Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 14 de junio de 2020

+18. Nałkowska


En una esquina de la ventana, la luna menguante asciende sobre los tejados en la otra orilla del río. Su luz de un suave dorado. Hace viento y las hojas se mueven delante de los cráteres lunares. La luz y la sombra en la luna me recuerdan al símbolo del yin y yang. Se encienden las primeras ventanas en los edificios de ladrillo rojo junto al puente e imagino los sueños de otros que desaparecen como estelas de avión y su reencuentro con esta realidad —cuando despierto, la pregunta de si día o noche, si noche de trabajo o descanso, cuando despierto, los minutos desorientado hasta que mi vida adquiere su forma anterior al sueño, en la penumbra—.

En la radio, los mensajes de aquellos que han perdido a su madre sin poder despedirse, sin una última caricia, de los que buscan en los rompecabezas de mil piezas un descanso en la tristeza y el miedo, de quien llora sin anticipar cuándo o cómo. Los niños copan los últimos mensajes con su voz de dibujos animados y piden a Chánchez que les deje salir e ir a los columpios del parque. Gritan, suspiran, se quejan. Niños de tres o cuatro años que ven la quietud tras la ventana, la barrera invisible tras la ventana, y no disponen de un lenguaje y unos recuerdos previos para afrontar el estupor del confinamiento. Son emoción pura, dice e.

Corro en casa. Una U del salón a la habitación. Vivimos en una casa de cincuenta metros cuadrados. Rozo pomos y puertas con los brazos y resbalo, a veces, por el suelo. Corro hasta que siento ansiedad, hasta que siento mi mente atrapada entre los pasillos blancos, dentro de un sueño paranoico.

Nos trasladan la idea de mantener la distancia de seguridad hasta dos mil veintidós según los parámetros actuales de la pandemia. Cada día una hipótesis sobre nuestro futuro cercano. Alejan tanto como acercan el día del fin del encierro, una frontera que se mueve entre el próximo mayo y el inicio del verano. Vivimos en un futuro perpetuamente anticipado: primero los rumores sobre la posible llegada del virus, luego el lenguaje bélico tras confirmarse la pandemia global y el anuncio de los días duros que estábamos por vivir; más tarde la lucha por doblar la curva y entrar en una etapa de meseta en la propagación de la enfermedad mientras se abrían morgues en palacios de hielo y el número de muertos mostraba un horror indecible, que hoy sigue; ahora la forma de afrontar la salida de nuestro encierro,  nuestras sombras proyectadas hacia el futuro para que no nos trague el miedo y la incertidumbre de hoy. Fuera de ese tiempo anticipado, la realidad sigue en un presente donde aturdimiento rabia duda donde fulgor duelo valentía.

Leo.


***

La visita a un instituto anatómico donde se hacía jabón humano. O un muro que no consigue esconder la realidad tras él, el ruido de los disparos, de los padres que saltaban con sus hijos contra el suelo, de los gritos de quienes morían quemados. O una entrevista con una superviviente, cómo perdió a familia y amigos, cómo se escondía en un desván, el tiro que le arrancó el ojo, la única mujer viva entre los muertos del edificio, su estancia en el campo, la falta de fuerzas para gritar o llorar cuando fueron liberados por los soviéticos. Zofia Nałkowska formó parte de una comisión de investigación tras la guerra. Recogió las palabras de víctimas y verdugos y las dejó en estos ocho relatos que tienen más de documento y fotografía que de ficción. La sobriedad y concisión y profundidad de Medallones, con sus poco más de ochenta páginas, lo convierten en un libro memorable y duro.
Fueron hombres quienes a otros hombres
depararon semejante destino


Van pasando los meses y nada cambia, todo sigue igual.
De todas partes llegan noticias de defunciones. P. murió en un campo, K., detenida en la calle y deportada, murió en una pequeña estación de tren. La gente perece de todas las maneras posibles, siguiendo todo tipo de patrones, bajo cualquier pretexto. Da la sensación de que ya no queda nada vivo, de que ya no vale la pena perseverar ni insistir. Hay muerte por doquier. En los sótanos de las capillas de los cementerios, los ataúdes dispuestos en fila esperan, por decirlo así, su turno para ser enterrados. Ante la inmensidad de la muerte masiva, la muerte natural, individual, parece algo inapropiado. Pero aún más vergonzoso es vivir.
Nada del mundo de antes es verdad, nada ha quedado. A los hombres les toca soportar cosas que están en cierto modo por encima de sus posibilidades. El terror se interpone entre ellos y los aleja. A cada instante cada uno se convierte para el otro en un riesgo de morir.
La realidad es soportable porque no la experimentamos en su totalidad. O no la experimentamos toda a la vez. Nos llega en fracciones de acontecimientos, en briznas de relatos, en ecos de disparos, en lejanas humaredas que se desvanecen en el cielo, en incendios de los que dice la historia que «reducen a cenizas», aunque nadie se imagina el alcance de estas palabras. Esa realidad que es lejana y al mismo tiempo se  desarrolla al otro lado del muro no parece verdadera. Solo el pensamiento puede intentar recomponerla, fijarla y comprenderla.
Zofia Nałkowska. Medallones. Traducción de Bożena Zaboklicka y Francesc Miravitlles. Minúscula.

domingo, 17 de enero de 2016

Hirbet Hiza. Un pueblo árabe. S. Yizhar

S. Yizhar escribió Hirbet Hiza cuatro años después del final de la segunda guerra mundial, de los campos de concentración, las bombas atómicas, los bombardeos a poblaciones civiles o las esclavas sexuales. Yizhar habla de un conflicto a menor escala, la guerra entre árabes y judíos sobre un puñado de tierra e historia, y se pregunta sobre la dureza y la crueldad de los enfrentamientos, la indefensión de los obligados a exiliarse, la pérdida de la tierra y el hogar y el desarraigo, qué es justo y si es posible una convivencia en paz. Hirbet Hiza sorprende por asistir a esos años posteriores a una guerra tan devastadora como la segunda guerra mundial y ver cómo los conflictos continuaban y se ramificaban en otras partes del mundo, renacían viejos enfrentamientos, se difuminaba la línea que separaba a víctimas y verdugos y sólo quedaba el horror y el estupor.

El narrador de Hirbet Hiza se obliga a recordar el horror del que fue testigo y partícipe,  Un pequeño destacamento entra en un poblado árabe para echar a sus habitantes y destruir sus casas y campos para luego colonizarlos con población judía. El día es caluroso y largo, el narrador interrumpe el recuerdo de la toma del poblado Hibert Hiza con otros recuerdos de guerra y misiones, apenas hay movimiento en el pueblo, casas de adobe entre la tierra y los huertos y los soldados, apostados en las afueras, que esperan el inicio de la intervención. Y en esa espera, las burlas sobre las costumbres y tierras árabes, algo que bulle en el narrador, la sensación de que será testigo de una injusticia, de un acto ignominioso, arrancar a un puñado de hombres y sus mujeres de sus casas, y con ello de sus raíces, recuerdos y tradiciones.

Apenas hay escaramuzas o resistencia. Los soldados entran en el poblado, entre el polvo de la tierra y las casas abandonadas. Todo parece detenido, en suspenso. Ven huir sombras y disparan contra ellas, acatan las órdenes sin cuestionarlas, piensan en cómo será esa misma tierra en mano de los colonos, caminan entre los objetos abandonados, pisan una tierra que ha pertenecido durante generaciones a la gente del pueblo, hay algo bíblico en esa tierra, una cualidad de leyenda, tiempo e historia, la tierra que ha acogido los gestos cotidianos a lo largo de los siglos, que ha cambiado por las pisadas de hombres y animales, que ha dado frutos o se ha secado por la falta de lluvia. Los hombres avanzan por las casas, buscan a sus ocupantes, levantan un control por el que pasan los árabes camino del destierro, se escuchan explosiones que destruyen casas, los árabes camino de los campos de refugiados en camiones que al narrador le recuerda a los trenes que pocos años atrás recorrieron Europa hacia los campos de exterminio. El narrador testifica sobre el horror y la injusticia impartida, sobre las raíces rotas y la sinrazón de la guerra y la ocupación.

S. Yizhar aborda un tema espinoso, la ocupación judía y el destierro árabe tras la segunda guerra mundial, da la voz a un hombre que se rebela por momentos ante lo que ve, que levanta la voz, aunque luego sea silenciada por la obediencia militar, su escritura detallista, las frases largas que abarcan la mirada del narrador, la complejidad de la situación, las casas en silencio, el ritmo que va a impulsos, como el narrador, de la espera a la reflexión, de la descripción de poblado y pobladores a la idea de la tierra que contiene el tiempo pasado. Hirbet Hiza recuerda una realidad y fotografía un momento del conflicto  entre judíos y árabes que dura siglos y muestra la injusticia y el desarraigo.







Y entretanto, mientras Arieh se encontraba sumido en sus consideraciones y cavilaciones, continuamos la marcha cuesta abajo, asomándonos a las desérticas casas, decretando a voces el nuevo estado de nuestros hallazgos, aunque las gallinas y los conejos se nos escapaban todos, y por aquí y por allá rociábamos algo con la gasolina que teníamos preparada en una lata en el jeep y quemábamos una bala de paja, una puerta de madera o un tejado bajo de paja y esperábamos a ver como el fuego brotaba insolente en cuanto la gasolina se consumía, o dábamos patadas a este o aquel objeto por si debajo se escondiera algo que mereciera la pena, aunque poníamos mucho cuidado en no entrar en las casas, a causa de las pulgas, y nos limitamos a cruzar por delante de lo que había sido un corte de vida hecho de casas, patios y personas, pero que en un instante se había venido abajo y había quedado destruido por la precipitación de la huida, un corte de vida del que no quedaba más que una especia de mueca petrificada que de allí en adelante se iría ajando hasta quedar completamente aniquilada bajo el polvo del tiempo.

***

Pero cuando estalló de repente, con un estruendo ensordecedor y levantando una gran columna de humo, una casa de piedra cuyo plácido tejado habíamos estado viendo desde allí, tan plano y perfecto, que ahora saltaba por los aires desintegrado en un montón de cascotes que caían pedazo a pedazo en medio de una gran polvareda y un granizo de piedras, se levantó de un salto una mujer que debía ser la dueña de la casa y prorrumpió en un salvaje alarido antes de echar a correr hacia allí, con un niño en brazos y otro desdichado que ya andaba agarrado a la falda de su vestido, y mientras corría gritaba y señalaba hacia allí con la mano, las palabras sofocadas en la garganta, y una vecina ya se había puesto de pie, y otra más, seguida de un anciano, y ya eran muchos los que se habían levantado, mientras ella seguía corriendo con el niño agarrado al vestido, a rastras por un instante, hasta que se cayó y, deshecho en lágrimas, quedó allí con su moreno trasero al aire. Uno de nuestros muchachos salió al encuentro de la mujer y le gritó que se detuviera, pero ella seguía dando unos desesperados alaridos y con la mano libre se golpeaba el pecho, porque al parecer acaba de comprender que no se trataba solo de quedarse esperando bajo el follaje del sicomoro a ver qué querían los judíos para después regresar a su casa, sino que aquello era el punto y final de su hogar y de su mundo, que había caído sobre ellos la oscuridad, y ahora se derrumbaban, y es que de repente intuyó algo intangible, espantoso, increíble, algo que se le plantaba delante sin que nada se interpusiera, algo concreto y cruel que ya estaba allí cara a cara y que no tenía vuelta atrás. El muchacho se había puesto pálido, como quien se ve forzado a oír algo que no quiere escuchar, y volvió a gritarle que regresara a su sitio. Pero la mujer estaba ya muy por encima de cualquier amenaza y dejándolo plantado echó a correr pesadamente hacia el lugar de la explosión. Con un gesto reflejo de la mano el muchacho la atrapó por el pañuelo y, para oprobio de ella, la cabellera se le soltó y se quedó completamente al descubierto, hecho que provocó la repulsa de todos y una indignación desbordada en el corazón de la mujer, que le arrebató el pañuelo y con un solo gesto de protesta se lo volvió a colocar en la cabeza envolviendo también con él al pequeño que gemía en el otro brazo, y alzándose con presteza el pesado vestido siguió corriendo hacia delante, hacia la casa destruida.

***

Y de nuevo algo primigenio y bíblico estremeció el aire, como si otra cosa, una profecía de desgracias fuera a ocupar su lugar y estuviera ya suspendida en el ambiente, y quien hubiera sabido cómo iba a terminar todo aquello habría comprendido lo que tenía delante.
–¿Cómo se llama, en realidad, este lugar? –preguntó Shlomo.
–Hirbet Hiza –le respondió alguien.
S. Yizhar. Hirbet Hiza. Un pueblo árabe. Traducción de Ana María Bejarano. Editorial Minúscula.