acordeón, las caras alegres de los muchachos y de las mozas… que nos quieren
por nuestro dinero, por nuestra audacia, por nuestra alegría, porque no va el
parrandeo y no ambicionamos riquezas… No leemos ni una línea. La política no
nos interesa en absoluto. Hace meses que no he visto un periódico. Todos
nuestros pensamientos se concentran en torno a un solo tema: la frontera;
mientras que nuestros sentimientos giran, según el gusto y el talante de cada
uno, alrededor del vodka, de la música, de los juegos de azar o de las mujeres.
Sergiusz Piasecki. El enamorado
de la Osa Mayor. Traducción Jerzy Sławomirski y Anna Rubió. Acantilado.
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