Un vapor se adentra en un archipiélago adriático (el mar
convertido en un lago entre diferentes tierras) y se acerca a una de las islas.
En su cubierta, un padre y un hijo miran tanto hacia la tierra en la que
desembarcarán (las casas abandonadas y semiderruidas en lo alto del pueblo, el
café y los pequeños pesqueros en el puerto), como lo que acaban de dejar atrás,
la noticia de un cáncer terminal del padre y su deseo de volver al lugar donde
nació en compañía de su hijo, una última mirada compartida al pasado, la tierra
y la luz.
La isla es la
vida y la espera de la muerte, es el encuentro con las raíces y con una parte
desconocida dentro de nosotros, es un padre y un hijo que se rondan y se buscan
e intentan asumir el final que está por llegar y encararlo de la mejor manera
posible. Y, también, es la isla misma, una presencia que mezcla pasado y
presente, pérdida y espera, recuerdos y reflexiones y una luz brillante, la
isla erosionada por los vientos que acoge tanto ruinas como lugares secretos
donde encontrar comunión y fuerza, miedo y ternura, la tierra a veces árida que
recorren padre e hijo y que miran alrededor y encuentran rastros de su pasado y
sombras, los últimos instantes compartidos, la sensación de un final y una
pérdida, de algo que no sabemos cómo dejar.
Al llegar a la otra vertiente del istmo, lo embistió de golpe toda la potencia del viento, que no habría imaginado que fuera tan fuerte. Enseguida sintió la humedad de la sal en la boca y en toda la piel. Su mirada se perdió por la infinita extensión rizada de crestas espumeantes. Lo envolvió el sonoro alboroto de las olas que rompían contra la escollera. Dio algunos pasos y las salpicaduras del agua llegaron hasta él.Qué contraste más inmediato entre la placidez del golfo, protegido por todas partes, que inducía a una abrigada pereza, y esta espalda expuesta a la omnipotencia del mar. Aquí se tenía una clara impresión de la tenaz y valiente sustancia de la que estaba hecha la isla: un puñado de tierra, en medio de la furia y de los caprichos de un elemento indomable, en constante peligro de que se agrietara, de que se le arrancara de su fondo y se la arrastrara alegremente como una osamenta porosa.
Stuparich da voz a ambos personajes, el punto de vista
que cambia del padre enfermo y con una vitalidad inaudita y el hijo que deja su
hogar en las montañas para volver al mar y la isla y ve el desgaste y cansancio
en el cuerpo de su padre y se pregunta por la vejez y la muerte. Padre e hijo
se buscan en sus días en la isla, van a pescar o se sientan en calas
escondidas, duermen en habitaciones contiguas, se ven rodeados por una luz
diferente, tan brillante que, por momentos, les impide ver el contorno de las
cosas, están juntos y en silencio. Y, en ese silencio, los monólogos interiores
donde decir al otro lo que sienten, fortuna, miedo, pérdida, amor, el padre un hombre
sin sensación de hogar hasta que lo descubre en su hijo pequeño, el hijo que ve
en su padre la libertad y la puerta abierta a la edad adulta. Entre ambos, la
muerte como forma clara y cercana.
Lo mejor de La isla
es el regreso de los dos personajes a una tierra que les es propia y la isla
como un personaje más, las referencias al pasado compartido, los viajes del
padre y sus ausencias primeras, el recuerdo alegre del abuelo, la corta vida de
los marineros, el reencuentro con viejas presencias y la pérdida tangible del
hijo (una pérdida casi del pasado, el padre y con él la isla). La escritura
bascula entre la prosa poética algo rimbombante de las emociones de los
personajes y de las descripciones con diálogos sencillos y naturales entre
padre e hijo donde se recuerda y se celebra la vida.
Se sentía ligado a aquel hijo, que había descubierto como
por casualidad: y era como si hubiera descubierto alguna cosa de sí mismo que
desconocía.
Habían transcurrido muchos años desde entonces; su hijo
era un niño cuando, en uno de sus fugaces retornos al hogar familiar, se
encontró con él cara a cara. En una cocina muy grande, bajo una lámpara de
petróleo fuliginosa, aquel niño con los ojos asustados y suplicantes le había
sorprendido.
Hasta entonces había creído no estar ligado a nadie. En
sus relaciones con la familia había imperado siempre una recíproca
indiferencia. Como un marinero, por costumbre, volvía de vez en cuando, tras
largos viajes, a casa, donde le parecía haber dejado algún que otro efecto
personal, algún que otro recuerdo, pero nada que estuviera vivo, que fuera
inseparable de él. Y un día se dio cuenta de que entre los ojos asustados y
suplicantes de aquel niño y el fondo mismo de su alma había una corriente que
ya no podía ignorar ni mucho menos cortar sin envilecer su más íntima esencia.
Y entonces primero había cogido a aquel niño en sus entrañas y lo había tomado
luego de la mano y le había enseñado a caminar por la vida.
***
Antes de ver, ahora ya con luz, por encima de la jaula
del aparato, el rostro consumido de su padre, había experimentado un
sentimiento de terror en las raíces:
como una planta joven que pudiera advertir en sus raíces un deterioro mortal.
En aquella suspensión del tiempo, fuera de las contingencias, había vivido con
horror, en una lúcida parálisis de todo su ser, la muerte: en aquella pantalla
había visto una parte de sí mismo.
Giani Stuparich.
La isla. Traducción de J. A. González Sainz. Editorial Minúscula.
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