Dicen que luché con honor, valentía y honradez y que perdí
casi todas mis batallas, dicen que tenía una fiebre dentro de mí que me hacía
ver el mundo habitado por gigantes, castillos y caballeros, dicen locura,
derrota, espejismo. Los hombres hablan junto a los viejos molinos, recuerdan
que confundí ovejas con ejércitos y que me creí hechizado y maldito, que
convertí a una sencilla muchacha en la más bella y a mi escudero en gobernador
de una ínsula inexistente, ríen, gritan y susurran, imitan duelos y manteos,
los ojos desbocados y enérgicos, el gesto austero y retador, las manos
un lenguaje extraño y retorcido. La multitud aplaude y asiente con la cabeza,
lleva ropa que imita armaduras y camisetas con una figura alargada y negra. Y
yo no recuerdo más que un camino blanco entre esta tierra que era una promesa y
una esperanza y que era en la penumbra donde la realidad mostraba su cara
oculta. Intento invocar aquella vida lejana, los días de cielos bajos y las noches
de camaradería alrededor de una hoguera pero sólo veo la sombra de las aspas
sobre la tierra y me siento dentro de un mundo inventado, de un hechizo que me
ciega, y me acerco a la pared del molino y la toco con mis manos quebradizas y
le pido piedad y que me devuelva la fiebre que una vez tuve, y con la fiebre,
el sonido de los cascos sobre un camino pedregoso y una dama por la que luchar,
sólo eso, molino, que te conviertas en gigante y me salves de esta brujería.
Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?
Elizabeth Bishop
sábado, 30 de abril de 2016
jueves, 28 de abril de 2016
Fernando Pessoa en Odas de Ricardo Reis
Temo, Lidia, el destino. Nada es cierto.
En cualquier hora puede sucedernos
lo que todo nos
mude.
Fuera de lo sabido es extraño el paso
que propio damos. Graves númenes guardan
los linderos del
uso.
No somos dioses: ciegos, recelemos,
y la parca dada vida antepongamos
a novedad,
abismo.
Temo, Lídia, o
destino. Nada é certo.
Em qualquer hora pode
suceder-nos
O que nos tudo mude.
Fora do conhecido e
estranho o passo
Que próprio damos. Graves
numes guardam
As lindas do que é uso.
Não somos deuses;
cegos, receemos,
E a parca dada vida
anteponhamos
À novidade, abismo.
***
Para ser grande, sé entero: nada
tuyo exagera o
excluye.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que
hagas.
Así en cada lago la luna toda
brilla, porque
alta vive.
Para ser grande, sê
inteiro: nada
Teu exagera ou exclui.
Sê todo em cada coisa.
Põe quanto és
No mínimo que fazes.
Assim em cada lago a
lua toda
Brilha, porque alta vive.
***
Maestro, son plácidas
todas las horas
que nosotros perdemos,
si en el perderlas,
cual en un jarrón,
ponemos flores.
No hay tristezas
ni alegrías
en nuestra vida.
Sepamos así,
sabios incautos,
no vivirla,
sino pasar por ella,
tranquilos, plácidos,
teniendo a los niños
por nuestros maestros,
y los ojos llenos
de naturaleza…
Junto al río,
junto al camino,
según se tercie,
siempre en el mismo
leve descanso
de estar viviendo.
El tiempo pasa,
no nos dice nada.
Envejecemos.
Sepamos, casi
maliciosos,
sentirnos ir.
No vale la pena
hacer un gesto.
No se resiste
al dios atroz
que a los propios hijos
devora siempre.
Cojamos flores.
Mojemos leves
nuestras dos manos
en los ríos calmos,
para que aprendamos
calma también.
Girasoles siempre
mirando al sol,
de la vida nos iremos
tranquilos, teniendo
ni el remordimiento
de haber vivido.
Mestre, são plácidas
Todas as horas
Que nós perdemos.
Se no perdê-las,
Qual numa jarra,
Nós pomos flores.
Não há tristezas
Nem alegrias
Na nossa vida.
Assim saibamos,
Sábios incautos,
Não a viver,
Mas decorrê-la,
Tranquilos, plácidos,
Tendo as crianças
Por nossas mestras,
E os olhos cheios
De Natureza...
A beira-rio,
A beira-estrada,
Conforme calha,
Sempre no mesmo
Leve descanso
De estar vivendo.
O tempo passa,
Não nos diz nada.
Envelhecemos.
Saibamos, quase
Maliciosos,
Sentir-nos ir.
Não vale a pena
Fazer um gesto.
Não se resiste
Ao deus atroz
Que os próprios filhos
Devora sempre.
Colhamos flores.
Molhemos leves
As nossas mãos
Nos rios calmos,
Para aprendermos
Calma também.
Girassóis sempre
Fitando o Sol,
Da vida iremos
Tranquilos, tendo
Nem o remorso
De ter vivido.
***
A lo lejos los montes tienen nieve al sol,
mas es suave ya el frío calmo
que alisa y aguza
los dardos del
sol alto.
Hoy, Neera, no nos escondamos.
Nada nos falta, porque nada somos.
No esperamos nada
y tenemos frío al
sol.
Mas tal cual es, gocemos el momento,
solemnes en la alegría levemente,
y aguardando la
muerte
como quien la
conoce.
Ao longe os montes têm neve ao sol,
Mas é suave já o frio
calmo
Que alisa e agudece
Os dardos do sol alto.
Hoje, Neera, não nos
escondamos,
Nada nos falta, porque
nada somos.
Não esperamos nada
E temos frio ao sol.
Mas tal como é,
gozemos o momento,
Solenes na alegria
levemente,
E aguardando a morte
Como quem a conhece.
***
De ángeles o dioses, siempre tuvimos
la visión confiada de que encima
de nosotros
forzándonos
obran otras
presencias.
Como encima de los rebaños que hay en los campos
nuestro esfuerzo, que ellos no comprenden,
los constriñe y
obliga
y ellos no nos notan,
nuestro deseo y nuestro pensamiento
son las manos con las que otros nos guían
hacia donde ellos
quieren
que nosotros
deseemos.
De anjos ou deuses,
sempre nós tivemos
A visão perturbada de
que acima
De nós e compelindo-nos
Agem outras presenças.
Como acima dos gados
que há nos campos
O nosso esforço, que
eles não compreendem.
Os coage e obriga
E eles não nos percebem,
Nossa vontade e nosso
pensamento
São as mãos pelas
quais outros nos guiam
Para onde eles querem
Que nós o desejemos.
Fernando Pessoa. Odas
de Ricardo Reis. Versión de Ángel Campos Pámpano. Editorial Pre-Textos.
sábado, 23 de abril de 2016
Salir a robar caballos. Per Petterson
Querer estar solo. En un lugar apartado y tranquilo. Una
cabaña cerca de un bosque y un lago, por ejemplo. Para sentir el silencio. Y,
en cambio, sentir el peso de recuerdos y pensamientos que te llevan a una época
de descubrimiento y cambio, de abrirse a la vida adulta, de ver desapariciones
y anhelos nuevos, pasar de creerse un cuatrero que roba caballos a asistir a la
muerte, el amor y el sexo, los deseos soterrados y aquello que se oculta en una
primera mirada.
Salir a robar caballos
es una melancólica novela de Per Petterson. Como A Siberia o Yo maldigo el río
del tiempo, el narrador rememora de forma queda y lenta un momento crucial
de cambio, habla de su relación con su padre como un punto significativo en su
formación posterior, el paso de héroe a hombre. Trond se aísla en una cabaña.
Quiere estar solo, repetir gestos cotidianos, arreglar su cabaña, observar el
cambio en el paisaje, dar largas caminatas hasta el lago, intentar
desembarazarse de un accidente que, tres años atrás, le hice perder una parte
importante de su vida.
Trond es solitario, hermético, pero en esa cabaña a
reconstruir, con el paisaje de abedules y abetos y su vecino, alguien de su
pasado lejano, Trond sólo puede dejarse llevar por los recuerdos de los veranos
de los años cuarenta pasados con su padre en otra cabaña junto al río, con la
guerra de fondo (ya fuese en el centro de ella o la estela que dejó al
finalizar). Y es ahí, en esos recuerdos, donde emerge la figura huidiza del
padre, la amistad de Jon, la sensualidad en el cuerpo y la mirada de las
mujeres adultas, la muerte, el dolor y el deseo.
El estilo de Petterson es pausado y calmo, desenreda la
historia poco a poco, da información vital (muertes, accidentes, motivaciones)
en medio de una reflexión o un recuerdo lejano o la descripción de un cambio en
la luz sobre el paisaje, la deja caer con sutileza, no se recrea en ella, a
veces se pierde entre el ruido de los recuerdos y pensamientos. Petterson
escribe fotogramas, de una cabaña, de un valle, del paso del día a la noche, de
un gesto íntimo, se recrea en la naturaleza, el paisaje que acompaña al
personaje y se acomoda a él (o al revés). Un abedul cae delante de la cabaña de
Trond y Trond apenas puede moverse de la cama. O el padre, en el pasado a
recordar, tala los árboles alrededor de su cabaña para hacer desaparecer la
sombra y él acaba como sombra que huye. Los personajes de Petterson observan el
paisaje, se dejan llevar por él, los
bosques, los valles, el paso de la lluvia, parecen querer regresar a una
inocencia primigenia o encontrar señales de una verdad últimas.
A veces aburrido y moroso, a veces sutil y nostálgico, Salir a robar caballos tiene un par de
buenos momentos, la destrucción de un nido por parte de Jon, el amigo de
infancia de Trond, la tala del bosque, los gestos entrevistos por el rabillo
del ojo que hablan de amor, el primer traje de Trond, cuando ya todo está
perdido y se pregunta cuánto dolor es capaz de soportar.
Llevo toda la vida anhelando estar solo en un sitio como
éste. Incluso en los mejores momentos, que no han sido pocos. Eso puedo
afirmarlo. Lo de que no han sido pocos, me refiero. He tenido suerte. Pero
incluso en esas ocasiones, por ejemplo en medio de un abrazo, cuando alguien me
susurraba al oído las palabras que estaba deseando escuchar, me invadía un
repentino anhelo de estar en un lugar donde no reinara más que el silencio
absoluto. Aunque pasara años sin pensar en ello, no por ello dejaba de
anhelarlo. Y aquí estoy ahora, y es casi exactamente como me lo había
imaginado.
***
Era el aroma de troncos recién talados. Se extendía desde el
camino hasta el río, colmaba el aire y flotaba sobre el agua y lo impregnaba
todo y me adormecía y me atontaba. Me encontraba en medio de todo. Olía a
resina, me olía la ropa y me olía el cabello y, por la noche, notaba que la
piel me olía a resina cuando me iba a la cama. Me quedaba dormido con ese aroma
y me despertaba con él y me acompañaba durante todo el día. Yo era bosque.
Hacha en mano, hundido hasta las rodillas entre las ramas de los pinos, iba
desnudando el árbol como me había enseñado mi padre; cortando las ramas a ras
del tronco para que no quedaran prominencias que obstaculizaran el
descortezamiento o hicieran tropezar a quien tuviera que correr sobre los
maderos cuando éstos se agolparan y se quedaran atascados en medio del río. Yo
blandía el hacha a diestro y siniestro a un ritmo trepidante. Era un trabajo
duro, sentía que todo me devolvía los golpes desde todos los flancos y que nada
se rendía por las buenas, pero a mí no me importaba, no notaba el cansancio, y
simplemente continuaba. Los demás tenían que retenerme, me sujetaban por el
hombro y me obligaban a sentarme sobre un tocón, diciéndome que no me iba a
quedar más remedio que quedarme un rato allí, descansando, pero el trasero se
me llenaba de resina, se me dormían las piernas y yo me levantaba del tocón con
un ruido que sonaba como un desgarrón y empuñaba el hacha. El sol nos abrazaba
y mi padre se reía. Yo estaba como embriagado.
Per Petterson. Salir
a robar caballos. Cristina Gómez Baggethun. Ediciones B.
miércoles, 20 de abril de 2016
Juan Gelman en Velorio del solo
Madrugada
Jugos del cielo mojan la madrugada de la ciudad violenta.
Ella respira por nosotros.
Somos los que encendimos el amor para que dure,
para que sobreviva a toda soledad.
Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al
dolor
antes de merecer esta esperanza.
Hemos abierto las ventanas para darle mil rostros.
Velorio del solo
Especialmente andaba preocupado
por el tiempo, la vida, otras cositas como ser
morir sin haberse alcanzado a sí mismo.
En esto era tenaz y los días de lluvia
salía a preguntar si lo habían visto
a bordo de unos ojos de mujer
o en las costas del Brasil amando su estampido
o en el entierro de su inocencia (muy particularmente).
Siempre tuvo palabras o pálidos y pobres pedazos
de amores sin usar, de grandes vientos,
trece veces estuvo por entrar a la muerte
pero volvió, de acostumbrado, decía.
Entre otras cosas quiso
que alguno más entendiera este mundo
con lo que horrorizaba a la propia soledad.
Hoy lo velan tan espantosamente aquí mismo,
entre estas paredes por las que resbalan todavía sus puras
maldiciones,
desde su rostro cae el ruido de las barbas aún vivas
y nadie que lo huela
llegará a imaginar cómo deseaba gozar con el misterio del
amor inocente,
darle agua a sus niños.
Mientras devuelve la piel y los huesos prestados al descuido
mira a lo lejos su figura y se persigue
por lo cual sin duda pronto
va a empezar a llover.
Invierno
Después de haberte amado
tu vientre ilumina todavía la oscuridad, el cansancio,
la noche refugiada en la pieza.
El silencio ha temblado por nosotros
como los pies descalzos de este invierno de pobres,
en tus brazos aún quedan rostros de amor abandonados
después de haber amado
regresamos al fuego, la furia, la injusticia.
En la ciudad que gime como loca
el amor cuenta bajito
los pájaros que han muerto contra el frío,
las cárceles, los besos, la soledad, los días
que faltan para la revolución.
Historia
Estudiando la historia,
fechas, batallas, cartas escritas en la piedra,
frases célebres, próceres oliendo a santidad,
sólo percibo oscuras manos
esclavas, metalúrgicas, mineras, tejedoras,
creando el resplandor, la aventura del mundo,
se murieron y aún les crecieron las uñas.
Mi rostro
Mi rostro cae como tu corazón
tu corazón que cae bajo la lluvia de este otoño,
una lluvia de pájaros grises que sube de mi rostro
como el otoño sube hasta tu corazón,
he recorrido calles, rostros, puertos
antes de recorrer tu corazón de otoño
como un pájaro gris las calles de la lluvia,
tu corazón va solo como un puerto
del que todas las lluvias han partido
menos ese pájaro gris parecido al otoño
construyendo mi rostro para tu corazón.
Juan Gelman. Velorio
del solo. En Gotán y otras cuestiones (Poesía I 1956-1962). Visor libros.
domingo, 17 de abril de 2016
Calle de la Estación, 120. Léo Malet
Burma. Nestor Burma. Hombre de una pieza, inteligente, duro,
irónico, el detective más famoso de Francia, siempre un paso por delante de los
acontecimientos. Burma que regresa a la Francia ocupada tras su reclusión en un
campo de prisioneros y ya tiene un misterio por resolver. El misterio, la calle
de la Estación 120 que repiten un amnésico en el campo de prisioneros y un
antiguo colaborador de su agencia de detectives antes de morir. A partir de
ahí, las indagaciones de Burma, las calles oscuras de París y la niebla de
Lyon, los hombres en la sombra, las mujeres hermosas y enigmáticas y un
rompecabezas sin solución aparente.
Calle de la Estación,
120, primera novela de Léo Malet con Nestor Burma de protagonista, bebe
tanto de la novela negra de Chandler y Hammett como de Poe, Christie y Conan
Doyle. Malet crea un personaje sin fisuras, siempre atento a cada detalle que
le rodea e inteligente, con la palabra y el gesto adecuados, hermético y
mentiroso en su propio beneficio. Tal vez sea esta ausencia de fisuras en Burma
lo que lo separa de Spade o Marlowe y lo hace plano y sin la suficiente fuerza,
un hombre infalible y hasta cierto punto sabelotodo. Burma conoce el terreno
que pisa, dice las palabras perfectas en el momento idóneo, ejecuta pequeñas
trampas y mentiras para desenmascarar a quien tenga delante, es el centro en el
que orbitan personajes, misterios y asesinatos y su fama habla por él (Burma es
conocido en Francia, su nombre crea expectación y admiración en cada paso que
da).
El inicio, en un campo de prisioneros, coloca la acción
fuera de los escenarios habituales de la novela negra. Burma sobrevive en el
campo como buenamente puede. La llegada de un hombre amnésico y su muerte
devuelven a Burma a su pasado como detective. Una vez liberado, un antiguo
colaborador de su agencia de detectives repite la misma dirección que soltó el
hombre amnésico antes de ser asesinado en Lyon. Y Burma entra en acción,
empieza a atar cabos, a tirar de la madeja, hasta encontrar el nexo de unión
entre el amnésico y su colaborador y sus asesinatos y así completar el misterio
en un final revelador.
Si Calle de la
Estación, 120, arranca como una novela negra con un detective en mitad del
caos, continúa y termina como una novela de misterio parecidas a las de Agatha
Christie. Seguimos a Burma por el campo de prisioneros, Lyon y París, asistimos
a calles de niebla y noches peligrosas,
se suceden los personajes extraños y de los que desconfiar, para meterlos a
todos en una habitación y señalar a los culpables de los asesinatos de la novela
y desvelar secretos y motivaciones.
Calle de la Estación,
120, se resiente de un personaje plano y de una pieza y un historia que cae
en el tópico, una última palabra antes de morir, personajes que se desmayan
antes de revelar un secreto, mujeres misteriosas que aparecen y desaparecen
como el humo, diálogos rápidos e irónicos entre el detective y los policías, el
detective siempre más inteligente, los policías obtusos o lentos. Algo que sí
me atrajo de la novela es la descripción de los gestos cotidianos en la Francia
de la segunda guerra mundial, las diferentes zonas, los toques de queda, los
trámites y el estraperlo, los personajes que se mueven en mitad de una guerra
que sentimos en un segundo plano, cierta ambientación que recuerda al realismo
poético francés. Más allá de eso, la novela es simpática por momentos y
aburrida y tópica en otros, y sólo queda
leer alguna más de Malet para ver cómo evoluciona su escritura y el personaje
de Nestor Burman.
Poco antes de llegar al puente de La Boucle, el cordón de
Marc me hizo una jugada. Se rompió. Me detuve a arreglarlo, lo que le dio
cierta ventaja a mi compañero.
Excepto el rumor sordo del impetuoso río y, sobre el puente,
el ruido seco de los talones metálicos de Marc Covet, la ciudad estaba
extrañamente silenciosa. Todo dormía. Todo estaba en calma. Oí a lo lejos rodar
un tren, tranquilizador. En aquel preciso instante, una llamada de angustia
rompió el silencio y la niebla.
Con todos los sentidos al acecho, estaba esperando aquel
grito. Me adelanté de un brinco, haciéndole eco con mi voz para que Marc
hiciera lo mismo.
Casi en el centro del puente, bajo la amarillenta luz de un
fanal, el periodista se peleaba con un individuo que intentaba echarlo por la
borda.
Al verme aparecer a su lado, el hombre no perdió los
estribos. Le asestó un tremendo golpe al reportero y lo dejó fuera de combate.
Entonces se enfrentó a mí. Lo agarré y rodamos juntos por el suelo. Durante
unos instantes estuvo en posición de fuerza. Me agobiaban mis prendas de
invierno y él sólo llevaba americana. Aflojé el férreo abrazo y de pronto
estuvimos los dos de pie, como dos bailarines trágicos. Visiblemente, el apache
intentaba hacerme lo que no había podido con mi amigo. Había que acabar con
aquello. Reuní las fuerzas que me quedaban y le di un puñetazo sonado. El
agresor aflojó el abrazo a su vez y se apoyó en el parapeto brillante de
humedad. Le di un rodillazo en el vientre y lo incorporé de un directo a la
mandíbula. Sus pies casi me rozan la cara. Blasfemé como pocas veces.
Corrí hacia Marc. Se estaba incorporando con dificultad,
mientras se friccionaba la mandíbula.
—¿Dónde está el boxeador ése? —dijo.
—He calculado mal el golpe —le contesté—. Le he dado
demasiado fuerte... y la barandilla estaba resbaladiza. Se ha caído.
—Se ha... ¿Quiere decir que...?
Señaló el Ródano, que bajaba impetuoso diez metros por
debajo de nosotros.
—Sí —dije.
—¡Cielo santo!
—Mire, ya se compadecerá en otra ocasión. De momento,
vayamos a su periódico. Tengo que llamar por teléfono y quiero poder hacerlo
sin trámites de mierda, sin tener que enseñar la documentación, rellenar una
ficha y dar los datos hasta de mi abuela.
—No es mala idea. Incluso es estupenda, porque yo necesito
un tónico y sé de un armario en el que hay coñac.
Por el camino me preguntó:
—Naturalmente, sabía lo que iba a pasar, ¿no?
—Me lo temía.
—¿Y me ha dejado ponerme unos zapatones tan ruidosos como
los suyos? ¿Y una boina como la suya? En resumidas cuentas, tener la misma
apariencia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y me ha hecho pasar delante?
—Sí.
—¿Y si me hubiese caído al agua?
—No podía caerse. Estaba yo. Esperaba su llamada.
—¿Y si hubiese llegado demasiado tarde? ¿Si no hubiese
tenido tiempo de gritar? ¿Si hubiese resbalado? ¿Si...?
—Siempre habría podido detener al agresor. Yo en el agua y
usted con el tipo no habría servido de nada. No habría sabido qué preguntarle.
Mientras que si lo hubiese pillado yo...
—... Mientras yo flotaba en dirección a Valence...
—Le habría vengado.
—Es usted un gran tipo —se rió, entre sarcástico y amargo.
Una pausa, y luego:
—Tanto si sabía qué preguntarle como si no, ahora ya es un
poco tarde —masculló entre dientes.
Parecía triunfante.
—En efecto, es mala suerte —otorgué—. Espero enderezar el
tiro. La clave está en darse prisa.
Léo Malet. Calle de
la Estación, 120. Traducción de Luisa Feliu. Libros del Asteroide.
jueves, 14 de abril de 2016
El demonio. Hubert Selby Jr.
El demonio como
el camino hacia la destrucción de un hombre de éxito, una gran promesa del
mundo de los negocios que, dentro de sí, guarda una parte sórdida y cruel que
necesita ser alimentada a través de un juego donde humilla a mujeres casadas
primero, luego roba de noche en oficinas vacías y termina con la planificación
y ejecución de un puñado de asesinatos, un juego que le excita, le hace sentir
invulnerable, una especie de semidios capaz de destruir o salvar a aquellos que
tiene delante, su única manera de sentir placer o un atisbo de emoción y su
lucha contra el monstruo que lo domina.
Harry es un muchacho prometedor, inteligente y enérgico
que vive con sus padres, trabaja en una gran empresa y tiene una sonrisa y una
amabilidad que cautivan. Harry busca mujeres casadas a las que llevar a la
cama, un juego que le hace sentir la excitación de ser descubierto por el
marido, de inventarse otra personalidad, la posibilidad de ser cruel. El inicio
de El demonio es una sucesión de
conquistas fugaces de Harry, mujeres casadas que encuentra en bares o en
terrenos de juego, que se sientan en los parques en la hora del almuerzo y a
las que seduce y engaña, la satisfacción de una conquista y un polvo y la mujer
como objeto.
Selby crea una novela cruel y obsesiva. Porque en Harry
hay una obsesión que no lo deja vivir en calma, que le impide llevar una vida
real. Se enamora, forma una familia, asciende en el trabajo, pero ahí, dentro
de él, la obsesión que lo lleva a dejar a las mujeres casadas por borrachas y drogadictas
en un cuchitril y la mentira propia de pensar que es la última vez, siempre la
última vez. Selby habla del infierno personal, de una parte demoniaca dentro
que asfixia y destruye, que disfruta con el engaño y la degradación, el camino
al borde del abismo y la atracción del vértigo. Harry necesita ensuciarse y
degradarse, dejarse llevar por su juego y su obsesión, para poder llevar una
vida en apariencia normal. Sólo cuando siente colmada su obsesión es capaz de
un tiempo de paz.
Hay un momento donde Selby da una vuelta de tuerca a la
vida de Harry. El inicio de El demonio es la búsqueda de sexo fácil con mujeres casadas y la llegada del matrimonio,
entonces, la escritura de Selby va de algo cercano a la novela rosa a la
violencia cortante y directa en los momentos donde Harry pierde contra su
obsesión, de las frases largas y plácidas a las cortas y con estallidos de
violencia. Dos tercios de la novela es una sucesión de escenas de cama,
ascensión en los negocios y el amor que vive Harry. El último tercio es Harry
que se acerca poco a poco a la locura, destruido por su obsesión, por su forma
de sentir placer, su búsqueda de una excitación última y violenta que le nutra.
Selby, entonces, se centra en la caída de Harry, en su pérdida de cordura, en cómo
su juego de acostarse con mujeres casadas, Harry como depredador, lo lleva a
querer sentir algo más fuerte, del sexo a la muerte, de un polvo rápido a la
necesidad de traspasar cualquier moral y degradarse hasta convertirse en un
despojo. La lucha de Harry contra su obsesión, los momentos donde siente el
demonio dentro de sus entrañas, algo que no ajusta dentro de sí, que lo aparta
de la vida.
El demonio, mi
primer acercamiento a Selby, es una
montaña rusa. Momentos anodinos que se mezclan con otros intensos, capítulos
febriles que dan paso a otros aburridos, un sube y baja constante, una novela
descarnada y cruel, una lucha contra nuestra sombra.
Harrry regresó pronto a la oficina sabiendo que ya no
tendría que volver a comprobar si ella estaba junto al lago esperándole. Allí
seguiría, durante mucho tiempo. Y quién sabe, puede que algún día incluso
volviera a acercarse a ella. Sí… la próxima vez que le apeteciera un bocado
rápido, jua jua jua. Era una buena jaca, al menos cuando estaba hambrienta.
Hambrienta de la hostia, muriéndose de hambre. Pero tiene un apetito
insaciable. Y no de rabo precisamente. Amor. Sí, eso es lo que quiere. Un poco
de amor y de cariño y de comprensión. Seguro que podría ser una excelente
esposa… pero no la mía. Eso sería la perdición. Sí, quizá disfrutáramos de unas
cuantas sesiones más de delicioso intercambio alimenticio, pero luego siempre
pasa lo que pasa. Porque en cuanto ella aplacara su hambre, en cuanto hubiera
comido en condiciones unas cuantas veces, seguramente cambiaría.
En cualquier caso, aquel era el final de la pequeña
película. Había estado bien, sí, mientras duró. Menos mal que no se había
puesto demasiado sensiblera. Un pedazo de buena jaca, sí señor. Apuesto a que
es la primera vez que le pone los cuernos al marido. Me pregunto qué pensará él
cuando esta noche su mujer llegue a casa radiante, supurando dicha por los ojos
y por cada poro de la piel. Ni se dará cuenta, probablemente. Debe de ser medio
gilipollas. Tal vez ella tenga razón y no sea más que un perfecto imbécil. Pero
no te quepa la menor duda de que su irradiación de dicha se habrá desvanecido
en un par de semanas. Pobre zorra. Casi me da pena. Seguramente me pondrá a
parir… Pero algún día me lo agradecerá. En el peor de los casos, ahora sabe que
no tiene por qué quedarse en casa esperando a su marido. Ahora ya sabe que
también ella puede salir por ahí de picos pardos alguna noche, jua jua jua… Sí,
probablemente le he ahorrado un montón de tiempo y de problemas. A saber cuánto
habría tardado en dase cuenta de que también ella puede echar una canita al
aire.
***
Pero el hombre interior sabía que cuando se prescinde de
lo que hasta un determinado momento ha nutrido una vida, hay que reemplazarlo
por alguna otra cosa de valor. Y esa otra cosa de valor se estaba gestando en
su interior, como un feto en la oscura seguridad del útero. Y Harry lo alimentó
despacio. Sin forzar las cosas, dejando que se le pusieran los dientes largos
con las pequeñas pistas que le iban siendo dadas con el fin de que adivinase
hacia dónde se encaminaba. Lo que le estaba cambiando la vida permaneció
innominado durante muchísimas semanas, y a medida que Harry fue dejándose
llevar por aquel sentimiento interno, cada vez se retraía más y cada vez
aparentaba mayor serenidad. En su rostro había una permanente sonrisa y
resultaba visible el aura de su brillo interior, como si estuviera en posesión
de un secreto al que nadie más tenía acceso.
Y también estaba la excitación. Una excitación que crecía
sin cesar a la par que el feto. Una increíble excitación debida a la aprensión
y al hecho de imaginarse lo que iba a ocurrir, una excitación distinta a
cualquier otra cosa que él hubiera experimentado o imaginado jamás, una
excitación indefinible que había que probar. Aún era incapaz de definir con
plena consciencia y exactitud qué iba a pasar, pero sus entrañas lo sabían
bien. Y cada día que pasaba, también él estaba más cerca de saberlo. Y cuanto
mayor era la cercanía, más intensa se hacía la excitación.
Cuando finalmente se dio cuenta de lo que haría, le
sorprendió que le hubiese llevado tanto tiempo cobrar consciencia de ello.
Parecía todo tan lógico y sencillo. Y tan obvio. Y la toma de conciencia trajo
consigo una nueva oleada de excitación, una abrumadora emoción. Si se hubiese
sentido tan relajado, tan libre y pleno, sabiendo solamente que algo iba a
ocurrir, aunque ignoraba qué, cuál no sería su excitación ahora, ahora que no
sólo sabía que iba a matar a alguien sino que iba a planear y sopesar todas y
cada una de las acciones relacionadas con el antes, el durante y el después de
ese suceso. El más ligero pensamiento sobre la situación lo dejaba
prácticamente paralizado de excitación. Dios, qué placer. Qué exquisito placer.
Y podía volver a aquel pensamiento siempre que quisiera. Siempre que la
tirantez empezara a interferir en su trabajo, siempre que le atacara aquella
maldita ansiedad, podía parar, así de sencillo, parar y pensar cómo iba a matar
a alguien. No hacía falta ir a ningún sitio ni hacer nada, tan sólo permanecer donde
estuviera en aquel preciso momento y recrearse con la contemplación de la
ejecución, con eso bastaba para sentir no sólo la excitación inmediata, sino
también un instantáneo alivio al reconcomio que lo había estado poseyendo. Así
de sencillo. Donde estuviera. En vez de coger un taxi a Grand Central, cogía el
metro y comprobaba la eficacia de esta nueva solución. En el vagón dejaba que
le empujaran como a los demás y que le apretujaran contra la puerta, o se
agarraba a una correa, constreñido por los cuerpos que le rodeaban, y en lo
único que pensaba era en lo que un día iba a hacer. Entonces se olvidaba de lo
que había a su alrededor. Lo único que sentía era paz interior y poder. Un
descomunal poder. Un poder irrefrenable. Un poder que le hacía vulnerable a los
latigazos que le habían estado vejando.
Y junto con esta nueva consciencia llegó el placer de
tomárselo como un juego. Al menos de momento. Algún día el asesinato tendría
que hacerse realidad, pero de momento la mera contemplación del suceso lo exaltaba.
Esa era una de las grandes ventajas de semejante experiencia. Podía posponer
casi indefinidamente la acción, y eso hacía que la excitación aumentara.
Nutrir, mimar y acariciar la expectación. Eso es lo que había que hacer. Y eso
es lo que iba a hacer: tentarse a sí mismo durante tanto tiempo como fuese
posible. Algún día ese acto formaría parte de la historia, pero por ahora se
limitaría a imaginarlo. Podía crear su propio suspense. ¡Y controlarlo!
Hubert Selby Jr.
El demonio. Traducción de Juan Miguel López Merino. Huacanamo.
martes, 12 de abril de 2016
hacia el fin del mundo III
Había un pueblo de piedra.
Nos sentamos junto al río
y refrescamos nuestros pies cansados
entre las arañas de agua.
Y aún quedaban otros diez.
Nos desviamos del camino
y dejamos pasar el tiempo.
Al otro lado del puente nos esperaba
un final
y nuestros cuerpos desnudos en una litera.
Pero, por una pequeña eternidad,
nos desviamos de las señales
y convertimos el tiempo
en
piedra.
piedra.
sábado, 9 de abril de 2016
A Siberia. Per Petterson
Siberia como sueño por cumplir para la narradora de A Siberia, como lugar donde iniciar otra
vida diferente a la de las granjas de los abuelos, a la carpintería y luego
lechería del padre, a los salmos de la madre, a las carreras del caballo
Lucifer y las piernas colgantes del abuelo suicida, a la mirada de los náufragos
y fantasmas, la idea de Siberia sacada de los libros y que habla del frío, los
samovares, las duras prendas de abrigo, la blancura cegadora, la idea
(platónica) de sentirse y ser otro, de dejar atrás la propia vida.
A Siberia es
una novela intimista, la escritura de Petterson pausada y leve que se centra en
las reflexiones y la mirada de una narradora sin nombre sobre su vida y la de
quienes le rodean, una familia distanciada, los padres que parecen soportarse,
los abuelos tiránicos, los vecinos del pueblo formado por marineros o
borrachos, el hermano como único apoyo junto a los sueños, la hermana que
anhela llegar a Siberia, el hermano que prefiere el sol y el calor de
marruecos. Y es ahí, en esos sueños tan distantes, donde hermana y hermano separan
sus caminos.
Hay algo de pérdida en A Siberia. La narradora tiene a su hermano, su sueño de infancia de
una tierra inhóspita, tiene viejas historias de marineros y la clandestinidad
en tiempos de guerra, tiene la mano de su padre carpintero y la voz cantarina
de su madre, tiene un trabajo en una cafetería y un hombre pelirrojo y tímido
que se sienta junto a la ventana y espera. Pequeños momentos que va perdiendo a
lo largo de vida, y en esa pérdida, el
avance a algo nuevo e inesperado.
La escritura de Petterson me recuerda, por momentos, a
Kawabata, su idea de insinuar más que enseñar, la delicadeza de los trazos, la
lentitud en la voz de la narradora, que se detiene en el miedo a los fantasmas,
la vida tras las ventanas de las tabernas, el sonido del viento en los muelles,
la llegada del ejército alemán al pequeño poblado, la sensación de ultraje y
silencio al caminar entre los soldados alemanes o el paisaje que cambia fuera
de la habitación. A Siberia
transcurre con calma, son más esbozos que escenas detalladas.
Hay un momento de una singular belleza. Es un invierno
duro, el mar está congelado alrededor de las islas cercanas a la costa y
Jesper, el hermano de la narradora, intenta llegar al faro patinando. La
hermana lo espera en la orilla, pero el hermano no regresa. En la noche
cerrada, el mar congelado, el sonido de unos patines que se apagan, la
narradora siente lo frágil de los sueños.
Me encanta cuando es verano y el viento cálido me sube
por los muslos desnudos bajo el vestido, pero no creo que el frío me vaya a
molestar. En Siberia tienen otro tipo de ropa que puedo aprender a usar y las
cosas no serán como aquí, donde solo dispongo de un fino abrigo para protegerme
del viento procedente del mar que separa Dinamarca y Suecia y lo traspasa todo.
Ellos tienen gorros de piel de lobo, grandes chaquetas y botas con forro, y
muchos de los que viven allí tienen aspecto de esquimales. Tal vez encaje, si
me corto el pelo. Además, me montaré en el tren, miraré por las ventanillas y
hablaré con extraños, y ellos me contarán cómo viven y cómo piensan y me
preguntarán por qué he ido allí desde tan lejos, desde Dinamarca. Entonces
responderé: «He
leído sobre vosotros en un libro».
Y beberemos té caliente del samovar y permaneceremos juntos en silencio,
limitándonos a mirar.
***
Llego a la cabaña, la rodeo y alcanzo la puerta de la
parte trasera, que no es una puerta, sino una manta que Jesper ha colgado
delante de la abertura para protegerse de la arena. Nunca está allí en invierno
y el viento suele soplar desde el mar, así que de momento no le hace falta, y
cuando entro de pronto está todo oscuro tras el brillo del sol de fuera. Me
quedo quieta, esperando, y percibo el olor de la sal, de las algas que se secan
al sol y de la brea de los troncos recalentados; todo huele a madera y calor y
Jesper está tumbado sobre un colchón bajo la ventana, inspirando y espirando en
medio de todo aquello. Duerme y lo veo más nítido cada vez que se le eleva el
pecho. Da una impresión desnuda. Está tumbado sobre las mantas y lo veo desnudo
por todas partes a la débil luz de la ventana en la que hemos colgado un
mantelito que bordó mi madre. «Jesús
vive», puso. Es una broma, Jesper y yo no creemos ni en Dios ni en Jesús. Me
quedo inmóvil, conteniendo la respiración, porque nunca he visto así a mi
hermano aunque llevamos años compartiendo cuarto, nunca lo he visto tan nítido
ni tan completo. En su cabello oscuro hay partes descoloridas por el sol y
tiene la piel morena, con una franja clara en torno a las caderas que resplandecen,
y quiero dar media vuelta e irme, porque allí no puedo quedarme. Pero lo veo
todo con claridad en la penumbra; su ropa en el suelo, la caña de pescar en un
rincón y la fotografía de Lenin que ha recortado y colgado en la pared, además
de una fotografía en la que salimos él y yo ante la casa de la tía Else, en
Bangsbostrand. Yo con mi cara redonda y mi gran melena y él con pantalones
cortos, moreno como un árabe, con una pelota bajo un brazo y el otro sobre mis
hombros. Ahora me da la impresión que en esa foto somos muy pequeños, pero me
acuerdo del momento en que la tomaron. Recuerdo el sol contra el que entornamos
los ojos, y mi padre que no sale porque la tía Else le dijo: «Por Dios, Magnus,
¿no podrías sonreír por una vez», y él no quiso hacerlo y se apartó
enfurruñado. Recuerdo el brazo de Jesper alrededor de mis hombros; todavía hoy,
con solo cerrar los ojos, lo recuerdo, aunque ya he cumplido sesenta años y el
lleva muerto más de la mitad de mi vida.
Per Petterson. A Siberia.
Traducción de Cristina Gómez Baggethun.
Random House Mondadori.
jueves, 7 de abril de 2016
William Styron en La decisión de Sophie
«Una de las cosas que no puedo comprender, aunque a veces
haya escrito sobre ella intentando captarla en una perspectiva adecuada
—escribe Steiner—, es la relación del tiempo.» Steiner, tras describir la
muerte brutal de dos judíos en el campo de exterminio de Treblinka, dice:
«Precisamente a la misma hora en que Mehring y Lagner eran llevados a la
muerte, una abrumadora diversidad de seres humanos (a una distancia de tres
kilómetros en las granjas polacas y a ocho mil en Nueva York) estaban
durmiendo, comiendo, viendo una película, haciendo el amor o preocupándose por
el daño que pudiese hacerles el dentista. Aquí es donde mi imaginación queda
perpleja. Los dos tipos de experiencia simultánea son tan diferentes, tan
irreconciliables con cualquier norma común de valores humanos, y hasta tal
punto resulta su coexistencia una monstruosa paradoja (Treblinka existió tanto
porque algunos hombres la crearon como porque casi todos los demás permitieron
que existiera), que mi desconcierto es grande respecto al tiempo. ¿Hay, según
dan a entender ciertas especulaciones de ciencia ficción y de los gnósticos,
diferentes clases de tiempo en el mismo mundo? ¿Un “buen tiempo”, un “pasárselo
bien”, y un tiempo inhumano en que el hombre cae en las lentas manos de la
condenación en vida?».
Cuando aún no había leído este pasaje creía, quizá con
excesiva ingenuidad, que yo era el único que mantenía esta especulación, que
sólo yo me había obsesionado con la relación del tiempo; hasta tal punto que,
por ejemplo, intenté anotar con más o menos éxito mis actividades en el primer
día de abril de 1943, el día en que Sophie, al entrar en Auschwitz, cayó en las
«lentas manos de la condenación en vida». En algún momento de las postrimerías
de 1947 —sólo pocos años después, relativamente, del comienzo de la dura prueba
sufrida por Sophie—, escudriñé en mi memoria en un intento de localizarme a mí
mismo la fecha en que Sophie cruzó las puertas del infierno. El primer día de
abril de 1943 —el Día de los Inocentes en nuestro país— me ofreció una feliz
circunstancia mnemónica, pues, tras examinar algunas cartas de mi padre que
corroboraron claramente mis movimientos, pude descubrir el absurdo hecho de que
aquella tarde, mientras Sophie ponía los pies en el andén de la estación de
Auschwitz, yo me estaba atracando de bananas, una hermosa mañana, en Raleigh,
Carolina del Norte. Me estaba atiborrando de bananas hasta casi enfermar porque
al cabo de una hora tenía que pasar por un reconocimiento físico para mi
ingreso en la infantería de Marina. A los diecisiete años, con una talla de más
de un metro ochenta, pero con un peso de cincuenta y cinco kilos, sabía que me
faltaba un kilo para alcanzar el peso mínimo requerido. Con un estómago tan
hinchado como el de un famélico grave, desnudo sobre una báscula frente a un
musculoso sargento reclutador que, clavando sus asombrados ojos en mi cuerpo de
fideo, dejó escapar un burlón «¡Dios mío!» (además de hacer un chiste sucio
relacionado con el Día de los Inocentes), fui aceptado sólo por un margen de
escasos gramos.
Aquel día aún no había oído hablar de Auschwitz, ni de
ningún otro campo de concentración, ni del exterminio en masa de los judíos
europeos, ni mucho menos todavía de los nazis. Para mí, en aquella guerra
mundial el enemigo eran los japoneses, y mi ignorancia de la angustia que se
cernía como una maléfica neblina gris sobre lugares llamados Auschwitz,
Treblinka o Bergen-Belsen era completa. Pero ¿acaso no puede aplicarse eso a la
mayoría de los norteamericanos, a la mayor parte de seres humanos que vivían
lejos del perímetro del horror nazi? «Esta noción de diferentes tipos de tiempo
simultáneo, pero sin analogía o comunicación efectivas —prosigue Steiner—,
puede ser necesaria para el resto de nosotros, los que no estuvimos allí, los
que vivimos como si nos halláramos en otro planeta.» Exactamente eso, en
especial considerando el hecho (a menudo olvidado) de que, para millones de
norteamericanos, la personificación del mal en aquel tiempo no fueron los
nazis, por temidos y despreciados que pareciesen, sino las legiones de soldados
japoneses que bullían en las junglas del Pacífico como pequeños monos
astigmáticos y rabiosos, y cuya amenaza para el continente norteamericano
parecía mucho más peligrosa, por no decir más repulsiva, dada su amarillez y
sus asquerosos hábitos. Pero aun cuando esta animosidad —tan estrechamente
enfocada— contra el adversario oriental no hubiese existido, la mayoría de la
gente apenas si habría podido saber algo de los campos de concentración nazis,
lo que hace las reflexiones de Steiner aún más instructivas. El nexo entre
estos «dos tipos de tiempo» es, por supuesto —para aquellos de nosotros que no
estuvimos allí—, alguien que estuvo allí, lo que me conduce de nuevo a Sophie y
especialmente a las relaciones de Sophie con el Obersturmbannführer Rudolf
Franz Hoss.
He hablado varias veces de la reticencia de Sophie a hablar
de Auschwitz y de su firme y generalmente obstinado silencio sobre la fétida
cloaca de su pasado. Puesto que ella (como me confió una vez) había conseguido
anestesiar con tanto éxito su mente contra las imágenes que pudiesen llegarle
de los tiempos en que permaneció en el abismo, no es de extrañar que ni Nathan
ni yo obtuviéramos mucha información sobre lo que le sucedió día a día
(especialmente durante los últimos meses), aparte de que llegó obviamente a las
puertas de la muerte a causa de la desnutrición y más de un contagio. Por lo
tanto, al lector —harto y cansado del interminable festín de atrocidades de
nuestro siglo— le ahorraré aquí la crónica detallada de asesinatos,
gaseamientos, palizas, torturas, criminales experimentos médicos, privaciones
lentas y progresivas, ultrajes excrementicios, locuras furiosas y otras
referencias a un informe histórico que ya ha sido hecho por Tadeusz Borowski,
Jean-Francois Steiner, Olga Lengyel, Eugen Kogon, André Schwarz-Bart, Elie
Wiesel y Bruno Bettelheim, sólo para nombrar algunos de los testigos más
elocuentes que intentaron pintar la totalidad de aquel infierno con la sangre
de su corazón. Mi visión de la permanencia de Sophie en Auschwitz es
necesariamente detallada, y tal vez algo desfigurada, aunque honesta. Aun
cuando Sophie hubiera decidido revelarnos, a Nathan y a mí, los horribles
detalles de sus veinte meses en Auschwitz, yo podría abstenerme de descorrer el
velo, porque, como observa George Steiner, es muy posible que «los que no
estuvieron plenamente implicados debieran sentir sólo ligeramente unos
sufrimientos de los que ellos estuvieron a salvo». Me he dejado llevar, debo
confesarlo, por una cierta presunción al comportarme como un intruso en el
terreno de una experiencia tan inexplicable, tan inseparable y legítimamente
exclusiva de los que la sufrieron, murieron en ella o la sobrevivieron. Un
superviviente, Elie Wiesel, ha escrito: «Los novelistas han hecho un uso
demasiado libre del Holocausto en sus obras... Al proceder así lo han
despreciado, le han quitado su sustancia. El Holocausto ha llegado a ser un
tópico candente, de moda, único a la hora de llamar la atención y lograr un
éxito inmediato...».
No sé hasta qué punto puede ser válido todo eso, pero soy
consciente del riesgo que corro según la importancia que le dé. Sin embargo, no
puedo aceptar la sugerencia de Steiner de que el silencio es la respuesta, de
que es mejor «no añadir las trivialidades de un debate literario y sociológico
a lo que no tiene explicación». Y tampoco puedo estar de acuerdo con la idea de
que «en presencia de ciertas realidades, el arte es trivial o impertinente».
Encuentro en esto un toque de piedad, sobre todo al ver que Steiner no ha
permanecido en silencio. Y sin duda alguna, por más que parezca casi
cósmicamente, incomprensible, la personificación del mal que ha llegado a ser
Auschwitz sólo es impenetrable mientras no intentemos penetrarlo, aunque sea de
forma inadecuada. El propio Steiner añade inmediatamente que lo mejor que puede
hacerse después de guardar silencio es «tratar de comprender». Yo he pensado
que quizá sería posible entender Auschwitz haciendo un esfuerzo para comprender
a Sophie, la cual, hay que decirlo, era como mínimo un haz de contradicciones.
Aunque no era judía, sufrió tanto como cualquier judío superviviente de las
mismas tribulaciones, y aun —como creo que podrá verse— en ciertos aspectos,
más profundamente que la mayor parte de ellos. (Para muchos judíos es
extremadamente difícil ver más allá de la consagrada furia genocídica de los
nazis, y ello me hace pensar que el hecho de que Steiner, también judío,
mencione sólo de pasada a los muchísimos no judíos —los millones de eslavos y
gitanos— que fueron tragados por el engranaje de los campos de concentración y
que murieron igual que ellos —aunque a veces menos metódicamente—, es menos un
fallo tendencioso del autor que un perdonable vacío en su inquieta meditación.)
Si Sophie hubiera sido sólo una víctima —desamparada como
una hoja arrastrada por el viento, un átomo humano, una persona sin voluntad,
como tantísimos semejantes suyos que corrieron la misma suerte—, habría
parecido meramente patética, uno de tantos seres extraviados y echados a
Brooklyn por la tempestad, sin secretos que necesitaran ser revelados. Pero el
hecho es que, en Auschwitz (según ella me fue confesando aquel verano), fue una
víctima, sí, pero también una cómplice, un accesorio —por casual, ambigua y
desprovista de propósitos definidos que fuese su postura— de los asesinatos en
masa, cuyos morbosos y vaporosos residuos emanados de las chimeneas de Birkenau
veía ella subir hacia el cielo en espiral cada vez que contemplaba las secas
praderas otoñales desde las ventanas de la buhardilla de la casa de su
cancerbero, Rudolf Hoss. Y aquí residía una —entre otras— de las causas
principales de su devastadora culpa; la culpa que ocultaba a Nathan y que, sin
atisbo de su naturaleza o de su realidad, tan a menudo la torturaba. Porque no
podía sacudirse de encima la opresiva idea de que en aquel momento de su vida
había participado, hasta su límite, en una espantosa conspiración criminal. Y
en ella había desempeñado el papel de una obsesiva y ponzoñosa antisemita, de
alguien que aborrecía a los judíos de una forma apasionada, ávida y
monótonamente pertinaz.
William Styron. La
decisión de Sophie. Traducción de Antoni Pigrau. Verticales de bolsillo.
lunes, 4 de abril de 2016
La tía Tula. Miguel de Unamuno
La mirada de Tula, profunda, desafiante, extrañada,
abarcadora, una mirada que construye muros y misterios, que hace preguntarse
qué emociones hay detrás de ella, si amor, pasión, dudas o miedos, si renuncia,
determinación o una lucha constante. Porque en Tula hay una cruenta lucha
interna, darse al otro o tomar del otro lo que ella quiere. Y es ahí, en ese
darse o tomar, donde Tula ejerce una fascinación difícil de sortear y por
momentos parece alguien a quien contener o una manipuladora que hace del otro un
títere que manejar. Porque Tula aspira a la maternidad. Pero a una maternidad
bíblica, como la Virgen María. Y desoye sus deseos más ligados a la carne. Y
usa a su hermana Rosa para tener aquello que anhela, y consigue unos sobrinos
que la llaman madre, una casa que gobernar, un cuñado que se debate entre el
amor a su mujer y la frustración por Tula. Y, ante todo, ante todos, la mirada
impenetrable de Tula y sus grandes ojos.
Tula es su deseo de maternidad sobre todas las cosas y
personas, su independencia última, su pasión contenida y su visión religiosa de
la vida. Hay momentos donde Tula encarna el antiguo ideal materno, una mujer
abnegada que cuida de sus sobrinos (hijos) y los saca adelante, y otros
instante donde Tula ejerce una influencia diabólica para conseguir aquello que
desea, casa a su hermana Rosa con Ramiro sin hacer caso de los sentimientos que
definen a cada uno de ellos, la anima a tener un hijo tras otro hasta la
muerte, acalla su pulsión amorosa y erótica y acaba con una pléyade de niños y
la sensación de algo que no acaba de encajar. Tula es madre y una presencia
inquietante, recuerda a los titiriteros que manejan a los hilos de sus muñecos
para que bailen a su antojo. Hay algo maquiavélico en Tula.
Unamuno desnuda su novela de paréntesis, tiempos muertos o
acciones secundarias, se centra en Tula, su hermana Rosa y su marido Ramiro, en
los hijos que llegan, como la muerte y la soledad, cada capítulo, cada línea de
diálogo, una exposición de deseos y razones, el amor soterrado de Ramiro y Tula
que ésta quiere acallar, el sacrificio de Rosa, que se deja llevar por los
consejos de su hermana, las dudas de Tula y su búsqueda última de una
maternidad virginal. No hay descripciones del entorno, casa, calle o naturaleza
que unir a los personajes, ni líneas secundarias que enturbien o distraigan de
Tula y su anhelo de ser madre, su figura que lo domina todo, su pasión tras sus
ojos grandes, lo oculto bajo la mirada profunda.
—¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas?
—dijo Ramiro—; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?
—No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque
es una tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella.... es lo
inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz,
pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la
luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas,
pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo
intangible...
—Y siempre nos da la misma cara..., esa cara tan triste y
tan seria..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la
oscurece del todo y otras veces parece una hoz...
—Sí —y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus
propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así—; siempre
enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el
otro lado..., cuál será su otra cara...
—Y eso añade a su misterio...
—Puede ser..., puede ser... Me explico que alguien anhele
llegar a la luna..., ¡lo imposible!..., para ver cómo es por el otro lado...,
para conocer y explorar su otra cara...
—La oscura...
—¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos
está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o
cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro,
es luna llena de la otra parte...
—¿Para quién?
—¿Cómo para quién?
—Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién?
—Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no
más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que
hablemos estas tonterías?
***
Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su
congoja al padre Álvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque
esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus
normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había
formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba
a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había
criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana
explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia
de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja —solía decirle—
llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija...» Y otras
veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No
lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de
tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo...» Y ella le contestaba
riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que
huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pera ¿quién pone barreras al
pensamiento?
Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la
ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una
huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan;
pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su
sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría
a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de
la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto
orgullo?», se preguntaba.
Miguel de Unamuno. La
tía Tula. Cátedra.
viernes, 1 de abril de 2016
notas sobre Los amigos de Eddie Coyle. George V. Higgins
Eddie Coyle no quiere ir a la cárcel. Coyle es un
delincuente de poca monta, trapichea con armas, da información innecesaria a la
policía, conoce a traficantes, mafiosos, asesinos a sueldo, esos amigos que
menciona el título de la novela, se mueve por garitos y callejones de Boston y
lleva marcados los nudillos por un asunto que salió mal. Coyle está asustado
por su condena y busca a quién delatar entre sus “amigos”, una manera de evitar
la cárcel, de seguir con sus trapicheos en la calle. Habla con traficantes,
vende pistolas que serán usadas en varios atracos, da chivatazos a un agente de
policía, se mueve de forma extraña y despierta las sospechas y las dudas en su
entorno de amistades. Coyle agarrado a su única esperanza de librarse de unos
años de encierro, su instinto que lo ayuda tanto como lo lleva a un destino del
que no podrá librarse, un antihéroe que no busca la redención o una epifanía
sino la calle y la supervivencia. Y es en esos días donde Coyle trapichea y
decide qué hacer y a quién delatar donde se mueve la novela de Higgins, la tensión
al seguir los pasos de Coyle, las líneas secundarias que se centran en atracos
a bancos, encargos a asesinos a sueldo y las decisiones de los amigos de Coyle
que lo conducen a un callejón sin salida. Eddie Coyle como un personaje de la
calle en una lucha desigual, inútil.
***
Al final de Los
amigos de Eddie Coyle, un abogado y un fiscal hablan sobre Jackie Brown un
delincuente de veintisiete años, traficante de armas, la posibilidad de dejarlo
libre si delata a sus clientes, el abogado cansado de tener que defender a la
misma morralla y preguntándose cuándo se acabará esa mierda, el fiscal que
responde que las cosas cambian cada día, algunos mueren y otros envejecen. Y es
eso lo que muestra George V. Higgins, un mundo poblado de delincuentes de medio
pelo, traficantes, soplones, mafiosos y atracadores sin un código de honor ni
lealtad, como tampoco lo tienen abogados o policías, la frontera entre víctima
y verdugo, entre delito y ley difuminada por un puñado de personajes que harán
cualquier cosa por sacar tajada de sus negocios ilegales, cada uno de ellos
prescindible, su ausencia ocupada por otro igual o peor que él.
***
En Los amigos de Eddie
Coyle hay tensión, crudeza y escenas cortas y directas. La acción
transcurre en garitos de mala muerte, coches detenidos en la calle,
aparcamientos, los encuentros son rápidos, violentos, una venta de armas, una
conversación privada con la policía, cada personaje que busca su beneficio sin
importar a quién arrastra con sus decisiones, personajes fuera de límite,
asesinos que se toman su trabajo como si fueran obreros, atracadores de gatillo
fácil, policías que acosan y retuercen la realidad. No hay buenos ni malos en
la novela de Higgins, todos se mueven por una fina línea gris.
***
Los diálogos de Higgins. De los mejores dentro de la
novela negra. Ágiles, rudos, irónicos, retorcidos, inteligentes. Los diálogos
que son la novela entera, que definen a los personajes y sus acciones, que te
mantienen en vilo y te hacen pensar que Tarantino debió estudiar sus novelas
para películas como Pulp Fiction o Reservoir Dogs, diálogos de
supervivientes, de tipos sin entrañas, de policías que buscan una detención sin
importar las consecuencias, de barmans
que esconden una crueldad fría y metódica, diálogos escritos en estado de
gracia, diálogos como estos…
El tipo mazas estaba sentado frente a Jackie Brown y dejaba
que se le enfriara el café.
—No sé si esto me gusta —dijo—. No sé si me gusta comprar
material del mismo lote que otra persona, porque no sé qué hará con él, ¿comprendes?
Si otra persona compra pipas del mismo lote y eso causa problemas a mi gente,
también me los causará a mí.
—Comprendo —dijo Jackie Brown.
La gente que salía temprano del trabajo aquella tarde de
noviembre pasaba ante ellos con paso apresurado. El tullido vendía el Records, molestando a la gente con sus
gritos desde la plataforma rodante.
—No lo comprendes de la misma manera que lo comprendo yo
—dijo el mazas—. Tengo ciertas responsabilidades.
—Mira —dijo Jackie Brown—, te digo que lo comprendo. ¿Sabes
cómo me llamo o no?
—Lo sé —replicó el mazas.
—Pues ya está —dijo Jackie Brown.
—De ya está, nada —dijo el mazas—. Ojalá me hubieran dado
cinco centavos por cada vez que he sabido cómo se llamaba alguien, de veras.
Mira esto. —El mazas extendió los dedos de la mano izquierda sobre la mesa de
fórmica de motas doradas—. ¿Sabes qué es esto?
—Tu mano —le espetó Jackie Brown.
—Espero que examines las pistolas con más atención que esta
mano —dijo el mazas—. Mírate la tuya, maldita sea.
Jackie Brown extendió los dedos de la mano izquierda.
—Sí —dijo.
—Cuenta cuántos nudillos tienes, joder —dijo el mazas.
—¿Todos? —preguntó Jackie Brown.
—Oh, Dios —exclamó el mazas—. Cuenta todos los que te dé la
gana. Yo tengo cuatro más. Uno en cada dedo. ¿Sabes cómo me salieron? Compré
material a un menda, del que también sabía cómo se llamaba, y el material fue
rastreado y al tipo lo condenaron a entre quince y veinticinco años. Los cumple
en la cárcel de Walpole, Massachusetts, y sigue allí, pero tenía amigos, y
ellos me hicieron unos nudillos nuevos. Me metieron la mano en un cajón y,
luego, uno de ellos cerró el cajón de una patada. Me dolió del carajo. No
tienes idea de lo que me dolió.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Lo que hizo que me doliera más —dijo el mazas—, lo que
empeoró el dolor, fue saber lo que iban a hacerme, ¿comprendes? Estás allí y
ellos te dicen que has cabreado a alguien, que has cometido un gran error y que
ahora hay alguien chupando talego por ello y que no es nada personal,
entiéndelo, pero tiene que hacerse. Ahora pon la mano ahí. Y tú piensas en no
hacerlo, ¿sabes? Cuando era pequeño, iba a la catequesis y la monja me decía
«Pon la mano», y las primeras veces que lo hice me pegó en los nudillos con una
regla de borde metálico. Como lo oyes. Conque un día, cuando me dijo «Pon la
mano», yo le dije «No». Y entonces me pegó con esa regla en la cara. Pues esa
vez igual, salvo que estos tíos no están cabreados, no se cabrean contigo,
¿entiendes? Son tipos a los que ves constantemente, tipos que a lo mejor te
caen mal o que no te caen mal, con los que has tomado una copa o has salido a
buscar tías. «Eh, Paulie, escucha, no es nada personal, ¿sabes? Has cometido un
error. La mano. No quiero tener que pegarte un tiro, ¿vale?» Así que pones la
mano, la que tú quieras, yo puse la izquierda porque soy diestro y porque, como
ya he dicho, sabía lo que iba a pasar, y entonces ellos te ponen los dedos en
el cajón y uno de los mendas lo cierra de una patada. ¿Has oído alguna vez el
ruido que hacen los huesos cuando se rompen? Es como cuando alguien parte una
tablilla. Duele del carajo.
—¡Jesús! —dijo Jackie Brown.
—Exacto —dijo el mazas—. Llevé escayola casi un mes. Y
cuando el tiempo es húmedo, todavía me duele. No puedo doblar los dedos. Así
que no me importa cómo te llames ni quién me lo haya dicho. Del otro tipo sabía
el nombre y mis dedos no ganaron nada con eso, maldita sea. El nombre de uno no
basta. A mí me pagan para que sea cuidadoso. Lo que quiero saber es, ¿qué
ocurre si se le sigue el rastro a una de las otras pistolas de este lote?
¿Tendré que empezar a mirar precios de muletas? Esto es un trato serio, ¿sabes?
No sé a quién le has vendido antes, pero el menda dice que tienes armas para
vender y yo necesito armas. Lo que hago es protegerme, ser astuto. ¿Qué pasa si
el hombre que tiene cuatro le da una a alguien para que mate a un policía,
joder? ¿Tendré que largarme de la ciudad?
—No —respondió Jackie Brown.
—¿No? —repitió el mazas—. De acuerdo, espero que no te
equivoques en eso. Voy corto de dedos. Y si tengo que largarme de la ciudad,
amigo, tú tendrás que largarte de la ciudad. Eso lo entiendes. Me lo harán a mí
y lo que te hagan a ti será peor. Eso ya lo sabes.
***
—Una de las primeras cosas que aprendí fue no preguntarle a
un hombre por qué tiene prisa —respondió el mazas—. El tío dice que tiene prisa
y yo ya le he dicho que puede confiar en mí porque tú me dijiste que podía
confiar en ti. Ahora las cosas están saliendo de otra manera y uno de nosotros
tendrá un problema serio. Y voy a decirte algo, chico —prosiguió el mazas—. Es
otra cosa que te enseño: cuando uno de nosotros tenga un problema, ese serás
tú. Con esto queda todo dicho.
—Escucha... —dijo Jackie Brown.
—Ni escucha ni nada —dijo el mazas—. Me estoy haciendo
viejo. He pasado toda la vida sentado en un antro cutre tras otro con una
pandilla de pringados como tú, bebiendo café, comiendo carne estofada y viendo
a otros volar a Florida mientras yo me devano los sesos preguntándome cómo
demonios pagaré al fontanero la semana próxima. He estado en el talego y lo he
resistido, pero no puedo correr más riesgos. Tú puedes venirme con los cuentos
que quieras, que si esto, que si lo otro y blablablá. Pero tú, tú todavía eres
un chaval y vas por ahí diciendo «Bueno, yo soy un hombre, puedes confiar en lo
que digo y lo tendrás. Sé lo que hago». Pues bien, chico, tú también vas a
aprender algo y te aconsejo que lo aprendas ahora, porque cuando dices eso,
cuando me haces salir solo ahí fuera porque me fío de lo que dices, será mejor
que tú también respondas. Porque si dices que vas a cumplir, tendrás que
cumplir de verdad, joder, porque si no cumples, se te quedará enganchada la
polla en la cremallera de mala manera. Ahora no quiero que me vengas con
mandangas ni palabrería. Quiero comprarte diez pistolas y tengo el dinero para
pagarlas y las quiero para mañana por la tarde en el mismo sitio y yo estaré
allí y tú estarás allí con las malditas pistolas. Porque si no estás, iré a
buscarte y te encontraré, porque no seré el único que te busque y nosotros
sabemos encontrar a la gente.
***
—Bien —replicó Dillon—, pues vuelve y dile que has
hablado conmigo. El me conoce, sabe quién soy, dile: «Dillon se encargará, pero
lo hará bien, lo hará de modo que no haya mil seiscientos tíos mirándolo cuando
lo haga». Dile eso.
—Tendrás que ir con cuidado —dijo el hombre— o pondrán
precio a tu cabeza.
—Puedes apostar el culo a que iré con cuidado —dijo
Dillon—. Pido un precio justo. Cinco de los grandes por anticipado. Por cierto,
¿dónde están?
—Ahora no tengo el dinero —dijo el hombre—. Haz el
trabajo y te lo daré.
—¡Vaya! —dijo Dillon—. Un coche grande y moderno de judío
rico, un traje de cuatrocientos dólares, zapatos caros y todo lo demás, y
quiere que trabaje para él a crédito. Déjame que te diga una cosa, monada. No
va a ser así. Empiezo a preguntarme si realmente te envió el jefe. No lo he
visto nunca trabajar así. Siempre es muy cuidadoso, hace las cosas como es
debido. Nada que ver con esto. Él no es de esos que se dejan tomar una foto
mientras echa una meada, con una mano en la polla y sujetándose los pantalones
con la otra. ¿Qué coño pasa con vosotros, tíos? ¿Habéis perdido los papeles?
—Pero, escucha... —dijo el hombre.
—Ni escucha ni nada —dijo Dillon—. Si trato a un hombre
con respeto, espero que él también me trate con un poco de respeto. El sabe
cómo trabajo, lo que hago, y por eso me quiere a mí. Conmigo, hay que poner la
pasta por delante. Si no hay dinero, no hago el trabajo. No acepto tarjetas de
crédito de ninguna clase. Y ahora, haz una cosa. Ve a ver al jefe y le dices
«Dillon lo está preparando todo, el coche, la pistola, todo. Lo tendrá todo
dispuesto para actuar en cuanto tú aprietes el botón». Dile eso. Y no vuelvas a
verme sin el dinero. Estoy dispuesto a hacer un favor a quien sea, pero también
tengo que pensar en otras cosas. Hay maneras correctas y maneras incorrectas de
actuar. A menos que quieras que detengan a Coyle o algo así. Eso podría hacerlo
hoy mismo y gratis.
—No me tomes el pelo —dijo el hombre—, no me vengas con
tonterías de que lo harás detener. Si llega el momento de que el jefe quiere
dejar de serlo, ya te lo haremos saber. Tú ya sabes cómo manejar esos asuntos.
—Pues sí —replicó Dillon—. Y precisamente por eso me
cuesta tanto entender qué carajo ocurre aquí. Me parece que aquí hay algo raro,
no sé. Ya sabes dónde ponerte en contacto conmigo. Lo prepararé todo, pero no
me moveré hasta que tenga la pasta, ¿entendido?
—Al jefe no le va a gustar —dijo el hombre.
—Ha sido él quien ha venido a buscarme —dijo Dillon—.
Supongo que eso significa que quiere que haga algo, que lo haga yo. Me ha
pedido que hiciera cosas difíciles y las he hecho y nadie ha salido herido
salvo el tío que tenía que salir herido. En todo lo que he hecho, nadie ha
terminado en la morgue, y no puedo decir lo mismo de algunos que conozco.
George V. Higgins.
Los amigos de Eddie Coyle. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté.
Libros del Asteroide.
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