Hace años vi El
empleo, una película de Ermanno Olmi que seguía a un joven en la búsqueda
de su primer trabajo. La película era un cruce entre documental y neorrealismo
típico de Italia, escenas que detallaban gestos cotidianos y el desconocido
mundo adulto en el que se adentraba el muchacho protagonista. En su novela, Chico de barrio, hay algo parecido, la
vida de un muchacho milanés durante la Segunda Guerra Mundial, su mirada hacia
el mundo adulto en un intento de desentrañar sus misterios y la sucesión de
detalles sobre la vida que le rodea.
Chico de barrio
es el recuerdo de Olmi de su infancia en el Milán de los años cuarenta. El
inicio de Chico de barrio, una
pequeña calle, los juegos infantiles, los primeros sentimientos amorosos, la
escuela y los bailes al son de la radio, un mundo plácido y misterioso que se
rompe con la declaración de guerra del Duce y el sonido amenazante de los
aviones sobre la ciudad. La radio es una parte fundamental en la narración de Chico de barrio. Los bailes donde las
mujeres se mueven con soltura y libertad, el nombre de las ciudades grabado en
el dial y que traen otros idiomas, los noticiarios sobre la guerra, el narrador
y su hermano que se esconden bajo las sábanas para buscar entre las ciudades
desconocidas mundos nuevos. Olmi se centra en los detalles de esa infancia, las
formas y los olores, la comunidad que forma el pequeño barrio, la luz lejana de
las explosiones, la música en la calle, los amores platónicos del narrador, un
muchacho que actúa como si su gran amor lo viese a cada instante.
La guerra irrumpe en la vida cotidiana de los personajes.
La adecuación de un refugio subterráneo, el racionamiento, la bandera tricolor,
los alistamientos. El narrador pasa las noches en el refugio (la oscuridad rota
por el resplandor de los cigarrillos o las linternas, los cuchicheos y
susurros, el amor en la oscuridad), escucha el sonido de la guerra sobre su
cabeza, se distancia de las bombas en el pueblo de su abuela, o en las colonias
veraniegas donde coincide con otros muchachos como él, y descubre el paso del
tiempo y que el pasado se lleva parte de nuestra vida. La guerra es un telón de
fondo en Chico de barrio, el
muchacho, soñador, busca el amor, se pregunta por el primer beso, imagina el
cuerpo de la mujer, asiste atónito a los pasos de los adultos, Olmi que escribe
sus recuerdos en forma de historia iniciática, el resplandor de las bombas
junto a la oscuridad de una sesión de cine a un juego infantil donde se
producía un primer acercamiento a las chicas.
Ya había llegado a las nueve reverencias y se notaba que estaba enamorándome también de Sarina. De repente, alguien gritó algo desde una ventana. Otras voces más lejanas parecieron un eco que se esparcía. El hombre del hielo detuvo su carro goteante y entró en el bar del parque. Fuimos también nosotros a ver qué había sucedido. Los que jugaban a las bochas se habían parado a escuchar. Estaba hablando el Duce por la radio: dijo que comenzaba la guerra. Pero yo seguía pensando en Sarina.
Olmi hace de Pedrini, un compañero del narrador, un
símbolo de la Italia de los cuarenta. Muchacho pícaro, se cuela entre los
trenes para robar carbón, se alista mintiendo sobre su edad y lleva el uniforme
fascista, vive adelantado a su edad y es apresado con la caída del final del
fascismo (y ahí, tal vez, la escena más emotiva de Chico de barrio, la madre de
Pedrini que se acerca al muchacho en la fila de prisioneros, que grita su
nombre y le despoja, prenda a prenda, de su uniforme y se lo lleva desnudo a
casa, Pedrini de nuevo un muchacho).
Hay algo cinematográfico en Chico de barrio (Olmi, enfermo, transformó un guión en novela), las
escenas se suceden, los bailes en la calle, las estaciones de trenes, los
trabajadores en los vagones, la radio que emite música o noticias de guerra, el
viejo tranvía, las noches en el refugio, el olor del maquillaje de la madre, la
vida en el campo, los cines y noticiarios, los paseos de los muchachos en busca
de alguna chica a la que cortejar, las clases interrumpidas, la sensación de
peligro, cambio y aventura, y el amor como misterio, los capítulos esbozos de
su infancia, una sucesión de recuerdos. Ermanno Olmi hace de Chico de barrio
una novela luminosa, hay guerra y muertes, pero prevalece la mirada de un
muchacho que se inicia a la vida, y en esa mirada, la aventura, la búsqueda y
el amor. Y los detalles cotidianos que, años después, desvelarán su misterio y
su verdad.
Jugábamos sobre todo en la calle. La calle era para nosotros
el mundo entero y ni siquiera pensábamos que pudiese haber en nuestro futuro
algo diferente de aquella calle y de aquellos compañeros. Si había una pelota,
echábamos partidos interminables, que duraban toda la tarde. Si no,
improvisábamos juegos de todas clases: el amo de la montañita, para ver quién
era el más fuerte; la toña con mangos de escoba (una vez, me gané una en un ojo
y mi madre se asustó muchísimo), las figuritas, el Giro de Italia con canicas, el aro guiado con un alambre. El aro
era una llanta de bicicleta: recorríamos todo el barrio corriendo y con gran
estruendo de chatarra, porque éramos una buena «caterva» de chicos. Nos
parábamos delante del cine del barrio a contemplar los carteles. Nos parecían
películas maravillosas; casi nunca íbamos al cine público, porque echaban
películas en las que se besaban. Íbamos sólo al cine de la escuela parroquial.
Una vez vimos a Sigfrido matar un dragón y pasamos una temporada haciendo
esgrima con espadas hechas de saúco y por todas partes había dragones a los que
ensartar, con lo que nosotros nos volvíamos invulnerables e inmortales como el
protagonista de la película.
La tarde acababa cuando veía a mi padre despuntar por el
final de la calle en su bicicleta. Volvía del trabajo y llevaba, colgada de la
barra, la bolsa de la comida. Yo quería ser quien llevara a casa la bicicleta,
conque, antes de cargar con ella al hombro para subir la escalera, podía dar
una vueltecita delante del portal. A veces, me la dejaba para ir hasta el
quiosco a comprar el periódico.
«Pero, ¡vuelve en seguida y ten cuidado!», decía.
No recuerdo haberle oído nunca levantar la voz.
Mi padre era un hombre apacible y humilde, incluso con
nosotros, los niños, y hasta ahora no me he dado cuenta de que la poca
autoridad que me inspiraba se debía precisamente a aquella humildad suya, que
era una virtud. Leía el periódico en una silla junto al sofá (para no
desgastarlo, creo yo) y varias veces lo vi mover la cabeza mientras pasaba las
páginas y decía a mi madre:
«¡Pobres de nosotros!»
Una vez le pregunté:
«¿Por qué “pobres de nosotros”?»
No me respondió
***
A la estación me acompañaron mi madre y mi hermano. Era
un coche reservado para los niños de la «empresa».
Vi a otros chicos como yo y también a uno al que conocía. Dije a los míos:
«Ese
de ahí estaba en las colonias del año pasado.»
«Coincidirás
con otros a los que ya conoces. Estaréis todos juntos y os encontraréis bien,
ya lo verás.»
Mi
hermano añadió:
«Si
pudiera, iría yo también.»
Yo
me daba perfecta cuenta de que lo decía sólo para consolarme.
Un
encargado de la empresa nos hizo subir al tren, después de habernos apuntado en
una hoja. Me despedí de mi madre: me dio un abrazo más largo que las otras
veces que había partido. Me dio un beso y yo, en lugar de llorar, como había
temido, me asombré al notar que lo que más advertía era un leve olor a polvos
de tocador en su mejilla y, cuando el tren se movió y miré a mis familiares por
última vez, mientras me hacían señas de despedida y se alejaban cada vez más,
me di cuenta de que aquel leve olor a polvos de tocador quedaría unido para
siempre al recuerdo de la cara de mi madre.
Ermanno Olmi. Chico de barrio. Traducción
de Carlos Manzano. Libros del Asteroide.
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