Hay seis voces. De cuatro
hombres. Y una mujer. Y una pequeña ciudad del Medio Oeste americano. Seis
voces que hablan de sueños y deseos, de amistad y la diferencia entre un pasado
sencillo y un presente donde se acumula la melancolía y las preguntas sin resolver,
de granjas e inviernos largos y fríos, de madurar y salir al mundo y volver al
punto de partida en busca de refugio y aliento, de música hecha en un granero
helado y con el corazón roto y de rodeos, de fábricas reconstruidas y viejos
bares de veteranos, de bailes y bodas y amores que parecen firmes, de hombres
que son islas y del tiempo que todo lo cambia, muchachos, recuerdos, calles.
Canciones de amor a quemarropa es un reencuentro, cuatro muchachos
que vuelven a verse para la boda de uno de ellos y recuerdan gestos y pequeñas
hazañas y heridas que no cicatrizaron. Lee, cantante de éxito, Henry, granjero
que nunca salió del pueblo, Ronny, un hombre lento tras un accidente de rodeo,
Kip, agente de bolsa que intenta sacar a flote la vieja fábrica, cuatro amigos
que recuerdan lejanos momentos de gloria o instantes significativos donde todo
cambió, que se pelean y se reconcilian, que ayudan al otro o se distancian por
un tiempo. Y Beth, casada con Henry y en cuyos recuerdos se mezclan las dudas,
la soledad y la lucha. Butler da la voz a cada uno de ellos, entremezcla los
puntos de vista y amplia la mirada a una historia que suena a docenas de libros
y novelas, que no sorprende por novedosa ni por el tono melancólico y reflexivo.
Lo mejor de Canciones de amor a quemarropa es la
descripción de los días donde Lee compuso y grabó su primer disco, el frío y la
soledad del invierno, el corazón roto y la sensación de fracaso, el sonido de
los bosques, la nieve y el viejo granero, dejar todo lo que es, todo lo que
siente, en diez canciones que suenan a invierno (y que imagino como Nebraska de
Springsteen). Ahí, en esas páginas donde Nickolas Butler se centra en Lee y su
primer disco, y en los momentos donde el pueblo parece un personaje más y
envuelve o encierra a los personajes, hay algo que llega a emocionar.
Luego, las peleas,
reconciliaciones y regresos, los secretos, los miedos, y la amistad, ver
amanecer desde un tejado y comprobar el paso del tiempo en los edificios y en
los sueños, una novela que tiene un ritmo y una letra conocidos y que se
desliza cómodamente y sin sorpresas hacia el final.
Esos hombres, esos hombres que
se conocían de toda la vida. Esos hombres que habían nacido en el mismo
hospital y a quienes había traído al mundo el mismo ginecólogo. Esos hombres
que habían crecido juntos, que comían la misma comida, que cantaban en los mismos
coros, que habían salido con las mismas chicas y que respiraban el mismo aire.
Se relacionan con un idioma propio y exhiben sus propias señales invisibles,
como los animales salvajes. Y a veces les basta con estar juntos andando por el
bosque o viendo la tele o asando unos filetes en la parrilla. Esto yo lo he
visto: días enteros partiendo troncos sin cruzar más que una docena de
palabras. De no ser por esa sonrisa que tenían grabada en la cara, cualquiera
diría que ya estaban hartos los unos de los otros o que se guardaban un odio
atroz.
***
Vivo aquí, he escogido vivir
aquí porque aquí la vida me parece real. Auténtica, verdadera. No sé; viable.
Supongo que esto lo pensará todo el mundo. O tal vez no; no sé. ¿Qué pensaba
Chloe de Nueva York? La ciudad palpita, todos los días y a todas horas, el
tiempo se funde como el metal de soldadura: bien entrada la noche y por la
mañana muy temprano, al alba y a mediodía, y por la tarde, y bien entrada la
noche y por la mañana muy temprano, y vuelta a empezar, y allí nadie sale jamás
de la isla, pasan setenta, ochenta, noventa años en un apartamento diminuto.
Enamorados de la idea de verse varados.
Pero a mí nunca me enamoró
Nueva York, o ninguna otra ciudad, dicho sea de paso. Ninguna de las ciudades
en las que he estado de gira. Aquí la vida avanza con las estaciones. Aquí el
tiempo se despliega lentamente, los momentos son las porciones de un
deliciosísimo postre que saboreamos bien: bodas, nacimientos, graduaciones,
inauguraciones y funerales. Aquí casi nunca cambia nada. Está Henry, en el
campo, saludándome desde el tractor con su gorra. Está Ronny, en Main Street,
dándole patadas a una piedra con sus botas de vaquero y las manos en los
bolsillos. Está Beth, sentada con los niños en el Dairy Queen, limpiándoles el
helado de la cara con una servilleta de papel mojada. Está Kip, parado delante
de la fábrica hablando por el móvil y moviendo las manos como un excéntrico
director de orquesta que hubiera perdido a sus músicos. Está Eddy, parado
delante de la oficina de correos, con esa camisa blanca de manga corta que
lleva remetida en los pantalones y le tira de la enorme barriga como si en la
panza tuviera un spinnaker que una
fortísima ráfaga de viento hubiera hinchado, comprándole una amapola de
plástico a un veterano del Vietnam.
Y en los campos y los bosques:
los incendios de primavera en las praderas y los depósitos de neumáticos que
echan a arder y los esparcemierda que rocían lentamente los campos con
fertilísimo estiércol. Las grullas canadienses y las grullas trompeteras,
inmensas en el cielo como B-52s, y la infinidad de pájaros que vuelven a casa
como cartas devueltas a su remitente y que en el cielo meten más ruido que una
fiesta de bienvenida de las buenas. Y después llega el verano, llega el verde
en tales profusiones que pensarías que tal vez el invierno nunca llegó a
existir y que nunca más volverá. Días largos, días lánguidos, y el local del
puesto ochenta y ocho de la asociación de veteranos de guerra es todo letreros
de neón, todo ventanas abiertas, mosquiteras y una oscuridad cargada de humo y
sudor. Y la fábrica de Kip proyectando sombras alargadas sobre todo el pueblo.
Las palomas y las tórtolas que arrullan en la fábrica al amanecer cargado de
frío y de rocío y que más tarde, con los primeros coches de la mañana, salen
disparadas hacia los cielos azules mientras los granjeros llegan a beber café
de gasolinera recalentado y donuts pasados, y a despotricar, desde la política
hasta los impuestos, pasando por el precio de las materias primas y un largo
etcétera. Los partidos nocturnos de softball en alguna cancha rural detrás de
un bar de carretera donde las lámparas de nitrato de sodio atraen a millones de
bichos y polillas, y las mujeres y las madres y las tías se sientan en las
gradas mirando el móvil y limándose las uñas, fingiendo que miran al frente sin
sentir gran interés por el desarrollo del juego. Y en los jardines traseros, la
colada en los tendederos, restallando con esa brisa fresca que anuncia la
llegada del otoño, la estación elegante, la estación de bufanda y chaqueta, la
estación de la cosecha y de las ventanas abiertas en plena noche, la estación
en la que mejor se duerme. Cuando en los campos todo espera a la siembra, el
maíz amarillo blancuzco, seco como el papel, y la tierra, que primero habrá que
arar para después dejar en barbecho hasta el año próximo. El aire de octubre
lleno de polvo de maíz, tanto que cada puesta de sol se convierte en una
postal, con colores como una explosión nuclear inofensiva. Y luego, la nieve.
Nieve para cubrir el mundo entero, para cubrirnos a todos nosotros. Nuestro
mundo, que se queda durmiendo y descansando y reponiéndose bajo esas mantas
blancas del invierno. Los bosques, que en octubre arrojan confeti alucinógeno
sobre un mundo que ahora aparece retraído, necesitado, sereno y, de repente,
mucho más delgado, como los ancianos que saben que está a punto de llegarles la
hora. El invierno: tú haz como los osos y quédate en casa hibernando, cada vez
más pálido, leyendo novelas rusas y jugando al ajedrez por correo con parientes
lejanos y amigos del instituto exiliados. El invierno: átate a los zapatos un
par de patines como dos cuchillas y esculpe a tu paso un estanque helado,
golpea un disco helado con un larguísimo palo de hockey y luego quédate quieto
aguantando la respiración, sudando en esas temperaturas bajo cero. El invierno.
***
Y empezó a crecer la leyenda
alrededor de esos diez primeros temas. Dónde los había grabado, cómo los había
grabado, el desengaño amoroso, las drogas, el alcohol. Casi todo mentira. Esos
primeros temas, el disco, Shotgun
Lovesongs, me salió de dentro, eso es todo. Estaba cansado, supongo.
Cansado de fracasar, cansado de viajar por el país, por el globo, cansado de ir
de gira. De ir saltando entre ciudades donde nadie sabía quiénes éramos, quién
era yo. De cantarle al público en Alemania y Francia y Bélgica mientras me
preguntaba: «¿Esta gente entenderá una maldita palabra de lo que canto?». Y
cuando la banda terminó separándose (como todas), de volver a casa sintiéndome
el mayor fracasado del mundo. De pensar en buscar trabajo, en trabajos de
verdad; en rendirme.
Dedicarse a la música es una
locura. Es algo completamente ilógico. La mayoría de los músicos se las apaña a
duras penas buscando un bolo aquí y otro bolo allá, contentísimos de poder
tocar en bodas o en bar mitzvás. La mayoría de los músicos no tienen ni seguro
ni grandes ingresos ni plan alguno sobre cómo abrirse camino. Pero los
entiendo: están obsesionados, enamorados de la música, enamorados de tocar junto a otras personas,
de hacer feliz al público, de recibir la adulación que llega al final de una
buena noche, como si, de repente, un pueblo entero decidiera adoptarte y
cualquiera de los presentes estuviera dispuesto a darte alojamiento por una
noche, a alimentarte, a dejarte ropa limpia y darte dinero para el taxi o el
autobús de vuelta a casa.
De niño, tumbado en la cama,
oía esos rifs, esas palabras, y podía
verlos todos, uno encima del otro, veía cómo debían encajar y cristalizar.
Supongo que por aquel entonces en mi cabeza sonaban, sobre todo, ecos de Bob
Dylan y Neil Young, variaciones de sus piezas. Pero incluso entonces aprendía,
construía mi propio sonido, mi propio estilo. De noche todavía me cuesta
dormir, temo que si no me levanto de la cama a escribirlas, las ideas se
volatilizarán y ya no podré recuperarlas nunca más. Prefiero quedarme despierto
hasta el alba escribiendo un montón de tonterías que nunca funcionarán a
sentirme descansado pero incapaz de reconstruir algo que, quién sabe, podría
haber sido bueno. En casa, casi todos los cajones están llenos de trozos de
papel en los que he escrito divagaciones inconexas, poemitas o imágenes que
quería incluir en canciones futuras. Al lado de la cama tengo un bloc de folios
amarillos más emborronados que si les hubiera estallado encima una caja entera
de bolígrafos. Y aquí estaba. De vuelta en Little Wing.
Nickolas Butler. Canciones de amor a quemarropa. Traducción de Marta
Alcaraz. Libros del Asteroide.
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