Me despierto de madrugada. Apenas he dormido cuatro horas.
Por un instante me siento expulsado a este mundo de otro donde caminaba por las
calles de una ciudad desconocida y multitudinaria. Entraba en bares y tiendas,
irrumpía en la corriente de hombres y mujeres que sabían dónde ir, buscaba el
campanario de una iglesia como referencia para volver al punto de partida. Y el
punto de partida era esta habitación, la luz de las farolas entre las rendijas
de la persiana, la respiración profunda y tranquila de e., el confinamiento. Me
levanto en silencio y leo sobre contrabandistas, fronteras y cielos abiertos. Hay
otras ventanas iluminadas, ahí fuera. Y Orfeo canta en un árbol cercano. Me pregunto
si será Eurídice quien responde a lo lejos. Paso dos horas en bosques,
tormentas, zanjas y caminos nevados, el aura de leyenda sobre la vida de un
contrabandista que reniega de los tejemanejes de la ciudad. Hace días que
consigo concentrarme y entender aquello que leo. Cierro el libro y la noche se
despliega de nuevo ante mí. Es entonces, mientras me preparo el primer café del
día, un café cargado y amargo, que recuerdo cómo medía el tiempo en el hospital
cuando mi padre —a
través del goteo del suero, del cambio en una vía, de un pinchazo, del cambio
de sábanas, de la toma de medicamentos—,
es entonces cuando pienso en la lucha en las ucis mientras leía historias de
frontera en la madrugada.
Me echo
las cartas para los dos próximos meses. Aparece el diablo, luego el ahorcado.
Intento concentrarme en la siguiente tirada. Para mejorarla. La emperatriz y el
ermitaño. No sé leer el tarot, tan solo que las cartas hablan de energías y
fuerzas ocultas, que muestran una emoción soterrada más que anticipar mi
futuro. Les doy un sentido a los nombres y los dibujos en las cartas. Y el
sentido que le doy a la tirada es el de una tensión subterránea y una espera,
una presencia sabia y salvadora y un cobijarse en el silencio. Le pregunto a e.
qué puede significar mi tirada. Acaba de terminar su té. Una fuerza velada que
se volverá física, real. Un embarazo, dice. Sonrío. Por el significado que ella
quiere darle a esas cuatro cartas.
Despido
a e. en la puerta. Le digo cuánto la quiero. Le digo que se cuide. Le digo garrote, nuestra palabra tótem. Me siento
junto a la ventana. Sólo la parcela de cielo sobre el monte está despejada.
Llueve mientras amanece un falso sol. Veo el reflejo del cielo cobrizo en el
suelo mojado y sigo las gotas de lluvia en los charcos. Ahí, en las ondas sobre
los charcos, si quisiera, podría encontrar un significado, darle un sentido a
la lluvia. Si cae del cielo, hogar de dioses, me digo.
Pongo
la radio. Escucho las historias de quien ha perdido a una madre o a un padre en
la pandemia y quieren recordarlo, de una mujer mayor que se maquilla y se viste
con ropa elegante para hablar por videoconferencia con su marido, de una médica
que entrega docenas de cartas a los pacientes y se emociona al hablar de una
niña de ocho años que escribe sobre su vestido de comunión a un enfermo de
coronavirus. Esto sí, me digo. No curvas, no porcentajes, no estadísticas.
Historias. Recuerdos. Vidas reales.
Leo.
***
Alfa, Bravo,
Charlie, Delta tiene una estructura circular y una cadencia propia. Por un
lado los relatos protagonizados por Gemma Jackson donde recuerda su vida en las
bases militares donde fue enviado su padre, por otro, las historias
protagonizadas por mujeres adultas que se cuestionan sobre sus relaciones con
los hombres. Hay una imagen que se repite en varios relatos de Stephanie
Vaughn: la nieve, el hielo y el frío que congela ríos (y, casi, las cataratas
del Niágara), paisajes gélidos por donde se mueven un puñado de personajes ante
un instante en apariencia rutinario pero que enmascara un momento crucial en un
intento de mantener un orden en su vida; personajes que hacen algo inesperado
como cruzar un río congelado y desaparecer en la oscuridad de la noche tras
abandonar el ejército o salir cuando los niños duermen para hacer un ángel de
nieve que libere las tensiones de una vida familiar anodina, el frío que clarifica
y enmudece su rabia y los contiene y aquieta.
Mi
padre se sirvió una copa y se reclinó para contarnos una historia. La primera
vez que jugó a aquel juego era un soldado y estaba a bordo de un barco con
destino a Inglaterra. El barco formaba parte de uno de los mayores convoyes que
cruzaron el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial. El mar estaba agitado,
los submarinos alemanes se encontraban cerca, algunos hombres se habían mareado
y todos tenían los nervios a flor de piel. Los soldados se pusieron a jugar y
estuvieron jugando la misma partida de las preguntas durante dos días. «El
resplandor rojo de un cohete» era la respuesta que estuvieron buscando y mi
padre, el que la había pensado.
Aquella
anécdota resultó lo más parecido a una historia de guerra que nos contó mi
padre en toda su vida. Fue de Inglaterra a la playa de Normandía y, más
adelante, a la batalla de las Ardenas. Sin embargo, siempre que recordaba la
guerra nos hablaba de hombres valientes y llenos de vida que no habían sufrido
ningún ataque todavía. Cuando terminó de hablar, mi padre miró el vaso de
whisky como lo habría mirado un bebedor empedernido: como si contuviese una
profecía.
Stephanie
Vaughn. Alfa, Bravo, Charlie, Delta. Traducción Ana
Crespo. Sajalín editores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario