Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 29 de mayo de 2020

+02. Vaughn

Me despierto de madrugada. Apenas he dormido cuatro horas. Por un instante me siento expulsado a este mundo de otro donde caminaba por las calles de una ciudad desconocida y multitudinaria. Entraba en bares y tiendas, irrumpía en la corriente de hombres y mujeres que sabían dónde ir, buscaba el campanario de una iglesia como referencia para volver al punto de partida. Y el punto de partida era esta habitación, la luz de las farolas entre las rendijas de la persiana, la respiración profunda y tranquila de e., el confinamiento. Me levanto en silencio y leo sobre contrabandistas, fronteras y cielos abiertos. Hay otras ventanas iluminadas, ahí fuera. Y Orfeo canta en un árbol cercano. Me pregunto si será Eurídice quien responde a lo lejos. Paso dos horas en bosques, tormentas, zanjas y caminos nevados, el aura de leyenda sobre la vida de un contrabandista que reniega de los tejemanejes de la ciudad. Hace días que consigo concentrarme y entender aquello que leo. Cierro el libro y la noche se despliega de nuevo ante mí. Es entonces, mientras me preparo el primer café del día, un café cargado y amargo, que recuerdo cómo medía el tiempo en el hospital cuando mi padre a través del goteo del suero, del cambio en una vía, de un pinchazo, del cambio de sábanas, de la toma de medicamentos—, es entonces cuando pienso en la lucha en las ucis mientras leía historias de frontera en la madrugada.

Me echo las cartas para los dos próximos meses. Aparece el diablo, luego el ahorcado. Intento concentrarme en la siguiente tirada. Para mejorarla. La emperatriz y el ermitaño. No sé leer el tarot, tan solo que las cartas hablan de energías y fuerzas ocultas, que muestran una emoción soterrada más que anticipar mi futuro. Les doy un sentido a los nombres y los dibujos en las cartas. Y el sentido que le doy a la tirada es el de una tensión subterránea y una espera, una presencia sabia y salvadora y un cobijarse en el silencio. Le pregunto a e. qué puede significar mi tirada. Acaba de terminar su té. Una fuerza velada que se volverá física, real. Un embarazo, dice. Sonrío. Por el significado que ella quiere darle a esas cuatro cartas.
Despido a e. en la puerta. Le digo cuánto la quiero. Le digo que se cuide. Le digo garrote, nuestra palabra tótem. Me siento junto a la ventana. Sólo la parcela de cielo sobre el monte está despejada. Llueve mientras amanece un falso sol. Veo el reflejo del cielo cobrizo en el suelo mojado y sigo las gotas de lluvia en los charcos. Ahí, en las ondas sobre los charcos, si quisiera, podría encontrar un significado, darle un sentido a la lluvia. Si cae del cielo, hogar de dioses, me digo.

Pongo la radio. Escucho las historias de quien ha perdido a una madre o a un padre en la pandemia y quieren recordarlo, de una mujer mayor que se maquilla y se viste con ropa elegante para hablar por videoconferencia con su marido, de una médica que entrega docenas de cartas a los pacientes y se emociona al hablar de una niña de ocho años que escribe sobre su vestido de comunión a un enfermo de coronavirus. Esto sí, me digo. No curvas, no porcentajes, no estadísticas. Historias. Recuerdos. Vidas reales.

Leo.


***

Alfa, Bravo, Charlie, Delta tiene una estructura circular y una cadencia propia. Por un lado los relatos protagonizados por Gemma Jackson donde recuerda su vida en las bases militares donde fue enviado su padre, por otro, las historias protagonizadas por mujeres adultas que se cuestionan sobre sus relaciones con los hombres. Hay una imagen que se repite en varios relatos de Stephanie Vaughn: la nieve, el hielo y el frío que congela ríos (y, casi, las cataratas del Niágara), paisajes gélidos por donde se mueven un puñado de personajes ante un instante en apariencia rutinario pero que enmascara un momento crucial en un intento de mantener un orden en su vida; personajes que hacen algo inesperado como cruzar un río congelado y desaparecer en la oscuridad de la noche tras abandonar el ejército o salir cuando los niños duermen para hacer un ángel de nieve que libere las tensiones de una vida familiar anodina, el frío que clarifica y enmudece su rabia y los contiene y aquieta.


Mi padre se sirvió una copa y se reclinó para contarnos una historia. La primera vez que jugó a aquel juego era un soldado y estaba a bordo de un barco con destino a Inglaterra. El barco formaba parte de uno de los mayores convoyes que cruzaron el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial. El mar estaba agitado, los submarinos alemanes se encontraban cerca, algunos hombres se habían mareado y todos tenían los nervios a flor de piel. Los soldados se pusieron a jugar y estuvieron jugando la misma partida de las preguntas durante dos días. «El resplandor rojo de un cohete» era la respuesta que estuvieron buscando y mi padre, el que la había pensado.
Aquella anécdota resultó lo más parecido a una historia de guerra que nos contó mi padre en toda su vida. Fue de Inglaterra a la playa de Normandía y, más adelante, a la batalla de las Ardenas. Sin embargo, siempre que recordaba la guerra nos hablaba de hombres valientes y llenos de vida que no habían sufrido ningún ataque todavía. Cuando terminó de hablar, mi padre miró el vaso de whisky como lo habría mirado un bebedor empedernido: como si contuviese una profecía.
Stephanie Vaughn. Alfa, Bravo, Charlie, Delta. Traducción Ana Crespo. Sajalín editores.

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