Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop
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domingo, 10 de enero de 2021

Gilead. Marilynne Robinson

En los primeros días de noviembre, cuando el viento sur apaciguaba las tardes y hacía caer las hojas secas de los árboles como sirimiri y los parques infantiles aún no estaban cerrados, en esa algarabía de juegos infantiles y luz cambiante y el vuelo negro de cormoranes y mirlos entre las hojas hacia el cielo, leí Gilead sentado en un banco de piedra, cerca del río —siempre el mismo banco de piedra, como un sortilegio—. Había una comunión, eso sentía, entre aquello que me rodeaba y la escritura reflexiva e intimista de Marilynne Robinson, algo indecible que unía los gritos de los niños y el lento extinguir de la tarde con las páginas donde luz misterio vida yo   donde gracia temor soledad. Esperaba ese momento de salir a leer, ahí fuera, como una tregua de este tiempo confuso, el encuentro con una realidad, la visión de un viejo reverendo, que me era ajena —ese encuentro con el otro que propicia la literatura—. 

Leía esa larga carta que el reverendo John Ames escribe a su hijo de siete años y pensaba en la necesidad de introspección, serenidad y ecuanimidad para enjuiciar la propia vida. Es una carta de un enfermo en el proceso de morir para que la lea su hijo al alcanzar la mayoría de edad, es una letanía y un susurro y una confesión como las que tuvo que escuchar Ames en su estudio, es la memoria desordenada en recuerdos que aparecen de manera convulsa, es serenidad y tristeza y culpa y dicha y miedo y soledad. En su carta, Ames, mientras describe el presente, los juegos de su hijo, la belleza secreta de su mujer, sus relaciones con los vecinos, desenreda el pasado para su hijo, y lo hace con una voz pausada, lenta, afectuosa, alguien que se despide de una vida y lo hace sin ira y sin buscar un ajuste de cuentas y, menos aún, sin maquillar los claroscuros de su alma.

Hace años, en un funeral, el oficiante reflexionó sobre la palabra recordar: primero nos explicó su significado, volver a pasar por el corazón, luego, en ese volver a pasar, el dolor y la felicidad, la luz y las sombras y los viejos gestos y olores ante nosotros. Ames recuerda para su hijo en una vejez donde le falla, precisamente, el corazón. Cada recuerdo, cada vuelta al pasado, es ahondar en una surco en su corazón,  hasta casi extenuarlo. Pero hay una necesidad vital en sus palabras, es relatarse para mostrarse ante sí y ante su hijo quién era y qué raíces, qué actos, por pequeños que fueran, le llevaron hasta su presente donde padre septuagenario, cómo es su creencia y su amor hacia Dios, qué significa una vida de estudio y soledad. Y tal vez sea el verbo significar, hacer señales/marcas, el que describa estas memorias, este testamento de Ames hacia su hijo. Porque Ames, como en los cuentos infantiles, deja un rastro de migas que llevará a su hijo no sólo a la vejez de la que él es testigo en su infancia, también podrá desandar la vida de un hombre en sus recuerdos y pasiones y pesares, acercarse al secreto que es un padre y a los espacios en blanco que deja. Ames recuerda —vuelve a pasar por el corazón— su historia y se adentra en tiempos anteriores, en los de su padre y abuelo, en la llegada de la familia a la región de Iowa —que Ames no abandonará, anclado como árbol en tierra—, en la figura mítica del abuelo, cuya tumba buscará con su padre en unas escenas que llevan a la imaginería del western: un abuelo seguidor de los abolicionistas John Brown y Jim Line, un predicador de revolver y biblia en mano, como en La ira de Dios, los recuerdos dedicados al abuelo los únicos momentos donde acción y aventura. Deja señales, Ames, en este relatarse donde es confesante y no confesor y habla del dolor por la pérdida de su primera familia, los años de soledad, resentimiento y pobreza, el miedo ante una nueva familia en su vejez; desnuda sus preocupaciones presentes, la pronta muerte con una esposa y un hijo jóvenes, la pregunta de qué se ha hecho con la propia vida, el regreso de un viejo vecino, hijo de un amigo predicador, un hombre de pasado cruel y amoral, que desequilibra la aparente armonía y sencillez de los días del reverendo —y cómo tratar a este hombre con tantas caras ocultas, cómo imponer el no juzgues bíblico sobre el miedo, la sospecha y la rabia en el corazón, una prueba en los últimos días para un hombre que sólo esperaba dejar testimonio de una vida en una carta y se encuentra con la lucha entre el agotamiento, la desconfianza y los principios que han regido su vida—. 

Gilead se sustenta en una escritura introspectiva y sosegada para mostrar las luces y las sombras en la vida de un hombre religioso. Ames guarda en un baúl todos sus sermones, que equivaldrían a docenas de tomos si se reuniesen en libros. En todos ellos, el estudio atento de la Biblia, el significado de los sacramentos o las palabras de los profetas, la huella de un Dios en el destino de cada ser humano, desmenuzar un libro para estudiar sus partes y sentir que sólo puede asomarse a una verdad en todo ello. Una vida donde la palabra de Dios, donde gracia revelación mandamientos naturaleza albedrío designio, un estudio inconcluso. Muestra su idea de Dios y la vida, Ames, y lo hace con la voz queda de alguien que eligió soledad y no moverse de su tierra, párrafos que son sermones abreviados entre sus confesiones.

Un recuerdo propio. Encontré, hace años, en una pequeña librería donde estanterías hasta el techo y un pasillo angosto entre sus dos piezas, Gilead. Leí párrafos al azar, la nota de los traductores donde nos dan una pista sobre el significado de ese Gilead que aparece en tantas novelas, una tradición ancestral y un lugar donde se encuentra bálsamo en el que consuelo salvación esperanza. Intenté leer la novela de Robinson tres o cuatro veces en estos años. A las pocas páginas cerraba el libro, cansado ante una religiosidad que rechazaba y una voz que sentía empalagosa. Este noviembre de viento sur, sin lluvia, le di otra oportunidad. Y algo cambió. Había una escritura lenta en la que cabía todo, el cambio de las estaciones y de luz, la disertación sobre una frase en el Génesis, los miedos de un hombre ante la vejez y ante sus sentimientos, había una religiosidad que me era ajena, pero que me hacía pensar en todas aquellos creyentes que ven un designio casi matemático a la vida, cómo sería vivir con tal grado de fe y certidumbre. Ha sido una buena lectura, Gilead






Te hablaba de visiones. Recuerdo que una vez, cuando era pequeño, mi padre ayudó a demoler una iglesia que había ardido. Un rayo había alcanzado el campanario y éste había caído sobre el edificio. El día que fuimos a demolerla, llovía. El púlpito quedó intacto, plantado bajo la lluvia, pero los bancos estaban hechos astillas. Todos agradecían a Dios que aquello hubiera sucedido en martes y a medianoche. Era un día cálido, caía una lluvia cálida y no había dónde cobijarse, por lo que nadie hizo mucho caso del agua. Acudió a echar una mano gente de diversa procedencia. Desengancharon los caballos y a los niños más pequeños nos sentaron en una vieja colcha debajo de un carromato aparcado en la cuneta, y allí charlamos y jugamos a las canicas y vimos a los chicos mayores y a los hombres escalar las ruinas en busca de Biblias e himnarios mientras cantaban, todos cantábamos, Bendito Jesús y La vieja Cruz nudosa, y el viento impulsaba la lluvia a rachas y las gotas nos alcanzaban donde estábamos. El viento era más fresco que la lluvia, cuyas gotas, al caer en la caja del carromato, producían el mismo sonido que cuando repiquetean en el alero de un desván. No llueve nunca, pero recuerdo ese día. Y cuando hubieron reunido todos los libros que habían quedado inservibles, prepararon dos tumbas y pusieron las Biblias en una y los himnarios en la otra y, a continuación, el ministro que oficiaba en aquella iglesia —baptista, creo recordar— rezó una oración. Siempre me maravillaba, cuando observaba a los adultos, cómo parecían saber sin asomo de duda lo que había que hacer en cada situación, lo que era decoroso.
Las mujeres pusieron en nuestro carromato los pasteles y tortas que habían traído y los libros que aún se podían utilizar y luego cubrieron la caja del carro con planchas de madera, lonas y mantas de viaje. Toda la comida quedó bastante húmeda. Al parecer, nadie había previsto que pudiera llover. Y como se acercaba el tiempo de cosecha, estarían demasiado atareados para volver en una buena temporada. Colocaron el púlpito bajo un árbol y lo cubrieron con una manta de montar, rescataron cuanto pudieron, que se redujo principalmente a ripias y clavos, y luego demolieron lo que aún quedaba en pie, para hacer una hoguera cuando todo se hubiera secado. Las cenizas se volvieron líquidas con la lluvia y los hombres que trabajaban en las ruinas quedaron tiznados y enfangados de pies a cabeza, hasta tal punto que costaba reconocerlos. Mi padre me trajo unas galletas manchadas de hollín de sus manos. «No importa, no hay nada más limpio que las cenizas», me dijo. Sin embargo, éstas afectaban al sabor de la galleta, que debía de parecerse, pensé, al del pan de la aflicción, que por entonces era mencionado con frecuencia aunque hoy día está bastante olvidado.
«Extraño es el fruto de la adversidad». Desde luego que sí. Cuando estoy aquí arriba, en mi estudio, con la radio puesta y algún viejo libro en las manos y es de noche y el viento sopla y la casa cruje, olvido dónde estoy y es como si durante un par de minutos volviera a encontrarme en tiempos de penalidades, y la experiencia destila una dulzura que no comprendo. Sin embargo, esto no hace sino realzar su valor. Lo que planteo es que nunca llegas a conocer la verdadera naturaleza de nada, ni siquiera de tu propia experiencia. O tal vez ésta no tiene una naturaleza fija y cierta. Recuerdo a mi padre agachado bajo la lluvia, con el agua goteándole del sombrero y dándome de comer la galleta con su mano tiznada, con las ruinas ennegrecidas de la iglesia al fondo y el humo alzándose donde la lluvia caía sobre las brasas. Recuerdo el aguacero y a las mujeres entonando La vieja Cruz nudosa mientras se ocupaban de todo con delicados movimientos, casi como si bailaran al son del himno. En aquella época, ninguna mujer adulta permitía nunca que la vieran con los cabellos sin recoger, pero aquel día incluso las venerables ancianas llevaban la melena suelta a la espalda, como si fuesen colegialas. Resultaba muy gozoso y triste. Vuelvo a mencionarlo porque se me antoja que buena parte de mi vida quedó comprendida en este momento. La aflicción me ha devuelto más de una vez a esa mañana, en la que tomé la comunión de manos de mi padre. Sí, recuerdo aquello como una comunión y creo que eso fue, exactamente.
Marilynne Robinson. Gilead. Traducción Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores.

jueves, 11 de junio de 2020

+15. Abe

Estoy quieto, en mitad del pasillo, sin recordar qué quería hacer, como el protagonista de Madre noche, detenido entre los peatones, en la acera de una gran ciudad, esperando que alguien le indique una dirección a seguir. Entra una suave luz gris desde la ventana de la habitación y dibuja mi sombra en la pared y el suelo la huella de mi cuerpo en el universo. Ha helado de noche y la parte baja del cristal de la ventana está empañada. Apenas se escucha el trino de los pájaros, el rumor de algún coche solitario, la voz desde los balcones o las campanadas. Como la luz, el silencio es gris y suave. En las mañanas de invierno, cuando niño, dibujaba sobre los cristales empañados de la cocina. Un corazón, una flecha que imaginaba apache, mi nombre, una estrella de puntas infinitas. Bajaban pequeños regueros de gotas de las puntas de las estrellas o las letras de mi nombre. Los dibujos desparecían poco a poco. Hasta que aparecían de nuevo, al otro lado, la calle, las fachadas de ladrillo rojo, el parque de juegos donde los bancos porterías de fútbol, el rastro del monte en la esquina de la ventana. Por la tarde, cuando se condensaba el calor en la cocina o exhalaba vaho de mi boca sobre el cristal, reaparecían los dibujos, imperfectos. Un corazón goteante, una flecha deshecha, las letras corridas de mi nombre, una estrella lluviosa. Sólo cuando mi madre limpiaba la ventana se borraban todas las huellas entonces, volvía a empezar. En eso pienso, quieto, en mitad del pasillo, la mente en blanco y mi sombra de luz gris.
Son días, los últimos, donde cada gesto me trae un recuerdo. Son días, los últimos, donde realizo una labor arqueológica cuando siento la quietud del tiempo o me quedo ensimismado mientras, ahí fuera, tras la ventana, la niebla en la mañana, el vuelo conjunto de Orfeo y Eurídice, la risa cansada de un niño, las campanadas, seis, siete, antes de que regrese este silencio extraño y hermoso y seductor, este silencio que es canto de sirenas, este silencio en el que es tan fácil abismarse y buscar y captar el mito. Rescato recuerdos, estos últimos días, les quito el polvo, entiendo que son reales pero no exactos, que aquella luz, aquella frase, aquel gesto no fueron como ahora me los encuentro, entre mis manos, después de desenterrarlos, que sólo me traen un boceto incompleto de una vida en sus primeros años. Y en ese rescatar, en ese escribir de estos días, donde la sombra de la parra sobre la cara de mi abuela o las manos de mi padre haciendo marcas a lápiz sobre la madera o las tormentas, homéricas, de verano, rasgo la barrera del tiempo y escribo la leyenda.
Me acerco a la ventana y me agacho. Dibujo un asterisco. Por aquel personaje de Vonnegut, detenido en mitad de la acera, sin saber cómo o dónde o qué. Como yo, en este instante.


***

Si el hombre posee alma, ésta debe residir en la piel.
Un poblado entre las dunas, un entomólogo aficionado que recoge insectos y queda atrapado en la casa dentro de la arena de una mujer araña, el fluir de los granos de arena y el aferrarse del ser humano, el tiempo tumefacto, encerrado, el mundo móvil de la arena, la sensualidad de la piel, la desnudez de una vida.


Esta imagen de la arena que fluye constituyó un indescriptible y excitante impacto en el hombre. La aridez de la arena no se debe, como generalmente se piensa, a la simple sequedad, sino que parece producirse como consecuencia de un incesante movimiento que la convierte en inhóspita para todo ser viviente. ¡Qué diferencia con la monótona y pesada manera de vivir de los humanos, que exige estás constantemente aferrado a algo!
Es cierto que la arena no es apta para la vida. No obstante, ¿es acaso indispensable la condición inmóvil para la existencia? ¿No es porque uno trata de aferrarse a una determinada condición por lo que surge esa desagradable competencia entre los hombres? Si uno abandonara esa posición fija para dejarse arrastrar por el movimiento de la arena, con seguridad la competencia cesaría. En realidad, en los desiertos florecen flores y viven insectos y otros animales. Estas criaturas fueron capaces de escapar de la competencia mediante su gran habilidad para adaptarse, como por ejemplo la familia de los escarabajos que encontró el hombre…
Mientras dibujaba en su mente el efecto del fluir de la arena, le ocurría a veces tener alucinaciones y pensaba que él mismo comenzaba a fluir.
Kobo Abe. La mujer de la arena. Traducción Kazuka Sakai. Círculo de lectores.

miércoles, 10 de junio de 2020

+14. Porter


La luz se afianza cada día y alarga los atardeceres y las sombras. Abro las puertas de los muelles para dejar entrar el aire templado del anochecer en el pabellón. Sobre los tejados de la ciudad, tonos anaranjados y púrpuras entre el azul oscuro en el inicio de la noche. Muevo carros y jaulas, mis manos sobre los objetos sin aquel miedo abisal de los primeros días, mientras, ahí fuera, tras las puertas abiertas de los muelles, se enciende, poco a poco, una ventana tras otra  y el temblor del metro al entrar en el túnel cercano y el temblor de las primeras estrellas y el temblor de mis recuerdos en este silencio, en esta soledad del pabellón vacío.

Había una luz solitaria entre los montes, allá lejos, en el tiempo de las luciérnagas en el camino, el cielo estrellado, limpio y gélido y el reflejo de nuestro sinuoso camino blanco entre las estrellas. Si te detenías un instante en la noche, podías sentir el movimiento del universo, el paso de alguna estrella fugaz en agosto, el crepitar de aquellas luces de miles de años. Las farolas, en las entradas de las casas, dibujaban telarañas, pequeñas galaxias y figuras geométricas hasta la última oscuridad en el horizonte una docena de bombillas y kilómetros de negrura hasta las siguientes luces en el valle y en la ladera de los montes. Aquella luz solitaria en el monte resplandecía por su soledad y misterio. Empezaba a extenderse el abandono a lo largo del camino blanco, aldeas de cuatro o cinco casas de piedra dejadas al paso del tiempo y las zarzas. Imaginaba un ermitaño en aquella luz del monte, un hombre doliente que exorcizaba sus pecados. Tenía, ya, el influjo de las novelas y el cine.
Instalaron un teléfono público en casa de mi tía i., encerrado en una pequeña cabina en la pared y con un contador de pasos al lado. El único teléfono de la zona. Sonaba el ruido metálico de la cancela de entrada, los nudillos contra la puerta y una voz educada preguntaba si podía llamar. O escuchábamos los timbrazos del teléfono, alguien preguntaba por la costurera o el nieto del carpintero y salíamos a su encuentro. Nos gustaba ser los recaderos, correr por el camino polvoriento, entrar en otras cocinas donde otras historias y otros crucifijos de madera, y llevar la razón, una expresión que sólo escuché en aquellas aldeas de mis padres, llevar la razón como Strogoff llevaba mensajes.
Recuerdo a la mujer. Tendría unos sesenta años. Venía por el camino blanco, a pie. Un vestido largo, unas medias de color crema, unos zapatos negros, un sombrero grande y un paraguas también negro en una tarde de agosto. Habló con mi tía antes de llamar por teléfono, aquel gallego cerrado de los mayores del que se me escapaban algunas palabras y expresiones, aquella dureza en los gestos, su mirada acostumbrada a la soledad. Era la primera vez que la veía, su cara sombreada con profundas arrugas de tierra. Mi tía le preguntó si no tenía miedo de los lobos, ella sola, allá arriba, en el monte, sin nadie a kilómetros a la redonda. Volvió a pie a su casa, en la cumbre del monte, el paraguas negro enfundado en la mano, el gesto aprehendido de sus ojos oscuros y sus labios apretados y el cansancio al hablar con mi tía y la sensación de que, dentro de su pecho, zarzas y maleza. Aquella noche, la luz solitaria fue una afirmación. 


(coda) Leo.



***

Tiene, estos tres relatos que forman Pálido caballo, pálido jinete, un aliento de tragedia griega. Están el destino implacable y el pasado que anega el presente y ahoga las vidas que empiezan e intentan decidir sus pasos, un pasado que tiene sus propios titanes y dioses, sus leyendas y mitos, sus plegarias e invocaciones contra las que luchar, está la otredad que nos muestra una realidad externa y abre caminos, está la tensión y la densidad por algo que está por ocurrir y que trastocará la vida de cada personaje por siempre, están los gestos que llevamos escondidos y desconocemos y cambian una vida, están las caras subterráneas del amor, la entrega, el odio, está la sombra de la muerte, siempre alrededor, con su respiración degradada.


Miranda no podía oír las historias a causa del ruido del motor, pero le parecía que las conocía bien, ésas u otras similares. Conocía demasiadas historias como ésas, quería algo nuevo y suyo. El lenguaje les era familiar, pero a ella no, ya no. Su padre había dicho que la casa estaba llena, estaría llena de primos y tíos, muchos de ellos desconocidos. ¿Habría algún primo joven, alguien con quien pudiese hablar de cosas que ambos conociesen? Sintió un vago disgusto ante la idea de ver a sus primos. Había demasiados y su sangre se revelaba contra los lazos de la sangre. Estaba harta de primos. No quería más vínculos con esta casa, iba a abandonarla, y tampoco regresaría con la familia de su marido. No tendría más lazos que la asfixiaran de amor y odio. Ahora sabía por qué había huido al matrimonio y ya sabía que iba a huir del matrimonio, y no iba a quedarse en ningún sitio ni con nadie que amenazase con prohibirle hacer sus propios descubrimientos, que le dijese «No». Esperaba que nadie hubiese ocupado su antigua habitación, le gustaría dormir allí una vez más, se despediría del lugar donde en otro tiempo le había encantado dormir, dormir y despertar y esperar a ser mayor, a empezar a vivir. Oh, ¿qué es la vida?, se preguntó con desesperada seriedad, con esas infantiles palabras sin respuesta, ¿y qué haré con ella? Es mío, pensó en una furia de celosa posesividad, ¿qué haré con ella? No sabía que se preguntaba esto porque toda su primera formación había sostenido que la vida era una sustancia, un material que utilizar, que tomaba forma, dirección y sentido sólo cuando el poseedor lo guiaba y lo trabajaba; vivir era un progreso de continuos y variados actos de la voluntad dirigidos hacia un fin determinado. Le habían asegurado que había fines buenos y malos, uno tenía que elegir. Pero ¿qué era bueno y qué era malo? Odio el amor, pensó, como si ésta fuese la respuesta, odio amar y ser amada, lo odio. Y su turbada y agitada mente recibió un fuerte alivio gracias a este súbito derrumbamiento de una vieja y dolorosa estructura de imágenes distorsionadas y conceptos erróneos. «No sabes nada acerca de eso», se dijo Miranda a sí misma, con extraordinaria claridad, como si fuese una persona mayor amonestando a otra más joven y descaminada. «Tienes que averiguarlo.» Pero nada en ella le impulsaba a decidir: «Ahora haré esto, seré aquello, iré allí, tomaré cierto camino para llegar a cierto objetivo». Primero hay que hacer preguntas, pensó, pero ¿quién las contestará? Nadie, o habrá demasiadas respuestas, ninguna de ellas correcta. ¿Cuál es la verdad?, se preguntó con tanta gravedad como si la pregunta no se hubiese hecho nunca. ¿La verdad, incluso acerca de la cosa más pequeña, menos importante que tengo que averiguar? ¿Y dónde empezaré a buscarla? Su mente se negaba tercamente a recordar, no el pasado sino la leyenda del pasado, el recuerdo del pasado que tenían otras personas, el que se había pasado la vida contemplando asombrada como un niño el espectáculo de la linterna mágica. Ah, pero queda mi propia vida por venir, pensó, mi propia vida ahora y luego. No quiero promesas, no tendré falsas esperanzas, no seré romántica respecto a mí misma, no puedo vivir en su mundo por más tiempo, se dijo, escuchando las voces detrás de ella. Que se cuenten sus historias entre ellos. Que continúen explicándose cómo sucedieron las cosas. No me importa. Por lo menos puedo saber la verdad acerca de lo que me ocurra a mí, se aseguró silenciosamente, haciéndose una promesa, en su esperanza, en su ignorancia.
Katherine Anne Porter. Pálido caballo, pálido jinete. Traducción Maribel de Juan. Círculo de lectores.

jueves, 28 de mayo de 2020

+01. Matheson

Vuelve a preguntar, nuestra amiga escritora, qué echamos de menos tras dieciséis días de confinamiento. Respondo: Hoy echo de menos el café con mi padre él, una cerveza sin alcohol, yo, un descafeinado para poder dormir después de comer y antes de ir al trabajo—. Tardamos quince minutos en llegar al bar. Mi padre se encuentra con sus compañeros de paseo, bromea con ellos, a veces siento que vuelven a ser niños en un patio de recreo. O saluda a quien pasa. Fue el cartero del pueblo. Recuerdo un día en autobús, camino de uno de sus especialistas, una mujer de cincuenta años lo reconoció y se emocionó al verlo. Me dijo que mi padre, hace años, cuando no había timbres en los portales, gritaba cartero a quien tenía cartas y que esa voz, ese gesto, se le había quedado prendido en la memoria de su infancia. Mi padre se sienta mientras pido en la barra y cojo el periódico. Ahora va con dos muletas, antes con una cachaba que él mismo se hizo cuando sus manos no temblaban y podía pasar los días en su mesa de carpintero. Me siento frente a él, da su primer sorbo, coloca el periódico por la contraportada y sonríe con la tira cómica y muda de Don Celes. De niño me describía esas tres viñetas de Don Celes, eterno metepatas, como si fuesen un cuento —y este recuerdo siempre va asociado, no sé porqué, a cuando le pedía que sacase bola y ponía mi mano pequeña en su bíceps y sentía una densidad de piedra—. Hay días donde mi padre deja abierto el periódico, se recuesta en la silla y recuerda —vuelve a pasar por su corazón— tiempos y rostros de entonces, romerías y comidas, cuando no temblaban sus manos y piernas, cuando no tenía la comida restringida. A veces le pregunto por la escuela en ruinas a la que acudía después de cavar en el monte, por las personas que le acompañan en sus fotos, por los días que su padre —papá, dice siempre— y él tardaron en hacer un armario, una cama, cualquiera de esos muebles que yo, años después, vi en otras casas. Hoy echo de menos esos gestos de antes de.

Leo.


***

Primero fueron las imágenes en blanco y negro de un hombre diminuto en una casa de muñecas, escondiéndose de un gato. Años más tarde, el libro de Matheson. Un centímetro cada cuatro días, es lo que mengua Scott Carey. Se sabe en una carrera hacia el cero, la nada matemática, una carrera donde se presentan aquellos mundos invisibles que habitan a nuestro alrededor, donde pasamos de dominadores a presas, y, al final, volvemos a ser exploradores y pioneros en aquellos submundos a los que no teníamos acceso. El hombre menguante, como La máquina del tiempo, es una de mis historias refugio, la reflexión sobre nuestra percepción de la realidad que nos rodea y la pregunta sobre lo invisible.


Como otra mañana cualquiera, sus párpados se alzaron. Sus ojos se abrieron. Permaneció un momento con la mirada perdida en el vacío y la mente todavía embotada por el sueño. Después se acordó de todo, y su corazón pareció dejar de latir.
Con un gruñido de asombro, se incorporó bruscamente y miró a su alrededor con incredulidad, mientras una sola palabra repiqueteaba en su cerebro:
«¿Dónde?»
Alzó los ojos hacia el cielo, pero no había cielo: sólo una gran extensión azul, como si el cielo se hubiera roto, extendido, comprimido y llenado de gigantescos agujeros, a través de los cuales penetraba la luz.
Su mirada incrédula y asombrada abarcó lentamente lo que le rodeaba. Parecía encontrarse en una vasta e interminable caverna. La caverna finalizaba a pocos metros de él y allí empezaba la luz. Se levantó apresuradamente y descubrió que estaba desnudo. ¿Dónde se hallaba la esponja?
Volvió a levantar los ojos hacia la gran cúpula azul. Ésta se extendía en la lejanía centenares de metros. Era el trozo de esponja que le había servido de abrigo.
Se sentó pesadamente y se examinó con detenimiento. Era el mismo. Se tocó. Sí, el mismo. Pero ¿cuánto había menguado durante la noche?
Recordó que la noche anterior estaba acostado sobre un lecho de hojas. Bajó la mirada. Se hallaba sentado en una vasta llanura de manchones amarillos y pardos. Grandes caminos salían de una gigantesca avenida y se perdían en la lejanía.
Estaba sentado encima de las hojas.
Meneó la cabeza con estupefacción.
¿Cómo podía ser menos que nada?
De repente, se le ocurrió una idea. La noche anterior había alzado la mirada hacia el universo exterior. Así pues, debía haber también un universo interior. Quizá varios.
Volvió a levantarse. ¿Cómo era posible que nunca se le hubiese ocurrido pensar en ello, en los mundos microscópicos y submicroscópicos? Siempre había sabido que existían. Sin embargo, nunca estableció la evidente relación. Siempre había pensado en términos del propio mundo del hombre, y de las propias dimensiones limitadas del hombre. Había hecho suposiciones acerca de la naturaleza. Porque el milímetro era un concepto humano, no un concepto de la naturaleza. Para el hombre, cero milímetros significaba «nada». El cero significaba la nada.
Pero para la naturaleza no existía el cero. La existencia se sucedía en interminables círculos. En aquel momento le pareció muy sencillo. Nunca desaparecería, porque en el universo la no existencia carecía de sentido.
Al principio se asustó. La idea de atravesar interminablemente los niveles de dimensión uno tras otro era extraña.
Después, pensó que si la naturaleza existía en niveles interminables, lo mismo debía suceder en el caso de la inteligencia.
Quizá no estuviera solo.
De repente echó a correr hacia la luz.
Y, cuando llegó, se quedó mirando el nuevo mundo, con sus intensas manchas de vegetación, sus centelleantes colinas, sus gigantescos árboles, su cielo de cambiantes matices, como si la luz solar se filtrara a través de distintas capas de cristal pastel.
Era un mundo fantástico.
Había mucho que hacer, y mucho en qué pensar. Su cerebro rebosaba de preguntas, ideas y —sí— renovada esperanza. Tenía que encontrar comida, agua, ropa, refugio. Y, lo que era más importante, vida. ¿Quién podía asegurarlo? Era posible, era muy posible que la encontrara allí.
Scott Carey corrió hacia su nuevo mundo, buscando.
Richard Matheson. El hombre menguante. Traducción María Teresa Segur. Círculo de lectores.

lunes, 26 de junio de 2017

Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn

Boggs se acercó a todo galope, en su caballo, lanzando gritos y alaridos como un piel roja y diciendo:
—¡Dejad vía libre! ¡Vengo en son de guerra y va a subir el precio de los ataúdes!
Estaba borracho y se tambaleaba en la silla; tenía más de cincuenta años y una cara muy colorada. Todo el mundo le gritaba, y se burlaba de él, y le soltaba impertinencias a las que él correspondía. Dijo que se cuidaría de ellos y les iría liquidando por riguroso turno, pero que en aquel momento no podía entretenerse porque había ido a la población a matar al viejo coronel Sherburn y su lema era: «Carne primero y, para rematar, comida de cuchara».
Me vio a mí y se acercó, y dijo:
—¿De dónde has venido tú, muchacho? ¿Estás listo para morir?
Después siguió adelante. Yo tenía miedo, pero un hombre dijo:
—No habla en serio. Siempre las gasta así cuando está borracho. Es el loco de mejor talante de todo Arkansas. Nunca ha hecho daño a nadie, ni borracho ni sereno.
Boggs se acercó montado en su caballo al establecimiento más grande de la población y agachó la cabeza para poder asomarse por debajo del toldo. Bramó:
—¡Sal a la calle, Sherburn! ¡Sal de ahí y ven a hacer frente al hombre que has estafado! ¡Tú eres el perro a quien vengo a buscar, y voy a encontrarte además!
Siguió diciéndole a Sherburn todo lo que se le ocurrió y toda la calle se llenó de gente que escuchaba, reía y hacía comentarios. Por último, un hombre de altivo aspecto, de unos cincuenta y cinco años, y, con mucho, el hombre mejor vestido de la población, por añadidura, salió del establecimiento, y la multitud se apartó a los dos lados para dejarle pasar.
Se dirigió a Boggs, muy sereno y muy despacio, y dijo:
—Estoy harto de esto, pero lo toleraré hasta la una en punto. Hasta la una en punto, óyeme bien: ni un minuto más. Como abras la boca contra mí, aunque no sea más que una vez, después de esa hora, no podrás viajar tan lejos que yo no te encuentre.
Después dio media vuelta y volvió a entrar. La gente se puso muy seria, nadie se movió y no hubo más risas. Boggs se fue insultando a Sherburn a pleno pulmón por toda la calle abajo. Al poco rato regresó y se paró delante del establecimiento sin cesar en sus insultos.
Algunos de los hombres se agruparon a su alrededor para intentar hacer que se callara, pero él se negó. Le dijeron que faltaban quince minutos aproximadamente para la una, y que por lo tanto tenía que irse a casa; debía marcharse. Pero de nada sirvió.
Juró con toda el alma y tiró su sombrero en el barro, lo hizo pisotear por su caballo y, poco después, volvió a bajar la calle como un rayo, con los cabellos grises ondeando al viento. Todos los que podían hacerlo intentaban convencerle de que se apeara del caballo, con la intención de encerrarle bajo llave hasta que se le pasara la borrachera. Pero todo era inútil; volvía a echar otra carrera calle arriba y se detenía para soltarle otra andanada de insultos a Sherburn. Por último alguien gritó:
—¡Buscad a su hija!… ¡Pronto! ¡Id a buscar a su hija! A veces le hace caso. Si hay alguien que pueda convencerle, es ella.
Y alguien se fue corriendo a buscarla. Yo anduve un poco por la calle y luego me detuve. Al cabo de cinco o diez minutos apareció Boggs otra vez, pero no a caballo. Iba tambaleándose por la calle en dirección a mí, con la cabeza descubierta, un amigo a cada lado cogiéndole del brazo y empujándole adelante.
Boggs callaba y parecía inquieto. No se hacía el remolón, sino que él mismo se apresuraba bastante. Alguien llamó:
—¡Boggs!
Pude ver que quien había hablado era el coronel Sherburn. Estaba completamente quieto en la calle, y tenía una pistola en la mano derecha; no apuntaba con ella, sino que la sostenía con el cañón hacia arriba. Al mismo tiempo vi a una muchacha joven que se acercaba corriendo, con dos hombres.
Los hombres y Boggs se volvieron a ver quién llamaba y, a la vista de la pistola, los hombres saltaron a un lado y el cañón del arma empezó a bajar lenta y firmemente hasta ponerse horizontal, con los dos gatillos amartillados. Boggs alzó los dos brazos y exclamó:
—¡Oh, Dios! ¡No dispares!
Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn. Traducción de José A. de Larrinaga. Círculo de lectores.