Me han llamado
ludita.
Pues me parece muy bien.
¿Saben ustedes lo que es un ludita? Es una persona que
detesta los artilugios modernos. Ned Ludd era un trabajador textil en la
Inglaterra de principios del siglo XIX que destrozó un montón de nuevos artilugios,
telares mecánicos que iban a dejarle sin trabajo, que harían imposible que una
persona con sus capacidades alimentara, vistiera y cobijara a su familia. En
1813, el gobierno británico ejecutó en la horca a diecisiete hombres por un
delito tipificado como «destrozo de maquinaria» y castigado con la pena de
muerte.
Hoy en día tenemos artilugios como los submarinos
nucleares, armados con misiles Poseidón cuyas cabezas son bombas de hidrógeno.
Y tenemos artilugios como los ordenadores, que te hacen creer que no puedes
conseguir nada por ti mismo. Bill Gates dice: «Esperen y verán hasta dónde
puede llegar su ordenador». Pero son ustedes los que tienen que llegar, no un
puñetero ordenador. El milagro está en lo que uno puede llegar a ser. Somos lo
que somos gracias a nuestro propio trabajo.
El progreso a veces me saca de quicio. Me quitó lo que
debía equivaler a un telar manual para Ned Ludd hace doscientos años. Me
refiero a la máquina de escribir. Ha desaparecido de todas partes. Huckleberry Finn, por cierto, fue la
primera novela que se escribió a máquina.
En los viejos tiempos, no hace mucho, yo escribía a
máquina. Y, cuando tenía unas veinte páginas, hacía correcciones en ellas a
lápiz. Luego llamaba por teléfono a Carol Atkins, que era mecanógrafa. ¿Se lo
imaginan? Ella vivía en Woodstock, Nueva York, donde como saben se celebró el
famoso festival de sexo y drogas de los años sesenta (en realidad el festival
se celebró en Bethel, un pueblo cercano, y quien afirme recordar que estuvo
allí es que no estuvo). Bueno, pues yo llamaba a Carol y le decía: «Hola,
Carol. ¿Qué tal? ¿Cómo tienes la espalda? ¿Ya has conseguido algún pajarito?».
Y charlábamos un rato… me encanta hablar con la gente.
Ella y su marido se habían propuesto atraer azulejos y,
como bien sabrán los que alguna vez hayan intentado atraer a estos pajarillos,
para ello se coloca la casita del azulejo a tan sólo un metro del suelo,
normalmente sobre la verja que recorre el perímetro de la propiedad. No sé cómo
todavía quedan azulejos. Ni Carol y su marido tuvieron suerte, ni tampoco yo en
mi casa de campo. La cuestión es que nos ponemos a charlar, y al Final le digo:
«Oye, que tengo unas cuantas páginas. ¿Todavía pasas a máquina?». Yo ya sabía
que sí. Y también sabía que quedaría tan bien como si lo hubiera hecho a
ordenador. Y le digo: «Espero que no se pierda en correos». Y ella: «En correos
nunca se pierde nada». De hecho, según mi experiencia, es cierto. Yo nunca he
perdido nada. Pues bien, ella ahora es una Ned Ludd. Nadie quiere una mecanógrafa.
Total, que cojo las hojas y esa cosa de acero que se
llama clip y las agrupo, procurando numerarlas siempre, claro. Bajo a la planta
de abajo para salir y paso al lado de mi mujer, la fotógrafa y periodista Jill
Krementz, que por aquel entonces era una experta en tecnología y que ahora lo
es todavía más si cabe, y me dice: «¿Adónde vas?». Lo que más le gustaba leer
de pequeña eran los libros de intriga de Nancy Drew, la chica detective, por
eso no puede evitar preguntar: «¿Adónde vas?». Y yo contesto: «Salgo a comprar
un sobre». Y ella dice: «No eres pobre. ¿Por qué no compras mil sobres? Te los
mandan a casa y puedes guardarlos en un armario». Y yo le digo: «Calla ya».
Y bajo por la escalera (estamos en la calle 48 de Nueva
York, entre la Segunda y la Tercera Avenida) y me acerco a un quiosco que hay
cruzando la calle, donde venden prensa y boletos de lotería y artículos de
papelería. Como conozco muy bien la tienda, cojo yo mismo un sobre, uno de
papel de Manila. Es como si los fabricantes de este sobre supiesen el tamaño de
papel que utilizo. Tengo que hacer cola porque hay gente comprando lotería,
caramelos y cosas así, y me pongo a hablar con la gente. Digo: «¿Conoce a
alguien que haya ganado algo con la lotería?». O: «¿Qué le ha pasado en el pie?».
Al final me llega el turno para pagar. Los dueños de la
tienda son hindúes y la mujer que atiende tiene una joya entre los ojos. ¿Vale
o no vale la pena el paseo? Le pregunto: «¿Alguien se ha llevado algún premio
gordo de lotería, últimamente?». Luego pago el sobre, cojo el pliego y lo meto
dentro. El sobre tiene dos varillas de metal que se meten por un agujero de la
solapa. Para los que nunca hayan visto uno, hay dos formas de cerrar un sobre
de este tipo. Yo utilizo las dos. Primero lamo el mucílago… resulta bastante
sensual. Luego pongo la cosita de metal por el agujero (nunca he sabido cómo se
llama). Y después pego la solapa.
Acto seguido me dirijo a la oficina de correos del bloque
situado en la esquina de la calle 47 con la Segunda Avenida. Está muy cerca de
las Naciones Unidas y por eso siempre está lleno de gente variopinta de todas
las partes del mundo. Entro y ya estamos haciendo cola otra vez. Estoy
secretamente enamorado de la mujer que atiende detrás del mostrador. Ella no lo
sabe. Mi mujer, sí. No pienso hacer nada al respecto. Es tan dulce… Sólo la he
visto de cintura para arriba porque siempre está detrás del mostrador, pero
todos los días se hace algo de cintura para arriba que nos anima. A veces lleva
el pelo todo rizado. Otras veces se lo alisa del todo. Un día se puso
pintalabios negro. Todo eso es tan emocionante y generoso por su parte… lo hace
sólo para animarnos a nosotros, a gente de todas las partes del mundo.
El caso es que hago cola y digo: «Oiga, ¿cuál era ese
idioma que estaba hablando usted? ¿Era urdu?». Tengo conversaciones muy
agradables. Pero no siempre. También está lo de: «Si esto no te gusta, ¿por qué
no vuelves a la dictadura de pacotilla de la que vienes?». Una vez me robaron
allí la cartera y tuve que ir a buscar a un poli para decírselo. En cualquier
caso, al final me llega el turno. No le confieso que la quiero y pongo cara de
póquer. Le transmito tan poca información con mis facciones, que vería lo mismo
si estuviera mirando un melón, pero el corazón se me ha disparado. Le doy el
sobre y ella lo pesa, porque quiero que lleve la cantidad correcta de sellos y
que ella me dé el visto bueno. Si dice que la cantidad de sellos es correcta y
los valida, ya es definitivo: ya no me lo pueden retornar. Con los sellos adecuados
ya en el sobre, escribo la dirección de Carol, en Woodstock.
Luego salgo y fuera encuentro un buzón. Alimento al
gigante sapo azul con mis páginas. Él me dice: «Croac».
Y entonces vuelvo a casa. Me lo he pasado bomba.
Está claro que las comunidades electrónicas no construyen
nada. Al final uno se queda con nada. Nosotros somos animales bailarines… Qué
maravilloso es levantarse y salir a hacer cosas. Hemos venido al mundo para
hacer el ganso, que nadie les convenza de lo contrario.
Kurt Vonnegut. Me
han llamado ludita. Un hombre sin patria. Traducción de Daniel Cortés. Bronce.
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