Apenas dura unos segundos. Un petirrojo en una rama desnuda.
Al amanecer. El rojo de su pecho es el rojo del cielo sobre los montes. Mueve
la cabeza hacia los lados y emprende el vuelo. Es entonces cuando veo a un
puñado de gorriones en el suelo y un mirlo en otro de los árboles invernales
junto a la ventana. Por unos días el mundo será de las aves, un mundo
recuperado.
Los niños dibujan
arcoíris y mensajes de ánimo, juntos
podemos, y los cuelgan en las ventanas de sus casas —su letra primeriza y temblorosa. A veces se dibujan
a sí mismos, a sus padres, sus cuerpos desproporcionados, una cabeza grande en
un cuerpo diminuto, el mundo desmedido de los niños. Los niños también son
pájaros.
Recupero el tañido de las campanas de los veranos en el
campo. En otro tiempo, en otro espacio, el rumor de los insectos junto al
ronqueo de los tractores al volver de los campos. Y, sobre todo ello, las
campanas de la iglesia, forjando la luz de la tarde sobre las cosechas. Ahora,
en este nuevo y extraño silencio, el sonido de las campanas de la iglesia marca
nuestro confinamiento. El sonido de las campanas y el gorjeo de los pájaros y
los gritos de los niños.
Corro en casa. Descalzo. Mi recorrido es una pequeña U. De
la ventana del salón a la de la habitación. La curva es la cocina y el pasillo.
Toco una de las ventanas y doy la vuelta. Veo mi sombra en la pared blanca. Se
distorsiona con cada zancada, se desvanece en un segundo para reaparecer
acentuada sobre la blancura del pasillo. Así, nuestros miedos, nuestra vulnerabilidad,
nuestras esperanzas, nuestro tiempo, sombras corriendo a través de una pared
blanca.
Leo.
***
Recomiendo el mundo de colonos de Willa Cather, aquellas
historias donde los emigrantes europeos trataban de abrirse paso sobre una
tierra que no comprendían, que no sabían cómo tratar, un mundo donde las
mujeres eran el centro de la comunidad y la fuerza y la iniciativa emanaban de
su corazón de tierra.
Aunque sólo eran las cuatro de la tarde, oscurecía
rápidamente en aquel día invernal. La carretera se dirigía hacia el sudoeste,
hacia la franja de luz pálida y deslavazada que brillaba en el cielo plomizo.
La luz iluminaba los dos rostros jóvenes y tristes, mudos, vueltos hacia ella:
iluminaba los ojos de la chica, que parecía contemplar el futuro con angustiada
perplejidad; y los ojos apagados del chico, que parecían mirar ya hacia el
pasado. La pequeña ciudad se había desvanecido a sus espaldas como si nunca
hubiera existido, se había hundido tras la ondulación de la pradera, y el duro
paisaje helado los recibía en su seno. Las granjas eran pocas y muy separadas;
aquí y allá, la desolada silueta de un molino recortada en el cielo; una casa
de adobe acurrucada en una depresión del terreno. Pero el gran acontecimiento
era la tierra en sí, que parecía anegar los pequeños y esforzados indicios de
sociedad humana en sus sombrías extensiones. Enfrentándose con aquella inmensa
dureza se había vuelto tan amarga la boca del muchacho; porque sentía que los
hombres eran demasiado débiles para dejar su huella allí, que la tierra quería
que la dejaran tranquila, quería conservar su implacable fortaleza, su belleza
de una índole salvaje y peculiar, su melancolía sin interrupciones.
Willa Cather.
Pioneros. Traducción Gema Moral Bartolomé. Alba ediciones.
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