e. duerme en el sofá. Dejo las compras en los armarios,
me limpio manos y cara, desinfecto la ropa, los pomos, los interruptores,
vuelvo a limpiarme las manos. Tardo cinco o diez minutos. El tiempo no es un
problema. Intento alargar cada gesto y hacerlo tan lento como me sea posible.
En el supermercado el altavoz nos recordó mantener la distancia de seguridad. Y
en la pared de uno de los edificios cercanos, un mensaje nos animaba a no salir
a la calle sobre al dibujo infantil de una casa —como las que yo pintaba de crío, tejado a dos aguas,
una chimenea de la que salía una nube de humo, ventanas cuadradas, sólo faltaba un árbol largo y
verde y el sol en un cielo claro—. Al cruzar el puente, media docena de patitos
seguía la estela de su madre. Me detuve unos segundos. Y salí del trance
sintiendo que había hecho algo indebido. Detenerme a mirar. En la calle. Sin
tiempo. Un gesto de antes de. Mirar a e., vigilar su sueño desde este lado de
la realidad, sentir el cansancio y la tensión en su cara, sonreír al descubrir
los bultos de nuestras gatas bajo las mantas, gestos que sí me están
permitidos, gestos a los que me aferro como si salvaran, como si
amuletos.
Escucho las noticias. Los muertos en las residencias. Un
hombre de ochenta y nueve años, en la calle, huía de una de ellas por miedo.
Los monólogos intrascendentes de tertulianos y periodistas sobre lo que el
gobierno debió hacer, lo que debe hacer ahora, lo que tendrá que hacer en un
par de meses. La soledad de quienes mueren, la soledad de quienes pierden a
alguien querido. Pienso en esto último. En no poder despedirse, en no estar
acompañado, en ir solo a la muerte —nadie
muere en nuestro lugar, pero muchas de las mujeres que recordaban para
Alexiévich su experiencia en la guerra hablaban de la calma repentina que los
soldados agonizantes sentían al coger una mano de mujer: un gesto fronterizo de
calor.
Espero al final de la luz sobre los montes, una línea
rojiza que sube por la copa de los árboles hasta extinguirse en la cumbre. No
es un gesto nuevo. En la frontera entre resplandor y sombra del atardecer, o entre
el primer fulgor en la oscuridad última de la madrugada, en ese punto intermedio
donde ocaso y claridad convoco espíritus.
Leo.
***
Busco la última novela de Dick leída hará unos meses.
Dick, escribo a mis amigos por whatsapp,
es uno de mis escritores favoritos, se cuestiona qué es real, habla de capas de
tiempos y espacios, de locura, entropía, drogas y semidioses, de la intromisión
de un universo sobre otros, del reverso de todo aquello que vemos y somos. En Gestarescala, un planeta guarda el
espectro del mundo terrenal en las profundidades de su mar, si vida en la
superficie, su reflejo muerto o ruinoso en el mar. Zambullirse bajo su
superficie es enfrentarse a la propia sombra. Novela jungiana, dicen.
—Va
a encontrarse con una situación terrible ahí abajo. No se puede imaginar el
desastre. El mundo submarino en el que se encuentra Gestarescala es un lugar de
muerte, un lugar en el que todo se pude y decae hasta la ruina. Esa es la razón
por la que Glimmung quiere reflotar la catedral. Es incapaz de mantenerla ahí
abajo; nadie podría. Espere hasta que él baje con usted. Espere unos días;
restaure lo que hay aquí y olvídese de bajar. Glimmung lo lama «el submundo
acuático». Lleva razón, es un mundo cerrado en sí mismo, separado por completo
del nuestro. Con sus propias leyes miserables, según las cuales todo debe
declinar para convertirse en basura. Un mundo dominado por la fuerza inflexible
de la entropía y nada más. Donde incluso aquellos dotados de una inmensa
fuerza, como el propio Glimmung, se ven afectados y terminan por perder su
poder. Es una tumba oceánica, y acabará con todos nosotros salvo que consigamos
reflotar la catedral.
—No
puede ser tan malo —comentó Joe, pero mientras hablaba, sentía crecer el miedo
en su interior y asentarse en su corazón, un miedo generado en parte por la
vacuidad de sus propias palabras.
El
robot le miró de forma enigmática, una mirada compleja que poco a poco se tiñó
de desdén.
—Si
tenemos en cuenta que eres un robot —le dijo Joe—, no veo cómo puedes
implicarte tanto en esto; no tienes vida que perder.
—Ninguna
estructura, ni siquiera las artificiales, puede disfrutar con el proceso de la
entropía. Es el destino último de todo, y todo se resiste a ello.
—¿Y
Glimmung cree que puede detener ese proceso? Si es el destino final de todo,
Glimmung no lo puede parar; está condenado. Fracasará y la entropía seguirá
adelante.
—La
única fuerza que funciona allá abajo es la de la decadencia —manifestó Willis—.
Pero aquí, si la catedral se alza, habrá otras fuerzas que no actuarán en
sentido destructivo. Fuerzas reparadoras y consagradoras. Constructoras,
creadoras y, en su caso, restauradoras.
Esa es la razón por la que es usted tan necesario aquí. Es cosa suya y
de otros como usted, que se anticiparán al proceso de decadencia con sus
habilidades y trabajo. ¿Lo ve?
Philip K. Dick. Gestarescala.
Traducción de Julián Díez. Cátedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario