Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 18 de mayo de 2020

-09. Yonnet

Capto su aleteo por el rabillo del ojo. Una pequeña polilla vuela cerca del suelo, en los muelles del pabellón. Sus alas y mis pasos son los únicos estallidos en la noche. Sigo su vuelo entre los carros y las jaulas vacías, indiferente a mi presencia. Su realidad tan diferente a la mía, su universo tan extraño al mío. A través de las puertas abiertas de los muelles, la silueta de la ciudad, centenares de ventanas encendidas, ahí fuera, y, sobre ellas, esta noche, las estrellas. Busco el arquero y el carro entre las estrellas temblorosas e imagino que mi mirada al cielo, ahora, se cruza con aquellas de niño, cuando el camino blanco de la vía láctea sobre los campos de trigo y centeno y yo fantaseaba con la imagen de un pionero cruzando nuestra galaxia en una nave solitaria. En la soledad de primera hora, en el pabellón postal, trabajo en silencio.
Vuelvo a casa de madrugada. Sólo tardo cinco minutos en llegar. Aún hay centeneras de ventanas iluminadas en la ciudad a mi espalda. Es fácil preguntarse por quiénes tras las luces temblorosas, por sus miedos y fragilidades y rabias, por sus esperanzas, recorridos y en qué punto se detuvo su vida. Todos esos pequeños soles que iluminan los rincones oscuros en nuestro corazón confinado. El ruido del mundo son los motores de los pabellones, una extraña maquinaria que mantiene la noche en movimiento. Llego a casa con la imagen de la polilla, las ventanas iluminadas, las estrellas frías del cielo, el pionero de la vía láctea de mi niñez. Me ducho, después de limpiar manillas e interruptores, para quitarme la tensión subterránea del trabajo, para luchar contra lo invisible: un nuevo gesto en mi vida. El miedo y la angustia, hoy.
Beso la espalda de e. Apenas entra un resquicio de penumbra por las rendijas de la persiana. Cierro los ojos sabiendo que no dormiré, como en las madrugadas de la última semana, como en las madrugadas del último año. Mi corazón late, esta vez, impulsado por la espera, la vulnerabilidad y lo invisible, no por el cansancio o la energía de última hora de las madrugadas antes del confinamiento. Busco la mejor posición para descansar el cuerpo. Y me imagino en un camino polvoriento entre árboles, en un banco con los ojos cerrados al sol, en una llanura donde sólo roderas y viento. Y me imagino siguiendo la estela de flechas amarillas, el haz de luz de un faro en la costa, la puesta de un sol el nuestro, otro, sobre el mar el nuestro, otro, creando un camino amarillo sobre el agua para que nuestras almas crucen al otro lado. Imagino estar fuera. Cuando despierto, las sombras en la pared.

Leo. Sin conseguir desentrañar qué leo. Como si las palabras fuesen meros dibujos aleatorios sobre la página. Leo sin leer.


***

Saco Calle de los maleficios de la estantería, lo coloco en el suelo de parqué y hago una foto que comparto, como cada día, con mis amigos. Otro gesto nuevo. Yonnet desvela el mundo oculto de las calles parisinas en plena Segunda Guerra Mundial, un mundo habitado por extrañas leyendas y personajes pintorescos, por una historia subterránea que sólo unos pocos conocen y que arranca en un París primigenio. El presente y el pasado, la realidad, la invención y el mito unidos en un punto.


Una ciudad antigua es como una charca, con sus colores, sus reflejos, su frescor y su cieno, su efervescencia, sus maleficios y su vida latente.
La ciudad es mujer, con sus deseos y repulsiones, sus impulsos y sus renuncias, y su pudor, sobre todo su pudor.
Para penetrar en el corazón de una ciudad, para conocer sus secretos más sutiles, hay que actuar con infinita ternura y con una paciencia a veces desesperante. Hay que rozarla sin hipocresía, acariciarla sin segundas intenciones, y hacerlo durante siglos.
El tiempo trabaja para quienes se sitúan en él.
No puede considerarse de París, no puede llamarla su ciudad, quien no conoce sus fantasmas. Impregnarse de sus grises, confundirse con la sombra indecisa e insulsa de sus ángulos muertos, unirse a la multitud húmeda que, siempre a las mismas horas, surge o rezuma del metro, de las estaciones, de los cines o de las iglesias; o ser el hermano silencioso y distante de quien pasea solo, del soñador inmerso en una soledad desconfiada, del iluminado, del mendigo, del borracho incluso. Todo esto requiere un largo y difícil aprendizaje, un conocimiento de las gentes y los lugares que sólo se consigue tras paciente observación.
Jaques Yonnet. Calle de los maleficios. Crónica secreta de París. Trad. Julia Alquézar. Sajalín editores.

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