Boggs se acercó a todo galope, en su caballo, lanzando
gritos y alaridos como un piel roja y diciendo:
—¡Dejad vía libre! ¡Vengo en son de guerra y va a subir el
precio de los ataúdes!
Estaba borracho y se tambaleaba en la silla; tenía más de
cincuenta años y una cara muy colorada. Todo el mundo le gritaba, y se burlaba
de él, y le soltaba impertinencias a las que él correspondía. Dijo que se
cuidaría de ellos y les iría liquidando por riguroso turno, pero que en aquel
momento no podía entretenerse porque había ido a la población a matar al viejo
coronel Sherburn y su lema era: «Carne primero y, para rematar, comida de
cuchara».
Me vio a mí y se acercó, y dijo:
—¿De dónde has venido tú, muchacho? ¿Estás listo para morir?
Después siguió adelante. Yo tenía miedo, pero un hombre
dijo:
—No habla en serio. Siempre las gasta así cuando está
borracho. Es el loco de mejor talante de todo Arkansas. Nunca ha hecho daño a
nadie, ni borracho ni sereno.
Boggs se acercó montado en su caballo al establecimiento más
grande de la población y agachó la cabeza para poder asomarse por debajo del
toldo. Bramó:
—¡Sal a la calle, Sherburn! ¡Sal de ahí y ven a hacer frente
al hombre que has estafado! ¡Tú eres el perro a quien vengo a buscar, y voy a
encontrarte además!
Siguió diciéndole a Sherburn todo lo que se le ocurrió y
toda la calle se llenó de gente que escuchaba, reía y hacía comentarios. Por
último, un hombre de altivo aspecto, de unos cincuenta y cinco años, y, con
mucho, el hombre mejor vestido de la población, por añadidura, salió del
establecimiento, y la multitud se apartó a los dos lados para dejarle pasar.
Se dirigió a Boggs, muy sereno y muy despacio, y dijo:
—Estoy harto de esto, pero lo toleraré hasta la una en
punto. Hasta la una en punto, óyeme bien: ni un minuto más. Como abras la boca
contra mí, aunque no sea más que una vez, después de esa hora, no podrás viajar
tan lejos que yo no te encuentre.
Después dio media vuelta y volvió a entrar. La gente se puso
muy seria, nadie se movió y no hubo más risas. Boggs se fue insultando a
Sherburn a pleno pulmón por toda la calle abajo. Al poco rato regresó y se paró
delante del establecimiento sin cesar en sus insultos.
Algunos de los hombres se agruparon a su alrededor para
intentar hacer que se callara, pero él se negó. Le dijeron que faltaban quince
minutos aproximadamente para la una, y que por lo tanto tenía que irse a casa;
debía marcharse. Pero de nada sirvió.
Juró con toda el alma y tiró su sombrero en el barro, lo
hizo pisotear por su caballo y, poco después, volvió a bajar la calle como un
rayo, con los cabellos grises ondeando al viento. Todos los que podían hacerlo
intentaban convencerle de que se apeara del caballo, con la intención de encerrarle
bajo llave hasta que se le pasara la borrachera. Pero todo era inútil; volvía a
echar otra carrera calle arriba y se detenía para soltarle otra andanada de
insultos a Sherburn. Por último alguien gritó:
—¡Buscad a su hija!… ¡Pronto! ¡Id a buscar a su hija! A
veces le hace caso. Si hay alguien que pueda convencerle, es ella.
Y alguien se fue corriendo a buscarla. Yo anduve un poco por
la calle y luego me detuve. Al cabo de cinco o diez minutos apareció Boggs otra
vez, pero no a caballo. Iba tambaleándose por la calle en dirección a mí, con
la cabeza descubierta, un amigo a cada lado cogiéndole del brazo y empujándole
adelante.
Boggs callaba y parecía inquieto. No se hacía el remolón,
sino que él mismo se apresuraba bastante. Alguien llamó:
—¡Boggs!
Pude ver que quien había hablado era el coronel Sherburn.
Estaba completamente quieto en la calle, y tenía una pistola en la mano
derecha; no apuntaba con ella, sino que la sostenía con el cañón hacia arriba.
Al mismo tiempo vi a una muchacha joven que se acercaba corriendo, con dos
hombres.
Los hombres y Boggs se volvieron a ver quién llamaba y, a la
vista de la pistola, los hombres saltaron a un lado y el cañón del arma empezó
a bajar lenta y firmemente hasta ponerse horizontal, con los dos gatillos
amartillados. Boggs alzó los dos brazos y exclamó:
—¡Oh, Dios! ¡No dispares!
Mark Twain Las
aventuras de Huckleberry Finn. Traducción de José A. de Larrinaga. Círculo de
lectores.
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