Capto su aleteo por el rabillo del ojo. Una pequeña polilla
vuela cerca del suelo, en los muelles del pabellón. Sus alas y mis pasos son
los únicos estallidos en la noche. Sigo su vuelo entre los carros y las jaulas
vacías, indiferente a mi presencia. Su realidad tan diferente a la mía, su
universo tan extraño al mío. A través de las puertas abiertas de los muelles,
la silueta de la ciudad, centenares de ventanas encendidas, ahí fuera, y, sobre
ellas, esta noche, las estrellas. Busco el arquero y el carro entre las
estrellas temblorosas e imagino que mi mirada al cielo, ahora, se cruza con
aquellas de niño, cuando el camino blanco de la vía láctea sobre los campos de
trigo y centeno y yo fantaseaba con la imagen de un pionero cruzando nuestra
galaxia en una nave solitaria. En la soledad de primera hora, en el pabellón
postal, trabajo en silencio.
Vuelvo a casa de madrugada. Sólo tardo cinco minutos en
llegar. Aún hay centeneras de ventanas iluminadas en la ciudad a mi espalda. Es
fácil preguntarse por quiénes tras las luces temblorosas, por sus miedos y fragilidades
y rabias, por sus esperanzas, recorridos y en qué punto se detuvo su vida.
Todos esos pequeños soles que iluminan los rincones oscuros en nuestro corazón
confinado. El ruido del mundo son los motores de los pabellones, una extraña
maquinaria que mantiene la noche en movimiento. Llego a casa con la imagen de
la polilla, las ventanas iluminadas, las estrellas frías del cielo, el pionero
de la vía láctea de mi niñez. Me ducho, después de limpiar manillas e
interruptores, para quitarme la tensión subterránea del trabajo, para luchar
contra lo invisible: un nuevo gesto en mi vida. El miedo y la angustia, hoy.
Beso la espalda de e. Apenas entra un resquicio de penumbra
por las rendijas de la persiana. Cierro los ojos sabiendo que no dormiré, como
en las madrugadas de la última semana, como en las madrugadas del último año.
Mi corazón late, esta vez, impulsado por la espera, la vulnerabilidad y lo
invisible, no por el cansancio o la energía de última hora de las madrugadas antes
del confinamiento. Busco la mejor posición para descansar el cuerpo. Y me
imagino en un camino polvoriento entre árboles, en un banco con los ojos
cerrados al sol, en una llanura donde sólo roderas y viento. Y me imagino
siguiendo la estela de flechas amarillas, el haz de luz de un faro en la costa,
la puesta de un sol —el
nuestro, otro—,
sobre el mar —el
nuestro, otro—,
creando un camino amarillo sobre el agua para que nuestras almas crucen al otro
lado. Imagino estar fuera. Cuando despierto, las sombras en la pared.
Leo. Sin conseguir desentrañar qué leo. Como si las palabras
fuesen meros dibujos aleatorios sobre la página. Leo sin leer.
***
Saco Calle de los
maleficios de la estantería, lo coloco en el suelo de parqué y hago una
foto que comparto, como cada día, con mis amigos. Otro gesto nuevo. Yonnet
desvela el mundo oculto de las calles parisinas en plena Segunda Guerra
Mundial, un mundo habitado por extrañas leyendas y personajes pintorescos, por
una historia subterránea que sólo unos pocos conocen y que arranca en un París
primigenio. El presente y el pasado, la realidad, la invención y el mito unidos
en un punto.
Una ciudad antigua es como una charca, con sus colores, sus
reflejos, su frescor y su cieno, su efervescencia, sus maleficios y su vida
latente.
La ciudad es mujer, con sus deseos y repulsiones, sus
impulsos y sus renuncias, y su pudor, sobre todo su pudor.
Para penetrar en el corazón de una ciudad, para conocer sus
secretos más sutiles, hay que actuar con infinita ternura y con una paciencia a
veces desesperante. Hay que rozarla sin hipocresía, acariciarla sin segundas
intenciones, y hacerlo durante siglos.
El tiempo trabaja para quienes se sitúan en él.
No puede considerarse de París, no puede llamarla su ciudad,
quien no conoce sus fantasmas. Impregnarse de sus grises, confundirse con la
sombra indecisa e insulsa de sus ángulos muertos, unirse a la multitud húmeda
que, siempre a las mismas horas, surge o rezuma del metro, de las estaciones,
de los cines o de las iglesias; o ser el hermano silencioso y distante de quien
pasea solo, del soñador inmerso en una soledad desconfiada, del iluminado, del
mendigo, del borracho incluso. Todo esto requiere un largo y difícil
aprendizaje, un conocimiento de las gentes y los lugares que sólo se consigue
tras paciente observación.
Jaques Yonnet. Calle
de los maleficios. Crónica secreta de París. Trad. Julia Alquézar. Sajalín
editores.
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