Escribe Wolff: ¿Cómo
se cuenta una historia tan terrible? Tal vez una historia así no haya que
contarla. Sin embargo, a la larga será contada. Per en cuanto uno abre la boca
se encuentra con problemas: problemas de memoria, problemas de tono, problemas
éticos. ¿Cómo puede uno juzgar al hombre que fue cuando ya ha escapado de sus
circunstancias, sus miedos y sus deseos, cuando apenas recuerda quién era? ¿Y
cómo, honradamente, puede evitar juzgarlo? ¿Acaso no hay en el acto mismo de la
confesión una obscena autofelicitación por la virtud requerida para ver la
propia falta y asumirla? ¿Y no es típico del chico americano querer que los
demás admiren la pena que le causó destrozar casas ajenas? ¿Qué le debe uno al
oyente, y qué oyente es uno? Tobias Wolff se cuestiona sobre la capacidad
de la memoria, de trasladarse a un momento concreto del pasado y recrear lo
vivido, qué partes faltan y cuáles han sido cambiadas por la distancia y el
tiempo, qué hay de acomodo al presente y qué de intento de perdón y redención
ante los recuerdos bélicos.
En el ejército del
faraón, Wolff habla de su experiencia en Vietnam, su paso a la madurez
dentro de una guerra y su forma de llegar a ambas, la madurez obtenida en una
tierra desconocida y en una situación límite y violenta, la percepción de la
muerte, real y constante, la locura y las imágenes impensables (de helicópteros
arrastrando cañones y destrozando las cabañas de un poblado con su vuelo
cercano a tierra, de campesinos vietnamitas que intentan convivir con la rutina
de la guerra, de soldados pasados de vueltas y la destrucción de una ciudad, de
la capacidad del miedo para bloquear y sacar lo peor del ser humano). Wolff
inicia En el ejército del faraón ya
en Vietnam, su búsqueda de un televisor para ver el especial de Bonanza en el día de Acción de Gracias,
Wolff un oficial en un poblado del sur que hace de enlace y asesor del ejército
vietnamita y que busca una forma de salir por in instante de la guerra y volver
a casa. A partir de ese inicio (la llegada al campo de suministros, el robo de
la tele, la vuelta al poblado, el encuentro con una secretaria vietnamita que
le hace sentir la desconfianza hacia lo que representa del pueblo en el que
vive), Wolff mezcla los campos de adiestramiento con la guerra y su vida de
civil a lo largo de sus memorias, un cruce donde el miedo es protagonista, un
miedo cerval y agónico.
Wolff, apenas un muchacho de veinte años, ve Vietnam como
una salida. Sin estudios, con el padre recién salido de la cárcel, sin un
destino claro más allá de querer ser escritor, Wolff se alista y acaba como
oficial asesor en un pueblo del sur de Vietnam, el paisaje nuevo, los
arrozales, la idea de que, tras cada camino, cada árbol, hay un peligro y un
enemigo. Wolff, un muchacho aislado del mundo conocido, que recibe cartas de casa
y ve que es el azar el que gobierna la muerte en la guerra. Hay momentos de
especial lucidez, la decepción al descubrirse usado de manera estúpida, los
intentos inútiles por acercarse al otro, la batalla de Tet, donde los hombres
disparan a todo aquello que se moviese, amigo o enemigo, el miedo agarrado a
las entrañas y las casas derruidas, sentir dentro un personaje extraño y con
una ironía hiriente.
Una parte importante de estos recuerdos lo ocupa la
relación con el padre. Timador, recién salido de la cárcel, Wolff lo visita
antes y después de Vietnam. Intentan un acercamiento, algo que los una, que los
haga sentirse importantes para el otro, salen a cenar o a beber, hablan del
futuro sabiendo que es algo quebradizo. Wolff vuelve de la guerra decepcionado,
con un humor sarcástico, con los recuerdos de muerte y destrucción, la forma en
cómo el tiempo parece cicatrizar las heridas, sólo parece. Es ahí, en ese final
tras Vietnam, con el intento de volver a una normalidad extraña y tener una
especia de cercanía con el padre, donde se ven más claramente las heridas y lo
difícil que es volver, todas las dudas y las preguntas.
No tenía dificultades con nada en especial, no había
ninguna destreza que no pudiera aprender con tiempo. Simplemente dejé de
habitar mi personaje. Me situaba a distancia, mirando cómo aquel falsario
escandaloso hacía de emboscador invisible, de experto en cuchillos, de asesino
tiznado que atisba un resquicio para estrangular a un absoluto desconocido con
una cuerda de piano. Y en la creciente distancia entre la actuación y la observación
de lo actuado se abrieron paso, primero con sutileza, luego entrometiéndose, el
descreimiento y la ironía corrosiva. Estaba en crisis, pero apenas reconocí con
qué gravedad hasta un día de primavera, dolorosamente puro, en el foso de
serrín donde practicábamos lucha cuerpo a cuerpo.
Habíamos hecho una pausa para fumar. Echados de espaldas,
yo miraba el cielo. Detrás de mí, los dos instructores que se habían sentado
contra los sacos de arena que rodeaban el foso. Uno de ellos acababa de recibir
la convocatoria para Vietnam, y estaba diciendo que esa vez se negaba a volver.
Ya había cumplido dos servicios de seis meses y era suficiente. El otro
sargento murmuró palabras de conmiseración y le dijo que podía protestar la
orden, pero que probablemente no le serviría de nada. La muestra de reticencia
no parecía sorprenderlo en absoluto; ni siquiera fingía comprensión. Se le oía
afligido. «No pienso ir»,
decía el sargento de la convocatoria. «No pienso ir.»
El resto
de la sesión los dos estuvieron atontados. Se limitaron a actuar por pura
fórmula.
Eso me dio que pensar. Allí tenía yo a un hombre que
conocía todos los trucos, y lo bastante bien para enseñárselos a otros. Había estado
en Vietrnam dos veces, con suficiente competencia para volver a casa. Sin embargo,
tenía miedo. Tenía miedo y no se cuidaba de ocultárselo a otro que había estado
allí, seguro de que no sería juzgado. ¿Qué clase de conocimiento compartían,
para haber llegado a un acuerdo así?
Y si ese sargento insuperable tenía motivos para el
miedo, ¿qué decir de mí? ¿Qué ocurriría cuando me pasaran la cuenta y tuviera
que ser realmente el asesino impasible y astuto que había simulado?
***
En un mundo donde la mayoría de los hechos
transcendentales suceden por azar, o por causas insondables, uno no busca ayuda
en la razón. Uno confraterniza con los misterios. Se da aliento con ensalmos,
augurios, ritos propiciatorios. Sin que uno lo sepa ni acepte, la primordial
creencia del troglodita en el sacrificio sangriento ―comprar una vida por otra― le empieza a calar los huesos. ¿Cómo iba a ser de
otro modo? Allí donde uno mire ve morir gente: soldados de los dos bandos,
campesinos, maestros, madres, padres, escolares, enfermeras, amigos; pero uno
no muere. Los han matado en vez de matarlo a uno. Es una observación
inevitable. Como, con el tiempo, lo es el corolario implícito en el giro en vez de: en lugar de. Los han matado
en lugar de uno: en su lugar. No es que uno piense mucho en ello, no en su
momento ni en esos términos, pero inevitablemente lo siente, y no deja de
sentirlo. Es del milagro de lo que uno debe huir, de la duda inacabable sobre
el derecho a la propia vida. De la corrupción que sufre todo superviviente, del
deber de preguntarse en adelante el motivo y probar que era justo.
***
Sólo cuando al fin recuperamos la ciudad, cuando el
último francotirador cayó de su tejado, me di cuenta de lo que habíamos hecho,
nosotros y el Vietcong juntos. El lugar era una ruina; dos semanas más tarde
aún humeaba, aún olía dulcemente a cadáveres. Había cadáveres por todas partes:
en las calles, flotando en el embalse, sepultados o a medio sepultar en
edificios derruidos, gesticulantes, ennegrecidos, hinchados de gas, con
extremidades cercenadas o en ángulos extraños, algunos sin cabeza, otros
quemados casi hasta el hueso, en medio de un olor tan denso y hediondo que simplemente
para movernos por la ciudad teníamos que usar máscaras quirúrgicas empapadas de
colonia, aftershave, desodorante, lo que hubiese. Cientos de cadáveres y la
cifra no dejaba de aumentar. Cuadrillas de excavadores tamizaban los escombros
en busca de supervivientes. Encontraban algunos pero sobre todo encontraban más
cadáveres. Los envolvían en alfombrillas de tatami y los dejaban al borde del
camino para que los recogieran. Un día pasé junto a una hilera de casi una
manzana, todos niños, los pies asomando
por debajo de las alfombrillas. El conductor me dijo que habíamos bombardeado
una escuela donde los habían reunido para enseñarles historia y canciones
revolucionarias. No lo creí. Parecía uno de esos cuentos que siempre circulan
después. Pero tal vez fuera cierto.
Ahora que había pasado el peligro podía permitirme
ciertos remordimientos por lo que había hecho, pero ya entonces sabía que al
primer signo de peligro desaparecerían. ¿Y los vietcongs qué?, me preguntaba a
menudo. ¿Ellos no lo sentían? ¿Tanto amaban su futuro perfecto que sin ninguna
vergüenza podían ofrendarle niños, niños y familias y ciudades, sus propias
ciudades? Debía de ser así, porque siguieron haciéndolo. Y al final alcanzaron
su futuro. Cuanto más de su país le ofrendaban, más cerca lo tenía.
Tobias Woff. En el
ejército del faraón. Traducción de Marcelo Cohen. Alfaguara.
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