Viven bajo tierra. Como aquellos bichos, los pichiciegos.
En un refugio/madriguera. Durante el día se cuentan historias protagonizadas
por judíos. Hablan de Gardel. De culear. De los milicos y los montoneros. Y
recuerdan su vida fuera de Las Malvinas. Sienten las bombas que tiran los
aviones sobre la tierra, la guerra desencadenada en la superficie. De noche
buscan provisiones. Hacen intercambios con los ingleses o los argentinos. Se
esconden tras las rocas para que no les peguen un tiro y se cagan de frío. Ven
descender los aviones y las trayectorias extrañas de los misiles. No quieren
ser un soldado helado (un muerto). Ni acarrear fríos (heridos). Regresan al
calor del refugio y esperan. Su comunidad se divide entre los Reyes Magos, aquellos
que construyeron la madriguera y se escondieron en ella para no participar en
la guerra, los almaceneros, que apuntan y distribuyen los víveres, cigarros,
alcohol, comida, los que salen en misiones nocturnas para abastecerse, los que
callan y duermen porque se saben prescindibles. Son los pichis. Son jóvenes,
soldados, desertores. Y tienen miedo.
Fogwill escribe sobre un puñado de soldados argentinos y
la guerra de las Malvinas sin necesidad de escenas de combates ni parlamentos
antibelicistas. Muestra a un grupo de desertores, su madriguera, su espera al
final de la guerra, muchachos rosarinos, cordobeses, tucumanos embarcados en
una guerra que les es ajena, su miedo a ser descubiertos, a morir, sus días
bajo tierra y las noches a la intemperie en busca de víveres en una isla
fantasmal donde sólo parecen quedar ovejas, hablan de la situación argentina,
los militares en el poder, los aviones sobre el mar y los hombres y mujeres
lanzados al mar desde miles de pies de altura, ven la guerra desde otro lugar,
el sonido de los aviones y misiles, las explosiones lejanas, los días finales
de largas colas de soldados rendidos. Forman una pequeña comunidad fuera de la
guerra y apartados de la vida, sólo les quedan la espera y el final.
Y mientras esperan, es miedo lo que sienten los soldados.
Miedo a una bala, algo tangible y momentáneo, y miedo al mismo miedo, algo que
no se separa de la piel, que condiciona cada instante de la vida de los pichis
y hace salir el instinto de cada uno a la superficie, acumular cosas, ser más
inteligentes o más cautos, hacerse invisibles. Los pichiciegos es ese miedo constante, es la angustia del momento,
es la claustrofobia del encierro, es saberse en suspenso y sentir dentro del
pecho ansiedad por una bala perdida, una misión de abastecimiento fallida, ser
expulsados del refugio al día y la intemperie. Y en ese miedo visiones de
monjas entre nubes.
El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo —a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida—, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo, natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargado de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traes aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entró en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ése que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener más miedo, es miedo doble: uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse el gusto de sentir un alivio cuando ese miedo chico —a un bombardeo, a una patrulla— pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.
Los pichiciegos
queda como una novela extraña y atrayente, un acercamiento subterráneo a la
guerra de Las Malvinas y a un puñado de muchachos que deciden no tomar parte de
ella. Y alrededor de esa decisión, la política argentina, la vida que han
dejado atrás los soldados y el destino que les espera.
Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas
los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se
acostumbraron a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera
blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían herido o
fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie. A ésos
los llevaban a la enfermería, y si había jeeps y gente apta los llevaban
después a la enfermería de la pajarera, donde bajaban los aviones a buscar más
heridos y a traer refuerzos de gente, remedios y lujos para los oficiales. Para
llegar hasta la pajarera había que cruzar el campo donde siempre pegaban los
cohetes: se veía desde lejos un avión solitario que parecía quedarse quieto en
el aire, después se lo veía girar y volverse para el lado del norte, y
enseguida llegaban uno o dos cohetes que había disparado. Pegaban en el campo
echando humo, hacían una pelota de fuego y después una explosión que trepidaba
todo y el aire se enturbiaba con un ácido que ardía en la cara. ¿Quién iba a
querer cruzar el campo para llevar heridos? La explosión repercute adentro, en
los pulmones, en el vientre; hasta pasado mucho tiempo sigue sintiéndose un
dolor en los músculos que se torcieron adentro por el ruido, por la explosión.
Cruzar el campo a pie da miedo, porque se sabe que allí
pegan los cohetes y se arrastran por el suelo —todo quemado— como buscando
algo. Los que andan por ahí están siempre temiendo y se les notan los ojitos
vigilando a los lados. Muchos se vuelven locos. Un cohete explotó a un jeep:
cuentan que cada uno de esos cohetes británicos les cuesta a ellos treinta
veces más caro que los mejores jeeps británicos.
( … )
Los Reyes no rezaban, nadie rezaba. Casi nadie creía en
Dios. Él dudaba: Viterbo decía no creer. El Turco seguro que no creía en nada y
el Ingeniero, que era hijo de evangelistas, decía creer cuando sentía miedo;
después no.
Y entre los pichis, nadie rezaba. Aunque: ¿quién puede
descartar que cuando se iban a dormir y se acostaban callados, pensaban y rezaban
para adentro?
Nadie lo puede descartar. ¿Verdad? Los Magos decían que
Pugliese se estaba volviendo loco porque una noche, volviendo con Acosta de un
viaje a la Intendencia, contaron que mientras esperaban la oscuridad para
entrar al tobogán sin delatar el sitio donde lo habían disimulado, cuando
estaban todavía enterrados en la sierra, habían sentido voces de mujeres. Que
no eran malvineras, dijo Acosta, y que hablaban casi como argentinas, con
acento francés. Él no las vio, las escuchó. Pero Pugliese dijo que él corrió a
verlas, que se desenterró de la arenilla para verlas porque sintió que estaban
cerca, y se asomó entre las piedras y vio dos monjas, vestidas así nomás de
monjas, en el frío, repartiendo papeles en medio de las ovejas que les caminaban
alrededor.
El Turco dijo que Pugliese se estaba volviendo loco. Los
otros dijeron que eran visiones que se les producían por el cansancio. Acosta,
que había estado en las piedras al lado de Pugliese, dijo que podía ser, pero
que él había oído a las mujeres hablar y a las ovejas balar y que lo que se oye
no es una visión, y que después sí vio a Pugliese acercarse haciendo un ruido
con los dientes que le dio miedo; más miedo del que siempre llevaba.
Los Magos convencieron a todos de que Pugliese estaba
medio loco. Muchos se vuelven locos. El Turco los puteaba porque con la
historia de las monjas habían perdido no sé qué paquetito que les mandaban los
de Intendencia:
—Lentos y mentirosos. ¡Y para colmo boludos y ahora
locos! —recriminaba el Turco.
Pero la noche siguiente, después de la comida, llegó
Viterbo con García. Habían salido a campear un cordero.
De vuelta en el calor, tomando media botella de Tres
Plumas, todavía temblaban.
Miraban a Pugliese. Lo miraban al Turco. Miraban a los
otros y hablaban muy bajito. Contaba Viterbo:
—Las vi yo, las vio él. Hablaban. Así, como dijo Pugliese
la otra noche. Dos monjas. ¡Hacía diez grados bajo cero, al menos! Le hablaron
a él, a García.
El estudiante quería interrumpir, castañeteaba, hacía que
sí con la cabeza y trataba de dibujar con las manos una monja en el aire.
—¿Qué eran?
—Eran monjas. ¡Las vimos! —tartamudeaba Viterbo—.
Hablaban. Había corderos con ellas: las seguían.
—¿Y por qué no agarraste uno? —jodió alguien.
—Aparecieron de repente, del aire, de esa neblinita que
flota arriba del suelo cuando se para el viento, nacieron.
Rodolfo Enrique Fogwill. Los pichiciegos. Editorial
Periférica.
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