S. Yizhar escribió Hirbet
Hiza cuatro años después del final de la segunda guerra mundial, de los
campos de concentración, las bombas atómicas, los bombardeos a poblaciones
civiles o las esclavas sexuales. Yizhar habla de un conflicto a menor escala,
la guerra entre árabes y judíos sobre un puñado de tierra e historia, y se pregunta
sobre la dureza y la crueldad de los enfrentamientos, la indefensión de los
obligados a exiliarse, la pérdida de la tierra y el hogar y el desarraigo, qué
es justo y si es posible una convivencia en paz. Hirbet Hiza sorprende por asistir a esos años posteriores a una
guerra tan devastadora como la segunda guerra mundial y ver cómo los conflictos
continuaban y se ramificaban en otras partes del mundo, renacían viejos
enfrentamientos, se difuminaba la línea que separaba a víctimas y verdugos y
sólo quedaba el horror y el estupor.
El narrador de Hirbet
Hiza se obliga a recordar el horror del que fue testigo y partícipe, Un pequeño destacamento entra en un poblado
árabe para echar a sus habitantes y destruir sus casas y campos para luego
colonizarlos con población judía. El día es caluroso y largo, el narrador
interrumpe el recuerdo de la toma del poblado Hibert Hiza con otros recuerdos
de guerra y misiones, apenas hay movimiento en el pueblo, casas de adobe entre
la tierra y los huertos y los soldados, apostados en las afueras, que esperan
el inicio de la intervención. Y en esa espera, las burlas sobre las costumbres
y tierras árabes, algo que bulle en el narrador, la sensación de que será
testigo de una injusticia, de un acto ignominioso, arrancar a un puñado de
hombres y sus mujeres de sus casas, y con ello de sus raíces, recuerdos y
tradiciones.
Apenas hay escaramuzas o resistencia. Los soldados entran
en el poblado, entre el polvo de la tierra y las casas abandonadas. Todo parece
detenido, en suspenso. Ven huir sombras y disparan contra ellas, acatan las
órdenes sin cuestionarlas, piensan en cómo será esa misma tierra en mano de los
colonos, caminan entre los objetos abandonados, pisan una tierra que ha pertenecido
durante generaciones a la gente del pueblo, hay algo bíblico en esa tierra, una
cualidad de leyenda, tiempo e historia, la tierra que ha acogido los gestos
cotidianos a lo largo de los siglos, que ha cambiado por las pisadas de hombres
y animales, que ha dado frutos o se ha secado por la falta de lluvia. Los hombres
avanzan por las casas, buscan a sus ocupantes, levantan un control por el que
pasan los árabes camino del destierro, se escuchan explosiones que destruyen
casas, los árabes camino de los campos de refugiados en camiones que al
narrador le recuerda a los trenes que pocos años atrás recorrieron Europa hacia
los campos de exterminio. El narrador testifica sobre el horror y la injusticia
impartida, sobre las raíces rotas y la sinrazón de la guerra y la ocupación.
S. Yizhar aborda un tema espinoso, la ocupación judía y
el destierro árabe tras la segunda guerra mundial, da la voz a un hombre que se
rebela por momentos ante lo que ve, que levanta la voz, aunque luego sea
silenciada por la obediencia militar, su escritura detallista, las frases
largas que abarcan la mirada del narrador, la complejidad de la situación, las
casas en silencio, el ritmo que va a impulsos, como el narrador, de la espera a
la reflexión, de la descripción de poblado y pobladores a la idea de la tierra
que contiene el tiempo pasado. Hirbet
Hiza recuerda una realidad y fotografía un momento del conflicto entre judíos y árabes que dura siglos y
muestra la injusticia y el desarraigo.
Y entretanto, mientras Arieh se encontraba sumido en sus
consideraciones y cavilaciones, continuamos la marcha cuesta abajo, asomándonos
a las desérticas casas, decretando a voces el nuevo estado de nuestros
hallazgos, aunque las gallinas y los conejos se nos escapaban todos, y por aquí
y por allá rociábamos algo con la gasolina que teníamos preparada en una lata
en el jeep y quemábamos una bala de paja, una puerta de madera o un tejado bajo
de paja y esperábamos a ver como el fuego brotaba insolente en cuanto la
gasolina se consumía, o dábamos patadas a este o aquel objeto por si debajo se
escondiera algo que mereciera la pena, aunque poníamos mucho cuidado en no
entrar en las casas, a causa de las pulgas, y nos limitamos a cruzar por
delante de lo que había sido un corte de vida hecho de casas, patios y
personas, pero que en un instante se había venido abajo y había quedado
destruido por la precipitación de la huida, un corte de vida del que no quedaba
más que una especia de mueca petrificada que de allí en adelante se iría ajando
hasta quedar completamente aniquilada bajo el polvo del tiempo.
***
Pero cuando estalló de repente, con un estruendo
ensordecedor y levantando una gran columna de humo, una casa de piedra cuyo
plácido tejado habíamos estado viendo desde allí, tan plano y perfecto, que
ahora saltaba por los aires desintegrado en un montón de cascotes que caían
pedazo a pedazo en medio de una gran polvareda y un granizo de piedras, se
levantó de un salto una mujer que debía ser la dueña de la casa y prorrumpió en
un salvaje alarido antes de echar a correr hacia allí, con un niño en brazos y
otro desdichado que ya andaba agarrado a la falda de su vestido, y mientras
corría gritaba y señalaba hacia allí con la mano, las palabras sofocadas en la
garganta, y una vecina ya se había puesto de pie, y otra más, seguida de un
anciano, y ya eran muchos los que se habían levantado, mientras ella seguía
corriendo con el niño agarrado al vestido, a rastras por un instante, hasta que
se cayó y, deshecho en lágrimas, quedó allí con su moreno trasero al aire. Uno
de nuestros muchachos salió al encuentro de la mujer y le gritó que se
detuviera, pero ella seguía dando unos desesperados alaridos y con la mano
libre se golpeaba el pecho, porque al parecer acaba de comprender que no se
trataba solo de quedarse esperando bajo el follaje del sicomoro a ver qué
querían los judíos para después regresar a su casa, sino que aquello era el
punto y final de su hogar y de su mundo, que había caído sobre ellos la
oscuridad, y ahora se derrumbaban, y es que de repente intuyó algo intangible,
espantoso, increíble, algo que se le plantaba delante sin que nada se
interpusiera, algo concreto y cruel que ya estaba allí cara a cara y que no
tenía vuelta atrás. El muchacho se había puesto pálido, como quien se ve
forzado a oír algo que no quiere escuchar, y volvió a gritarle que regresara a
su sitio. Pero la mujer estaba ya muy por encima de cualquier amenaza y
dejándolo plantado echó a correr pesadamente hacia el lugar de la explosión.
Con un gesto reflejo de la mano el muchacho la atrapó por el pañuelo y, para
oprobio de ella, la cabellera se le soltó y se quedó completamente al
descubierto, hecho que provocó la repulsa de todos y una indignación desbordada
en el corazón de la mujer, que le arrebató el pañuelo y con un solo gesto de
protesta se lo volvió a colocar en la cabeza envolviendo también con él al
pequeño que gemía en el otro brazo, y alzándose con presteza el pesado vestido
siguió corriendo hacia delante, hacia la casa destruida.
***
Y de nuevo algo primigenio y bíblico estremeció el aire,
como si otra cosa, una profecía de desgracias fuera a ocupar su lugar y
estuviera ya suspendida en el ambiente, y quien hubiera sabido cómo iba a
terminar todo aquello habría comprendido lo que tenía delante.
–¿Cómo se llama, en realidad, este lugar? –preguntó
Shlomo.
–Hirbet Hiza –le respondió alguien.
S. Yizhar. Hirbet
Hiza. Un pueblo árabe. Traducción de Ana María Bejarano. Editorial Minúscula.
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