Tardo en darme cuenta. Hay algo diferente en la vista de la
ventana. Han brotado unas pequeñas hojas verdes de uno de los árboles frente a
casa. Los otros tres siguen desnudos, invernales, a la espera, como nosotros.
Esas hojas me recuerdan la llegada de la primavera, el día de la poesía, el
cambio de hora, los atascos en autopistas camino de las vacaciones de semana
santa, los días largos, las noches cortas. Me pregunto en qué momento de la
semana aparecieron las hojas, qué más ha renacido sin yo haberlo notado, qué me
oculta el confinamiento y qué trae a primer plano —y lo que trae a mi primer plano es la fragilidad y
la vulnerabilidad de un virus invisible, la sensación de remontar una ola
gigante para hundirme en la siguiente, el miedo a que enfermen las personas que
quiero, los extraños momentos de calma absoluta y certidumbre; y lo que trae es
la abolición del tiempo, la idea de que las habitaciones de esta casa son
compartimentos estancos de un cerebro anestesiado, la parada en seco de la vida—. Esas hojas verdes,
reveladas días después de su nacimiento.
Escucho a las ocas del río graznar. Aparecieron hace un par
de años. Antes del confinamiento, me detenía en el puente y seguía la estela
que dejaban ocas y patos en el río, observaba la figura taciturna y encorvada
de las garzas sobre las rocas y las ondas de las alas de los cormoranes en el
agua al posarse o salir volando. Los niños, que se sorprenden por el mundo que
se descubre poco a poco ante ellos, chillaban alborozados al ver sus vuelos. Recuerdo
cuando de niño cruzaba corriendo los puentes por miedo a caer al abismo. Tomaba
aire en aquel camino blanco de mi infancia y me lanzaba en una carrera a ojos
cerrados por los puentes de cemento que terminaba al notar de nuevo la tierra a
mis pies. Recuerdo cuando de niño había algunos puentes hechos con troncos de
árboles y los coches se bamboleaban al atravesarlos. Recuerdo cuando de niño t.
tiraba a su perro desde lo alto de uno de esos puentes y las fauces negras del
pozo lo tragaba antes de escupirlo de nuevo a la superficie, su baño en el río,
sus convulsiones en la orilla para secarse el agua destellante. Recuerdo cuando
hace seis años e. y yo en la pasarela de un puente colgante, a sesenta metros
de altura, el vértigo antes del vértigo de todas aquellas primeras veces nuestras
que llegarían a los pocos días. Escucho a las ocas del río graznar, esperando
nuestro pan —otra
clase de espera—.
Las ventanas se llenan de dibujos infantiles. Arcoíris,
palabras de ánimo, unicornios, soles de rayos gigantes y mariposas. Los dibujos
tapan el reflejo de la luz en el cristal, el reflejo de la calle en el cristal.
Hay niños que observan los columpios tras las cortinas, que miran aburridos a
quienes pasamos con las bolsas de la compra, quienes nos cuentan o buscan coches
amarillos aparcados y gritan alborozados al encontrar uno, hay niños que miran
la pantalla de la televisión, tocan el txistu y, si tienen suerte y un patio grande,
corren de un lado a otro sin un propósito definido, hay niños que rabian y
chillan y niños que ríen, niños que se sientan solos en los balcones y quienes
se disfrazan de superhéroes y dinosaurios. Qué recordarán, los más pequeños, de
estos días, qué quedará grabado en su inconsciente, cuánto miedo y preguntas en
sus cuerpos por siempre.
No leo.
***
Recomiendo los libros de Alexiévich sobre la Segunda Guerra
Mundial, las mujeres soldados y los que fueron niños durante la contienda,
mujeres que recuerdan a pesar del silencio impuesto por sus maridos, que
desvelan otros rostros del horror, que muestran heroísmos y asombro y extrañeza
en un mundo en guerra; hombres y mujeres que vuelven a una infancia donde los
incendios, las bombas, los aviones sobre las carreteras, la soledad última, el
llanto y la orfandad. Voces que son letanías de un pasado en constante retorno.
Durante mucho tiempo los coches me produjeron terror. Era
oír el ruido de un motor y comenzaba a temblar. Ya había terminado la guerra,
ya habíamos empezado la escuela… Pero veía un tranvía y perdía el control: me
castañeteaban los dientes. Por el temblor. En clase éramos tres los que
habíamos sobrevivido la ocupación. Uno de ellos, un niño, no soportaba el
zumbido de los aviones. En primavera, cuando llegaba el buen tiempo, la maestra
abría las ventanas… Se oía a lo lejos el zumbido de un avión… O bien un coche
que se acercaba… Nuestros ojos se volvían gigantes, los de ese niño y los míos;
las pupilas se nos dilataban, nos invadía el pánico. Los niños que habían
logrado ser evacuados se reían de nosotros…
Los primeros fuegos artificiales… La gente salió a la calle,
pero mi madre y yo nos escondimos en un hoyo. Nos quedamos allí hasta que
vinieron los vecinos: «Salid; no es la guerra: es la fiesta de la Victoria».
¡Qué ganas de juguetes nos entraron! Qué ganas de sentirnos
niños… Cogíamos un pedacito de ladrillo y nos imaginábamos que era una muñeca.
A veces era el más pequeño del grupo el que hacía de muñeca. Ahora, cuando veo
en la arena trocitos pequeños de vidrio de colores, todavía me apetece
cogerlos. Me siguen pareciendo una cosa preciosa.
Svetlana Alexiévich.
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Trad. Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González.
Debolsillo.
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