No leo. Por primera vez en el confinamiento. Veo un western de los años setenta de bandidos
adolescentes que buscan aventura y oportunidad en el salvaje oeste y se
encuentran con hombres curtidos y sanguinarios, jóvenes ahorcados, parejas que,
tras fracasar en el nuevo edén, ejercen de profetas al regresar a sus hogares,
y anuncian desastres y naufragios. Lo que me engancha de este western son las praderas abiertas, los
cielos abiertos, el horizonte abierto, el crepitar de una fogata en la noche,
el ruido de los cascos de los caballos sobre la tierra, la nieve y el viento y
el sol, la silueta de un árbol o una granja solitarios en la llanura, un mundo
sin paredes ni límites. Los westerns
nos recuerdan que los espacios se cruzan.
Escucho los aplausos a diversas horas, por los médicos, por
los que trabajan, por la primera enfermera muerta y me uno a ellos —ahora, me dice e., a mi
lado, los aplausos sustituyen a los relojes—.
Una
amiga escritora pregunta a sus contactos qué echan de menos en estos cuatro
días de confinamiento. Es una encuesta que nos hará cada poco tiempo. Respondo
que nada, que acabamos de empezar. Es decir, mis días entre semana, antes del
encierro, eran parecidos a esta rutina del encierro. Trabajar de noche,
dormitar varias veces a lo largo del día —la imposibilidad de dormir siete
horas seguidas—, hacer la compra, cocinar, leer, volver al trabajo. Envío la
respuesta y me doy cuenta de que hay algo que sí extraño. Un balcón. Me falta
un balcón en el que sentarme a leer al sol, mirar alrededor, sentir las ráfagas
de viento, tomar un café, hablar con un vecino, tender la ropa, apoyar mis pies
en la barandilla, como en las películas del oeste, un balcón como el de mis
padres, aquel donde mi hermana pequeña y yo jugábamos a fútbol de niños, pasaba
tardes de domingo leyendo Las uvas de la
ira, Cien años de soledad o El país
de las últimas cosas, me sentaba junto a mi madre y mi tía g. a escuchar
sus recuerdos y leía cartas —cuando aún había cartas. Un balcón también es un
espacio abierto.
***
Hago una foto de un libro de Łem, La voz del amo,
y la comparto, como cada día. Porque ahí, en ese libro que es más ensayo que
novela sobre un contacto con otra civilización, Łem mezcla matemáticas, lingüística,
filosofía o cosmología para hablar de cómo afrontar la comunicación con una
cultura de la que desconocemos todo. Cómo hablar con el otro cuando no sabemos
si el otro posee nuestros códigos y ritos, si muerte, familia, amor, si
matemáticas, empatía, tiempo. Qué mensaje mandar, cómo decodificar el que se
recibe, dónde el punto de unión.
El esfuerzo cogniscitivo del ser humano es una sucesión cuyo
límite es el infinito, y la filosofía consiste en un intento de alcanzar ese
límite de sopetón, mediante un único cortocircuito que nos proporcione la
seguridad de un conocimiento ideal e inamovible. La ciencia, entretanto, se
mueve a pasitos cortos, algunas veces parece arrastrarse y otras no parece que
avance en absoluto, pero al final consigue alcanzar las últimas trincheras
cavadas por el pensamiento filosófico. Una vez allí, sin preocuparse por el
hecho de que fuera en ese preciso punto donde tenía que transcurrir la frontera
definitiva del intelecto, la ciencia sigue adelante.
¿Cómo no iba a desesperar aquello a los filósofos? Y una de
las formas que tomó dicha desesperación fue el positivismo. Este llamaba la
atención por su virulencia, pues, a pesas de que fingía ser un fiel aliado de
la ciencia, en realidad era el destructor de la misma. Lo que minaba y
aniquilaba la filosofía, anulando sus grandes descubrimientos, iba a ser
severamente castigado. El positivismo, falso aliado, fue el encargado de
pronunciar esa sentencia, demostrando que la ciencia, al ser un registro
abreviado del experimento, era en verdad de descubrir nada. El positivismo
pretendía juzgar a la ciencia, obligarla a confesar su impotencia en cualquier
cuestión transcendental (cosa que, como sabemos, no logró).
La historia de la filosofía es una historia plagada de
sucesivos retrocesos. Primero, intentó identificar las categorías últimas del
mundo; después, las categorías absolutas de la razón. Nosotros, mientras tanto,
a medida que se iba acumulando el conocimiento, percibíamos cada vez más
claramente su indefensión, pues cada filósofo estaba obligado a descubrir por
sí mismo un patrón absoluto de la especie entera, e incluso de cualquier
criatura racional que pudiera existir. En cambio, la ciencia consiste más bien
en encontrar una experiencia cuya transcendencia de una experiencia reduzca a
cenizas las categorías de pensamiento del pasado. Fue precisamente en ese
pasado cuando cayeron el espacio y el tiempo absolutos, y hoy, además, se
desmorona la supuesta eterna alternativa entre las proposiciones analíticas y
sintéticas, o entre determinismo y el azar. Sin embargo, extrañamente, a ningún
filósofo se le pasó por la cabeza que deducir, a partir de los propios esquemas
de pensamiento, leyes universales para toda la humanidad, desde los tiempos de
los eolitos hasta la extinción de las estrellas, era, por decirlo de un modo
suave, algo imprudente.
Esa inicial identificación de uno mismo como el potencial
descubridor de una norma que rigiera a todas las especies era, lo diré con más
dureza, irresponsable. Los filósofos trataban de justificarse con su anhelo de
comprenderlo «todo», pero
el único valor real de ese anhelo es sólo psicológico. Por eso la filosofía nos
dice mucho más de las esperanzas, los temores y los deseos humanos que de la
esencia de un mundo perfectamente indiferente que solo para los diarios es un
cúmulo de principios permanentemente inmutables.
Stanisław Łem. La Voz del Amo.
Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz. Impedimenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario