Empezó con pequeños olvidos, alguna palabra que no acaba de
recordar, la confusión en el nombre de las calles, las compras que se quedaban
a la mitad. En los primeros días me miraba traviesa, como una niña cogida en
renuncio, se divertía con sus despistes y describía a aquellos días como sus
días misterbean. Luego, me cogía de
la mano para no sentirse perdida o se quedaba quieta en mitad del pasillo, la
mirada sorprendida, ella que parecía sumida en las tinieblas y pedía ayuda, un
faro, un camino de vuelta. Una vez pusimos un nombre a sus olvidos sacamos nuestros
recuerdos de los armarios y las cajas. Superponíamos cartas, fotografías, collages, postales, tapas de libros, mapas
y cuadernos en las paredes, una vida en exposición. Bajo una fotografía suya de
aquellos días donde hicimos el camino al fin del mundo había una postal de
nuestra hija con su letra infantil y un puñado de hojas secas de cuando
recogíamos piedras y hojas y flores para crear nuestros amuletos y rituales. Cada
día repasábamos una parte de la casa, nuestros primeros viajes, los mapas con
cruces a bolígrafo, los cuadros comprados en la calle, las viejas cartas de
Tarot que hablaban de buenas energías o de algo que estaba por empezar. Ella se
despedía de su vida, yo me despedía de nosotros. Nos mirábamos y sabíamos que
nuestro pasado empequeñecía. Nuestro pasado y ella. Llegaron los días del
terror y la confusión, su vida plegada en miles de dobleces, los tiempos y las
caras desajustados, los silencios como única conversación. Veía cómo su cuerpo
menguaba poco a poco y su mirada perdía la calidez de las emociones. Una vez me
confundió con nuestra hija. Me abrazó y me susurró un cuento para dormir y me
habló de dioses convertidos en rocas, dioses tumbados en la costa norte, sus
pies que sobresalían en el mar y la cara pétrea que observaba el cielo,
esperando el momento de volver a la vida y tomar aquella tierra de nuevo, me
dijo que no tuviese miedo de esos dioses, de su silencio ciego, que ellos y yo
éramos parte del universo y que ese universo nos enviaba señales, sólo que a
veces no sabíamos cómo interpretarlas. Ella me susurraba y yo le agarraba la
mano con fuerza, creía que así la retendría en mi presente. O se despertaba de
noche llorando porque volvía a ser niña y tenía miedo a la muerte, no a su
muerte, sino a la mía, decía que no quería verme morir, tampoco a mamá o los
abuelos. Su voz pura y triste se parecía
a la de nuestra hija cuando tuvo el mismo miedo, hace ya medio siglo. Volví a
ser el padre de una niña aterrorizada, y le conté lo mismo que a ella, que yo
tardaría muchos años en morir, que la muerte formaba parte de la vida, que no
era un final sino un inicio, le hablé del pueblo de mi padre, la costumbre de
plantar un árbol por cada nacimiento y cómo, con los años y el abandono,
aquellos árboles pasaron de celebrar la vida a recordar ausencias y muerte y,
si te sentabas bajo su sombra, los muertos nos hablaban a través de ellos en
los días de viento, porque el viento y los árboles conformaban su lenguaje. Y
como a nuestra hija, le prometí que iríamos a la casa de mi padre a plantar un
árbol, un carballo que crecería a la par que ella y que le serviría como
mediador entre los vivos y los muertos. Su mirada se apaciguó, quería ser árbol
y aprender el lenguaje del viento. Iremos en tren, me dijo, y yo asentí. Y en
el tren reía con el traqueteo o se sorprendía con una luz solitaria en el
horizonte o con alguien que nos saludaba al vernos pasar en mitad del
atardecer. O se agazapaba y se quedaba inmóvil. La guié por el pueblo de casas
de piedra y tejas de pizarra. Acariciaba la palma de su mano con mi dedo
índice, aquel gesto de nuestros primeros días, y ella a veces asentía y a veces
miraba las casas y a mí extrañada. Nos sentamos bajo el carballo que planté años
atrás para mitigar el miedo de una niña de cinco años. Pensé en lo que me
dijeron con la primera muerte, que el dolor purifica. Veía las ramas desnudas
del carballo y los restos de nuestras iniciales grabadas en el tronco, veía a
mi mujer retraída en un lugar inaccesible. El dolor no purifica, el dolor
arrasa y deja un vacío que se agranda cada día, el dolor permanece y aprendes a
convivir con él. Allí, bajo el carballo, los dos en silencio, escuchamos la voz
de nuestra hija en el viento y las ramas.
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