Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 24 de mayo de 2020

-03. Berger

Son fantasmas. Los camioneros. Sus caras blanquecinas por las pantallas de tablets y móviles. Las únicas luces en la zona del polígono que cruzo. A veces, alguno sale a mear en los setos junto a algún pabellón. O estira las piernas y observa el cielo estrellado. A su espalda, el cielo naranja sobre la ciudad, las ventanas iluminadas que esperan, la carretera vacía, alguna sirena a lo lejos. Las sirenas, con los días, se han unido al sonido metálico de las campanadas y el gorjeo de los pájaros. Se escuchan a cualquier hora, la oscuridad tras la tristeza. Todo este cielo estrellado, me repito una vieja lección, es un mapa del pasado, los miles de años entre el titilar de esas estrellas y mis pasos en la noche, camino del trabajo. Qué mundo se encontrarán los haces de luces que han partido hoy en la distancia y negrura de la galaxia, quién será testigo, cuánto de lo que hoy es un misterio estará desvelado mañana, esta nostalgia por conocer el futuro lejano. Tiro del hilo de mis pensamientos, no sólo veo el tiempo desajustado en las estrellas, también en este confinamiento. Hace días que los políticos repiten que estamos por alcanzar el pico de la pandemia. El punto máximo está cerca, dicen, tenemos que doblar la curva, dicen, debemos aumentar el confinamiento, dicen. Hacen previsiones, políticos y periodistas, cuántos muertos tendremos, cuántos se han evitado por las medidas tomadas, cuánto queda de confinamiento. Lanzamos flechas hacia el futuro. Mientras, los datos de los nuevos contagiados, de los muertos, hoy, hay que leerlos en pasado, muestran una imagen de siete o diez días atrás, dicen los expertos. Una flecha al pasado. El único tiempo que parece no existir, ahora, es el presente, el del polígono a oscuras y los fantasmas en las cabinas de camiones.

Clasifico un carro de cajas en un ring. Solo. Mis compañeros en el muelle o en otros rings, a distancia de seguridad. Antes del confinamiento, los presos escribían las pocas cartas que pasaban por nuestras manos. En apenas cinco minutos veo cartas de niños, de gente mayor, su escritura reconocible, la letra redonda o temblorosa, también letra apretada, confusa y rápida de quien ha perdido la costumbre de escribir a mano, hay quien pega abalorios en el sobre y quien dibuja corazones, paisajes, estrellas, hay quien deja un mensaje junto al nombre del destinario, te quiero / ten cuidado / corre corre cartero que esta carta es para el amor que más quiero. Un gesto resucitado. Sentarse ante una hoja, recordar —que es volver a pasar por el corazón—, escribir, tener presente al otro. El silencio y la quietud de la palabra escrita. El murmullo y la respiración al abrir el sobre, al desplegar las hojas. De nuevo el pasado en el presente. De nuevo, el tiempo y sus flechas. El titilar de una luciérnaga.

Leo.


***

Son tres paquetes de cartas encontradas en una cárcel dirigidas a un preso acusado de terrorismo. A. escribe de la vida desde fuera, en un tiempo y una tierra desconocidos donde se vive una represión soterrada, su mirada que intenta abarcar la pobreza, el amor, la distancia, el miedo, el poder en la sombra, dominando la vida de cada uno de sus habitantes, y X., anotaciones políticas en el reverso de las hojas y, en contadas ocasiones, las impresiones de su encierro, qué significa vivir en una habitación de dos metros de largo. Estas cartas, la crónica de un amor, de lo invisible, del tiempo.


Mi soplete:

Sólo con mirarlo sabes que el pan todavía quema. Esta tarde, a las seis, unos veinte hombres esperaban a la puerta de la panadería, un poco más abajo de la farmacia. Siempre me dejan colarme si voy con la bata blanca. A veces esperan hasta un cuarto de hora, mientras el panadero lo va sacando del horno. Me parece ahora que tú nunca tuviste tiempo para hacer esto. El panadero no se fija en ellos, solo está atento al pan y a las brasas al fondo de la ardiente bóveda blanca. Y los hombres esperan, atentos, como si estuvieran presenciando un concurso. También quiero decirte algo más.
Qué grande es la diferencia entre la esperanza y la expectación. Al principio creía que tenía que ver con el tiempo, que la esperanza era aguardar algo más lejano. Me equivocaba. La expectación pertenece al cuerpo, mientras que la esperanza es del alma. Esa es la diferencia. Las dos conversan, se animan o se consuelan, pero sueñan cosas distintas. Y he aprendido algo más. La expectación del cuerpo puede durar tanto como cualquier esperanza. Como la del mío, pensando en el tuyo. Expectante.
En cuanto te condenaron a dos cadenas perpetuas, dejé de creer en su tiempo.

A.

Posdata. ¿Recibiste los rábanos que te envié con un mensajero?



El maestro (a quien uno de los guardias le rompió el otro día las gafas) nos citó esto: «Entre las cosas más bonitas que ya no vemos están la luz del sol, las estrellas rutilantes en una noche oscura, la luna llena y las frutas del verano: las peras, las manzanas, los pepinos maduros». Escrito ayer mismo, como si dijéramos, añadió el maestro, hace tan solo dos mil quinientos años.
John Berger. De A para X. Una historia en cartas. Traducción de Pilar Vázquez. Alfaguara.

martes, 13 de diciembre de 2016

El espíritu de la ciencia-ficción. Roberto Bolaño

El espíritu de la ciencia-ficción puede verse como un bosquejo de Los detectives salvajes, están las colonias y las avenidas mexicanas, están los adolescentes poetas y detectives, están los talleres y premios literarios, las investigaciones, las entrevistas y los primeros amores, están las madres espirituales de los poetas, los encuentros en habitaciones donde está la promesa de algo por descubrir, están los malditos y los desaparecidos y la luz que cambia sobre la ciudad y envuelve a los personajes, están la escritura fragmentaria y la voz a veces tierna, a veces febril, a veces intensa de alguien que recuerda un momento casi mítico, un instante que podría definir una vida entera. El problema de El espíritu de la ciencia-ficción es que es un boceto, algo que no acaba de ser una novela, que es difuso, con altibajos constantes y que no cristaliza (me podría agarrar a la poesía de lo inacabado, de los espacios en blanco, de imaginar el resultado final a partir de una lectura incompleta, de volver a Bolaño y su escritura antes del mito).

Historias fragmentadas. Una entrevista al ganador de un concurso literario, un poeta chileno en México, otro poeta encerrado en una habitación y que escribe una carta tras otra a escritores vivos de ciencia-ficción. Bolaño pasa de una historia a otra, esboza sus lugares comunes, mezcla personajes y voces (aunque parecen una misma voz, la del escritor ganador del concurso, la del poeta chileno, la del escritor de cartas, álter egos de Bolaño, piezas de un mismo personaje). Y es ahí donde esta novela gana puntos, en el reconocimiento del lector habitual de Bolaño, en sentir que vuelve a un mundo conocido pero sin el armazón de sus futuras novelas, los momentos donde la escritura es una mezcla de humor, ternura y rabia, el ritmo que se dispara, los monólogos febriles sobre literatura y México, historia iniciática donde se habla del descubrimiento del primer amor y del primer sexo (entonces, gana para los seguidores de Bolaño).

Se habla en el prólogo del arcón de Bolaño y las novelas que aún quedan inéditas, la alegría por esos (re)encuentros, porque aún no haya un final y porque esas novelas agrandarán el mito Bolaño y se podrá estudiar en profundidad y de manera completa su obra. Mientras leía El espíritu de la ciencia-ficción, me preguntaba si Bolaño no acabará siendo devorado por sus novelas inéditas, si no será un autor que verá sus mejores trabajos enterrados en otros que no son más que bocetos, si no acabarán por convertirlo en uno de esos poetas y escritores malditos y desarraigados de algunas de sus novelas.

Hay algo que sí me atrae de este boceto de Bolaño. El ambiente extraño, entre sueño, fantasía y realismo, la sensación de estar en un mundo de ciencia-ficción. También, las cartas que Jan Schrella escribe a sus autores de ciencia-ficción favoritos y su decisión de vivir encerrado en una buhardilla, una especie de poeta adolescente maldito. Y los detectives que forman Remo, poeta chileno, y José Arco, su búsqueda de una lista completa de las revistas poéticas y la idea de que tras ellas hay una revolución oculta, una especie de Belano y Lima. El capítulo final, Manifiesto mexicano, ya apareció en La Universidad Desconocida, y tal vez sea lo mejor del boceto, los baños públicos mexicanos y Remo y Laura dos amantes difuminados entre el vapor, lo único que Bolaño salvó en vida.

Me gustan la escritura y el mundo de Bolaño, hay algo que me seduce en ellos, y es por eso que seguiré con la lectura de estos manuscritos, por encontrarme sus fragmentos febriles entre el vacío, la repetición, el aburrimiento o la endeblez de parte de sus bocetos.






Pensé que era una escena ideal alrededor de la cuela podían girar las imágenes o los deseos: un joven de un metro setenta y seis, con jeans y camiseta azul, detenido bajo el sol en el bordillo de la avenida más larga de América.
Esto quería decir que por fin estábamos en México y que el sol que me apuntaba por entre los edificios era el sol del DF tantas veces solado. Encendí un cigarrillo y busqué nuestra ventana. El edificio donde vivíamos era gris verdoso, como el uniforme de la Wermacht había dicho Jan tres días atrás, al encontrar el cuarto. En los balcones de los departamentos se veían flores, más arriba, más pequeñas que algunas macetas, estaban las ventanas de las azoteas. Estuve tentado de gritarle a Jan que se asomara a la ventana y observara nuestro futuro. ¿Y luego qué? Largarme, decirle me voy, Jan, traeré paltas para la comida (y leche, aunque Jan odiara la leche) y buenas noticias, súper cabro, el equilibrio inmaculado, el pato perpetuo en las antesalas del gran trabajo, seré reportero estrella de una sección de poesía, teléfonos no me faltaban.
Entonces el corazón comenzó a martillar de una forma extraña. Pensé: soy una estatua detenida entre la pista y la acera. No grité. Me puse a andar. Segundos después, cuando aún no salía de la sombra de nuestro edificio, o del tejido de sombras que cubría ese tramo, apareció mi imagen reflejada en las vitrinas del Sanborns, extraña copia mental, un joven con una camiseta azul destrozada y el pelo largo, que se inclinaba con una extraña genuflexión ante las alhajas y los crímenes (pero qué alhajas y qué crímenes, de inmediato lo olvidé) con panes y paltas, que en adelante y para siempre llamaría aguacates, entre los brazos, y un litro de leche Lala, y los ojos, no los míos sino los que se perdían en el hoyo negro de la vitrina, empequeñecidos como si de golpe hubieran visto el desierto.
Me volví con gesto suave. Lo sabía. Jan estaba mirándome asomado a la ventana. Agité las manos en el aire. Jan gritó algo ininteligible y sacó medio cuerpo fuera. D un salto. Jan respondió moviendo la cabeza de atrás hacia adelante y luego en círculos cada vez más rápidos. Tuve miedo de que se tirara. Me puse a reír. La gente que pasaba se me quedaba mirando y luego levantaban la vista y veían a Jan que hacía el gesto de sacar una pierna para patear una nube. Es mi amigo, les dije, llevamos pocos días aquí. Me manda ánimos. Voy a buscar trabajo. Ah, pues qué bien, qué buen amigo, dijeron algunos y siguieron su camino sonriendo.
Pensé que nunca nos pasaría nada malo en aquella ciudad tan acogedora. ¡Qué cerca y qué lejos de lo que el destino me deparaba! ¡Qué tristes y transparentes son ahora en mi memoria aquellas primeras sonrisas mexicanas!
Roberto Bolaño. El espíritu de la ciencia-ficción. Editorial Alfaguara.

miércoles, 26 de octubre de 2016

En el ejército del faraón. Tobias Wolff

Escribe Wolff: ¿Cómo se cuenta una historia tan terrible? Tal vez una historia así no haya que contarla. Sin embargo, a la larga será contada. Per en cuanto uno abre la boca se encuentra con problemas: problemas de memoria, problemas de tono, problemas éticos. ¿Cómo puede uno juzgar al hombre que fue cuando ya ha escapado de sus circunstancias, sus miedos y sus deseos, cuando apenas recuerda quién era? ¿Y cómo, honradamente, puede evitar juzgarlo? ¿Acaso no hay en el acto mismo de la confesión una obscena autofelicitación por la virtud requerida para ver la propia falta y asumirla? ¿Y no es típico del chico americano querer que los demás admiren la pena que le causó destrozar casas ajenas? ¿Qué le debe uno al oyente, y qué oyente es uno? Tobias Wolff se cuestiona sobre la capacidad de la memoria, de trasladarse a un momento concreto del pasado y recrear lo vivido, qué partes faltan y cuáles han sido cambiadas por la distancia y el tiempo, qué hay de acomodo al presente y qué de intento de perdón y redención ante los recuerdos bélicos.

En el ejército del faraón, Wolff habla de su experiencia en Vietnam, su paso a la madurez dentro de una guerra y su forma de llegar a ambas, la madurez obtenida en una tierra desconocida y en una situación límite y violenta, la percepción de la muerte, real y constante, la locura y las imágenes impensables (de helicópteros arrastrando cañones y destrozando las cabañas de un poblado con su vuelo cercano a tierra, de campesinos vietnamitas que intentan convivir con la rutina de la guerra, de soldados pasados de vueltas y la destrucción de una ciudad, de la capacidad del miedo para bloquear y sacar lo peor del ser humano). Wolff inicia En el ejército del faraón ya en Vietnam, su búsqueda de un televisor para ver el especial de Bonanza en el día de Acción de Gracias, Wolff un oficial en un poblado del sur que hace de enlace y asesor del ejército vietnamita y que busca una forma de salir por in instante de la guerra y volver a casa. A partir de ese inicio (la llegada al campo de suministros, el robo de la tele, la vuelta al poblado, el encuentro con una secretaria vietnamita que le hace sentir la desconfianza hacia lo que representa del pueblo en el que vive), Wolff mezcla los campos de adiestramiento con la guerra y su vida de civil a lo largo de sus memorias, un cruce donde el miedo es protagonista, un miedo cerval y agónico.

Wolff, apenas un muchacho de veinte años, ve Vietnam como una salida. Sin estudios, con el padre recién salido de la cárcel, sin un destino claro más allá de querer ser escritor, Wolff se alista y acaba como oficial asesor en un pueblo del sur de Vietnam, el paisaje nuevo, los arrozales, la idea de que, tras cada camino, cada árbol, hay un peligro y un enemigo. Wolff, un muchacho aislado del mundo conocido, que recibe cartas de casa y ve que es el azar el que gobierna la muerte en la guerra. Hay momentos de especial lucidez, la decepción al descubrirse usado de manera estúpida, los intentos inútiles por acercarse al otro, la batalla de Tet, donde los hombres disparan a todo aquello que se moviese, amigo o enemigo, el miedo agarrado a las entrañas y las casas derruidas, sentir dentro un personaje extraño y con una ironía hiriente.

Una parte importante de estos recuerdos lo ocupa la relación con el padre. Timador, recién salido de la cárcel, Wolff lo visita antes y después de Vietnam. Intentan un acercamiento, algo que los una, que los haga sentirse importantes para el otro, salen a cenar o a beber, hablan del futuro sabiendo que es algo quebradizo. Wolff vuelve de la guerra decepcionado, con un humor sarcástico, con los recuerdos de muerte y destrucción, la forma en cómo el tiempo parece cicatrizar las heridas, sólo parece. Es ahí, en ese final tras Vietnam, con el intento de volver a una normalidad extraña y tener una especia de cercanía con el padre, donde se ven más claramente las heridas y lo difícil que es volver, todas las dudas y las preguntas.









No tenía dificultades con nada en especial, no había ninguna destreza que no pudiera aprender con tiempo. Simplemente dejé de habitar mi personaje. Me situaba a distancia, mirando cómo aquel falsario escandaloso hacía de emboscador invisible, de experto en cuchillos, de asesino tiznado que atisba un resquicio para estrangular a un absoluto desconocido con una cuerda de piano. Y en la creciente distancia entre la actuación y la observación de lo actuado se abrieron paso, primero con sutileza, luego entrometiéndose, el descreimiento y la ironía corrosiva. Estaba en crisis, pero apenas reconocí con qué gravedad hasta un día de primavera, dolorosamente puro, en el foso de serrín donde practicábamos lucha cuerpo a cuerpo.
Habíamos hecho una pausa para fumar. Echados de espaldas, yo miraba el cielo. Detrás de mí, los dos instructores que se habían sentado contra los sacos de arena que rodeaban el foso. Uno de ellos acababa de recibir la convocatoria para Vietnam, y estaba diciendo que esa vez se negaba a volver. Ya había cumplido dos servicios de seis meses y era suficiente. El otro sargento murmuró palabras de conmiseración y le dijo que podía protestar la orden, pero que probablemente no le serviría de nada. La muestra de reticencia no parecía sorprenderlo en absoluto; ni siquiera fingía comprensión. Se le oía afligido. «No pienso ir», decía el sargento de la convocatoria. «No pienso ir.»
El resto de la sesión los dos estuvieron atontados. Se limitaron a actuar por pura fórmula.
Eso me dio que pensar. Allí tenía yo a un hombre que conocía todos los trucos, y lo bastante bien para enseñárselos a otros. Había estado en Vietrnam dos veces, con suficiente competencia para volver a casa. Sin embargo, tenía miedo. Tenía miedo y no se cuidaba de ocultárselo a otro que había estado allí, seguro de que no sería juzgado. ¿Qué clase de conocimiento compartían, para haber llegado a un acuerdo así?
Y si ese sargento insuperable tenía motivos para el miedo, ¿qué decir de mí? ¿Qué ocurriría cuando me pasaran la cuenta y tuviera que ser realmente el asesino impasible y astuto que había simulado?

***

En un mundo donde la mayoría de los hechos transcendentales suceden por azar, o por causas insondables, uno no busca ayuda en la razón. Uno confraterniza con los misterios. Se da aliento con ensalmos, augurios, ritos propiciatorios. Sin que uno lo sepa ni acepte, la primordial creencia del troglodita en el sacrificio sangriento comprar una vida por otra le empieza a calar los huesos. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Allí donde uno mire ve morir gente: soldados de los dos bandos, campesinos, maestros, madres, padres, escolares, enfermeras, amigos; pero uno no muere. Los han matado en vez de matarlo a uno. Es una observación inevitable. Como, con el tiempo, lo es el corolario implícito en el giro en vez de: en lugar de. Los han matado en lugar de uno: en su lugar. No es que uno piense mucho en ello, no en su momento ni en esos términos, pero inevitablemente lo siente, y no deja de sentirlo. Es del milagro de lo que uno debe huir, de la duda inacabable sobre el derecho a la propia vida. De la corrupción que sufre todo superviviente, del deber de preguntarse en adelante el motivo y probar que era justo.

***

Sólo cuando al fin recuperamos la ciudad, cuando el último francotirador cayó de su tejado, me di cuenta de lo que habíamos hecho, nosotros y el Vietcong juntos. El lugar era una ruina; dos semanas más tarde aún humeaba, aún olía dulcemente a cadáveres. Había cadáveres por todas partes: en las calles, flotando en el embalse, sepultados o a medio sepultar en edificios derruidos, gesticulantes, ennegrecidos, hinchados de gas, con extremidades cercenadas o en ángulos extraños, algunos sin cabeza, otros quemados casi hasta el hueso, en medio de un olor tan denso y hediondo que simplemente para movernos por la ciudad teníamos que usar máscaras quirúrgicas empapadas de colonia, aftershave, desodorante, lo que hubiese. Cientos de cadáveres y la cifra no dejaba de aumentar. Cuadrillas de excavadores tamizaban los escombros en busca de supervivientes. Encontraban algunos pero sobre todo encontraban más cadáveres. Los envolvían en alfombrillas de tatami y los dejaban al borde del camino para que los recogieran. Un día pasé junto a una hilera de casi una manzana, todos  niños, los pies asomando por debajo de las alfombrillas. El conductor me dijo que habíamos bombardeado una escuela donde los habían reunido para enseñarles historia y canciones revolucionarias. No lo creí. Parecía uno de esos cuentos que siempre circulan después. Pero tal vez fuera cierto.
Ahora que había pasado el peligro podía permitirme ciertos remordimientos por lo que había hecho, pero ya entonces sabía que al primer signo de peligro desaparecerían. ¿Y los vietcongs qué?, me preguntaba a menudo. ¿Ellos no lo sentían? ¿Tanto amaban su futuro perfecto que sin ninguna vergüenza podían ofrendarle niños, niños y familias y ciudades, sus propias ciudades? Debía de ser así, porque siguieron haciéndolo. Y al final alcanzaron su futuro. Cuanto más de su país le ofrendaban, más cerca lo tenía. 
Tobias Woff. En el ejército del faraón. Traducción de Marcelo Cohen. Alfaguara.

lunes, 1 de agosto de 2016

Manual para mujeres de la limpieza. Lucia Berlin

Decía Lydia Davis en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza que Lucia Berlin escribía sobre su vida, o mejor dicho, sobre una mujer que, como ella, tenía cuatro niños, pasó por media docena de empleos y ciudades, y con recuerdos y momentos significativos parecidos a los suyos. Los relatos de Lucia Berlin me recuerdan a fragmentos de un diario, una voz única que repasa los recuerdos de infancia, la madre alcohólica y el padre ausente, los días de borrachera y la frontera con México, los empleos temporales que van de telefonista, recepcionista, enfermera o mujer de la limpieza y el año en Santiago de Chile, los meses compartidos junto a su hermana terminal, los últimos años junto a una botella de oxígeno y el tiempo que ha pasado y sólo quedan las preguntas “¿y si…?” Esa voz que se repite, esa Lucia que aparece en algunos relatos y que se transforma Carlota o en otros nombres en diferentes relatos, dan unidad y continuidad a esta recopilación de relatos, enlazan unos con otros, relatos que parecen acabar en un silencio prematuro o quedar suspendidos son retomados tiempo después para llenar los espacios en blanco o para no dejarlos inconclusos.

Lucia Berlin se saca de la manga un puñado de relatos excepcionales, habla de “la noche oscura del alma”, de las adicciones y los derrotas vitales de manera diáfana y sencilla (nunca con morbo) y, también, profunda y abrupta y tensa. Hay momentos que se repiten en sus relatos, las manos temblorosas por el alcohol y la mirada de comprensión entre dos borrachos, la madre encerrada en una habitación, el abuelo dentista cuya sombra lo oscurecía todo, los días en México como otra luz, otra música, la espalda encorvada y la chepa de la narradora de estos relatos que recuerda una infancia en colegios de monjas, los amores frustrados, el reencuentro con la hermana y su forma de afrontar el pasado y la imagen materna (cruel para la narradora, incapaz de perdonarla), los trabajos en consultas y urgencias y ver a los niños del crack y a borrachos indigentes y a inmigrantes que tratan de salir adelante en un país y una lengua que desconocen.

Está el alcoholismo en cuentos como el que abre el volumen, dos alcohólicos que se reconocen en una lavandería por el temblor de manos y la mirada, o en Inmanejable, uno de los mejores relatos de esta colección, una mujer que deja solos a sus hijos mientras va a buscar una licorería abierta al otro lado de la ciudad, su derrota ante su adicción, la vuelta para preparar el desayuno a los niños, salir de nuevo a otra licorería, están los cuentos en psiquiátricos y la lucha por la desintoxicación que termina añadiendo vinagre de sidra a la lista de la compra, el alcoholismo contado en la distancia justa, sin caer en el prejuicio ni en la sensiblería, sin héroes ni villanos, sólo la verdad desnuda y real. Está la figura materna, la narradora (la voz única que puebla estos cuentos), que recuerda la crueldad de su madre, su nula atención, sus encierros en la habitación, su cercanía con la locura, la imposibilidad del perdón. Están los trabajos en hospitales, consultas donde la narradora puede verse reflejada, ve seres desarraigados que recorren un camino que ella previamente hizo, o los consejos a las mujeres de la limpieza en el relato que da nombre a esta recopilación, itinerarios de autobuses y consejos a mujeres de la limpieza como ella. Está el relato Dentelladas de tigre, una mujer que cruza la frontera para abortar, lo tenebroso de una habitación en penumbra y los lamentos de un puñado de mujeres.

Hay tensión y humor y ternura y tristeza en los relatos de Lucia Berlin, las grietas de una vida resquebrajada y cómo seguir adelante a pesar de todo.









El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LASCOSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.
Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS.
En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.
Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos.
La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?».
El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda.
Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca.
Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado.

***

En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber, le darían convulsiones o delírium trémens.
El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared, temblando tanto que a duras penas podía mover los pies, consiguió llegar a la cocina. No quedaba vainilla. Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio una arcada; apretó los labios para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha miel; lo tomó a pequeños sorbos en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la licorería Uptown de Oakland le vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría que esperar hasta las siete. Ay, Dios, ¿tenía dinero? Volvió sigilosamente a su habitación y miró en el bolso que había encima del escritorio. Su hijo Nick debía de haberse llevado su cartera y las llaves del coche. No podía entrar a buscarlas al cuarto de sus hijos sin despertarlos.
Había un dólar con treinta centavos en calderilla en el bote del escritorio. Revisó los bolsos del armario, los bolsillos del abrigo, un cajón de la cocina, hasta que reunió los cuatro dólares que aquel maldito paki cobraba por una petaca a esas horas. Los alcohólicos enfermos le pagaban. Aunque la mayoría compraban vino dulce, porque hacía efecto más rápido.
Era una caminata larga. Tardaría tres cuartos de hora; tendría que volver corriendo a casa para llegar antes de que los chicos se despertaran. ¿Lo conseguiría? Apenas podía caminar de una habitación a la otra. Y reza para que no pase un coche patrulla. Ojalá tuviera un perro para sacarlo a pasear. Qué buena idea, se rio, le pediré a los vecinos que me presten el suyo. Claro. Ninguno de los vecinos le dirigía ya la palabra.
Consiguió mantener el equilibrio concentrándose en las grietas de la acera, contándolas: un, dos, tres… Agarrándose a los arbustos, los troncos de los árboles para darse impulso, como si escalara una montaña muy escarpada. Cruzar las calles era aterrador, parecían tan anchas, con sus luces parpadeantes: rojo, rojo, ámbar, ámbar. De vez en cuando pasaba una furgoneta de ATESTADOS, un taxi vacío. Un coche de policía a toda velocidad, sin luces. No la vieron. Un sudor frío le caía por la espalda, el fuerte castañeteo de sus dientes rompía la quietud de la mañana oscura.


***

—Mamá lo sabía todo —dijo mi hermana Sally—. Era bruja. Incluso ahora que está muerta me da miedo que pueda verme.
—A mí también. Me preocupo sobre todo cuando meto la pata hasta el fondo. Lo más triste es que cuando hago algo bien me gustaría que me viera. «Eh, mamá, fíjate en esto». ¿Y si los muertos andan a su antojo mirándonos a todos, partiéndose de risa? Dios, Sally, eso suena como una de las cosas que diría mamá. ¿Y si resulta que soy igual que ella?
Nuestra madre se preguntaba cómo serían las sillas si dobláramos las rodillas al revés. ¿Y si a Jesucristo lo hubieran electrocutado? En lugar de llevar crucifijos en las cadenas, la gente iría por ahí con sillas colgando del cuello.
—A mí me dijo: «Hagas lo que hagas, no procrees» —recordó Sally—. Y que si era tan idiota como para casarme alguna vez, me asegurara de elegir a un hombre rico que me adorara. «Nunca, jamás te cases por amor. Si amas a un hombre, querrás estar siempre a su lado, complacerlo, hacer cosas por él. Le preguntarás: “¿Dónde has estado?” o “¿En qué estás pensando?” o “¿Me quieres?”. Así que acabará pegándote. O saldrá a por cigarrillos y no volverá».
—Mamá odiaba la palabra «amor». La decía con el mismo desprecio que la gente dice la palabra «furcia».
—Odiaba los niños. Una vez la fui a buscar a un aeropuerto cuando mis cuatro hijos eran pequeños, y chilló «¡Quítamelos de encima!», como si fueran una manada de dóberman.
—No sé si me repudió por casarme con un mexicano o porque era católico.
—Culpaba a la Iglesia católica de que la gente tuviera tantos hijos. Decía que los papas habían hecho correr el rumor de que el amor hacía feliz a la gente.
«El amor te hace desgraciado», decía nuestra madre. «Mojas la almohada llorando hasta quedarte dormida, empañas las cabinas telefónicas con tus lágrimas, tus sollozos hacen aullar al perro, fumas dos cigarrillos a la vez».
—¿Papá te hizo desgraciada? —le pregunté.
—¿Tu padre? Él no podía hacer desgraciado a nadie.
Aun así, recurrí al consejo de mi madre para salvar el matrimonio de mi hijo. Coco, su mujer, me llamó, llorando a mares. Ken quería vivir por su cuenta unos meses. Necesitaba su propio espacio. Coco lo adoraba; estaba desesperada. De pronto me descubrí dándole consejos con la voz de mi madre. Literalmente, con su acento nasal de Texas, con su desdén.
—Pues dale a ese idiota un poco de su propia medicina.
Le dije que no se le ocurriera pedirle que volviera a casa.
—No lo llames. Mándate flores con tarjetas misteriosas. Enséñale a su loro gris africano a decir: «¡Hola, Joe!».
Le recomendé que se abasteciera de hombres, hombres guapos, bien plantados. Que les pagara si era necesario, solo para que se pasaran a verla. Que los invitara a Chez Panisse a almorzar. Que se asegurara de que hubiera hombres distintos en casa cuando Ken se presentara, a buscar ropa o a visitar al loro. Coco siguió llamándome. Sí, estaba haciendo lo que le había dicho, pero Ken aún no había ido a casa. Sin embargo, ya no sonaba tan apenada.
Finalmente un día Ken me telefoneó.
—Eh, mamá, agárrate… Coco es una pécora de cuidado. Voy a buscar unos CD a nuestro apartamento, ¿vale? Y me encuentro ahí a ese tipo. Un ciclista, con un maillot morado de licra, probablemente sudoroso, tumbado en mi cama, viendo a Oprah en mi televisor, dándole de comer a mi pájaro.
¿Qué puedo decir? Ken y Coco han vivido felices desde entonces. Hace poco estuve de visita en su casa y sonó el teléfono. Coco contestó, habló un rato, riéndose de vez en cuando. Cuando colgó, Ken le preguntó «¿Quién era?». Coco sonrió: «Bah, un chico que conocí en el gimnasio».
—Mamá echó por tierra mi película favorita —le conté a Sally—. La canción de Bernadette. Entonces yo iba al colegio St. Joseph y aspiraba a hacerme monja, o preferiblemente llegar a ser una santa. Tú no tendrías más de tres años. Vi aquella película tres veces. Al final accedió a venir conmigo al cine. No paró de reírse en todo el rato. Dijo que la bella dama no era la Virgen María. «Es Dorothy Lamour, por amor de Dios». Durante semanas se burló de la Inmaculada Concepción. «Tráeme una taza de café, ¿te importa? No me puedo levantar. Soy la Inmaculada Concepción». O, hablando por teléfono con su amiga Alice Pomeroy, decía: «Hola, soy yo, la virgen de los sudores». O bien: «Hola, aquí la concepción exprés».
—Era ingeniosa, no lo negarás. Como cuando le daba cinco centavos a un pordiosero y decía: «Disculpe, joven, pero ¿cuáles son sus sueños y aspiraciones?». O cuando encontraba un taxista hosco y le decía: «Hoy parece usted bastante reflexivo y taciturno».
—No, incluso su sentido del humor era escalofriante. Las notas de suicidio que escribió a lo largo de los años, siempre dirigidas a mí, solían ser bromas. Cuando se cortó las venas, firmó «Mary la Sangrienta». Cuando se tomó pastillas, escribió que prefería no intentarlo con una soga porque era demasiado lío. La última carta que me mandó no era divertida. Decía que sabía que yo nunca la perdonaría. Que ella tampoco me perdonaba por haber destrozado mi vida. 
Lucia Berlin. Manual para mujeres de limpieza. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. Alfaguara.