Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 31 de mayo de 2020

+04. Olds


Siento frío dentro del cuerpo. Hace unos minutos de la primera luz en mañana. El cielo está despejado es un cielo alto y azul de inicio de primavera—. Hay pocas ventanas iluminadas. Orfeo y Eurídice cantan cerca el uno del otro. Y, esta vez, veo los brotes verdes abriéndose paso en las ramas de los árboles anteayer desnudos. Con el viento, la ropa de los colgadores junto al puente me recuerda a banderas —algo nuevo que emerge de lo invisible, las sábanas blancas, la ropa tendida, la silueta lejana de quien cuelga la colada—. Aún queda una hora para que se apaguen las farolas, cuando el sol sobre la cumbre de los montes y las sombras alargándose en el vacío. Siento frío dentro del cuerpo. Y desidia. Y rabia. Y mi respiración se acelera. Me centro en las sombras —nuestras huellas en el universo, pienso—, en el acontecer de la luz, en mi desorientación de los últimos días, cuando al despertar no sé si mañana o tarde, si viernes o domingo. Intento entrar en calor, tranquilizar mi respiración, iniciar una chispa que me mueva, evitar la tristeza y la ansiedad con la lectura. En el sofá, frente a las dos ventanas alargadas de la habitación, tumbado con un libro nuevo en mi pecho, veo lo absurdo de mis gestos. Entonces, me permito estar triste, me permito sentir la opresión de estas paredes —que enmarcan un espacio vacío, un corazón hambriento—, me permito la rabia y la desidia y la desorientación.

(coda) Veo un haz de luz amarilla en la esquina junto a las ventanas. Y entro en él.

Leo.

***

Recuerdo Las monarcas en la voz de e.f., el énfasis y las pausas y su respiración entrecortada que daba sentido a cada palabra de aquel poema mítico. Fue entonces, en esa voz abarcadora, donde me inicié en el mundo de Sharon Olds, donde la relación con el padre, dura, cruel, una lucha, donde el sexo que vertebra cada gesto nuestro, donde el ajuste de cuentas con los propios recuerdos, donde el amor hacia los hijos, donde todos los desvíos en el camino. Elijo, entre sus poemarios, Los muertos y los vivos, y elijo tres poemas al azar. Porque cualquier poemario, cualquier poema de Olds.


El gremio

Todas las noches, cuando mi abuelo se sentaba
frente al fuego en la penumbra,
flameante la copa en la mano, su ojo
brillando en la vana aureola
de la llama,
el ojo de cristal siniestro y pétreo,
un joven se sentaba junto a él
en silencio y oscuridad, un universitario de
piel blanca, sin arrugas, una bella
cara enjuta, una frente
muy pronunciada y ojos de ámbar como la resina de
los árboles aún jóvenes para ser cortadas.
Era su hijo, allí sentado, un aprendiz,
noche tras noche, su vaso de carbón
junto al vaso de carbón del anciano,
y bebía cuando él bebía, y aprendió
el arte del olvido ese joven
todavía sin crueldad, el pelo oscuro como
la tierra que alimenta la raíz del árbol,
ese hijo que superaría
con creces al maestro, el aprendiz
que dejaría atrás a su patrón en crueldad y olvido,
bebiendo sin pausa junto a las llamas entre las tinieblas,
ese joven, mi padre.

*

El marginado

Me adelanta en la calle, el pelo
apelmazado, la piel macerada de mugre,
murmurando, el traje manchado y acartonado —
y sin embargo es tan joven, su barba rubia como
símbolo de belleza y poder. Pero sus manos,
sorprendentemente lisas, como sin nervios, cuelgan
aleteando ligeramente al caminar, como las manos de
alguien que ha tenido la polio, manos
que ya no puede usar. Huelo la podredumbre de su
orina, veo el lingote de su barba,
y pienso en mi hermano pequeño, su belleza,
en la aleación y en el voltaje de su barba, la vida
que no está aprovechando, como ese violinista a quien
se le han destrozado las manos para que no pueda tocar —
yo presencié el aplastamiento de sus manos
y contribuí a aplastarlas.

*

Preadolescente en primavera

A través de la puerta de cristal, tan fina como leve escarcha en el estanque
mi hija me llama.
Está chupando un hielo, hay una taza con cubitos
a su lado que brillan y se van separando.
El sol se refleja en su pelo oscuro como la
tierra compacta de un pinar,
el olor de la resina reciente asciende como el
olor a sexo. Salta desde el porche y
corre por la hierba, sus nalgas como un albaricoque
aún sin madurar. Regresa, el pelo
humeante, la cara fresca y límpida,
piel así de viva, con el blanco translúcido de la
vaina del algodoncillo. Pesca
con la lengua otro cubito de la taza.
A nuestro alrededor las briznas aplastadas de los bulbos
brotan desde dentro de la tierra.
Sobre nosotras los capullos se abren. Yo me aferro
a esta niña que está a mi lado, y ella
apoya su cuerpo en mí, su peso,
sus capas aún plegadas, su fragancia sólo
a medio liberar, pero el hielo ahora rápidamente
se derrite en su boca.
Sharon Olds. Los muertos y los vivos. Traducción Juan José Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas. Bartleby editores.

sábado, 30 de mayo de 2020

+03. Piasecki

Medía siete milímetros cuando lo encontramos. A Sísifo. Estaba entre las hojas de espinaca que e. lavaba bajo el agua fría del grifo, un punto negro que apenas se diferenciaba de la tierra oscura en las hojas. Lo cogí y miré de cerca la espiral de su concha, el camino de una galaxia frágil y pequeña en su caparazón. Se pegó
a la yema de mi dedo índice. Y ahí, en ese gesto, me sentí un dios extraño capaz de decidir el destino de una criatura microscópica, de elegir entre la vida y la muerte. Elegí, creo, vida. Construí un primer hábitat en una maceta con tierra negra, unas hojas de espinaca, unas conchas vacías a modo de cuencos de agua, un par de piedras y una minúscula rama como montes y árboles por escalar. Cerré ese mundo artificial con un cielo de plástico. Cada día abría ese cielo transparente y observaba la criatura de siete milímetros replegada dentro de sí, dejaba caer unas gotas de agua a través de mis dedos a modo de lluvia sobre su caparazón y esperaba. Sísifo se desplegaba manso y yo perdía la noción del tiempo siguiendo su lentitud al desplazarse por la tierra. Si llegaba al borde de la maceta, si hacía el gesto de salirse de ese paraíso artificial que yo creé, lo cogía con delicadeza por el caparazón y lo devolvía a una de las piedras. Su carga, la cumbre, volver al inicio. De ahí Sísifo.
De niño hacía carreras con los caracoles que atrapaba en el garaje de mi tío mi tío tenía una mesa de carpintero donde arreglar angazos y horcas y afilar las cuchillas de las hoces en una rueda esmeril de la que saltaban estrellas fugaces. En aquel garaje, además de los caracoles, estaba el vuelo de las golondrinas a ras del techo. Ponía a los caracoles en línea y observaba sus movimientos sobre la pared. No importaba el tiempo. Como hoy, cuando Sísifo en mi brazo o en el dorso de mi mano y no hay tiempo mientras observo la espiral en su caparazón creciente. Me pregunto si será consciente de mi existencia o seré tan grande en comparación con su diminuto cuerpo que no puede verme. Es cuestión de escalas, pienso. Todos los mundos dentro de éste que nos son invisibles. Por demasiado pequeños. Por gigantes.
Hoy estamos confinados. Sísifo y yo. Él en su maceta bajo un cielo de plástico. Yo entre sombras sobre paredes blancas. El mundo, ahí fuera, sigue su curso. La hierba crece sin nadie que la siegue, cercando bancos y parques de juego, las hojas brotan de los árboles invernales y la ladera del monte pasa del gris y el vacío al verde y los huecos colmados y el vuelo de los patos a dos metros de la acera y los gritos de las gaviotas cuando se refugian en el río de las tormentas en la costa y el titilar de luciérnaga en las primeras horas de la noche. El mundo, aquí dentro, una ficción hermética.

Leo.


***

Son los espacios abiertos los que dominan la novela de Piasecki, la tierra a ambos lados de la frontera donde hacer contrabando y luchar contra soldados y policías y tormentas de nieve y la luz blanca de la luna que marca a los contrabandistas en la oscuridad. Es la aventura por el placer de la aventura, es la celebración de la vida y la muerte, el encuentro con fantasmas en la noche y mujeres indómitas y viejas rencillas y odios y bailes donde mostrar la propia fuerza y sensualidad. Es la libertad bajo el titilar de las estrellas, tan diferente a la rapidez y embotamiento de la ciudad donde el matute se pasa legalmente y buscar la Osa Mayor en los momentos de amenaza o de calma, la belleza de un camino abierto, de un espacio abierto.


Cuando reanudamos la marcha después de que el Elergante cayera herido, yo, sobrecargado de peso, caminaba con dificultad, haciendo lo imposible por no perder de vista la mancha gris de la portadera del Lord que, de repente, me pareció una losa sepulcral con sus inevitables inscripciones: el nombre, el apellido, la fecha de nacimiento y la de defunción. Mi imaginación incluso me hizo ver en aquella losa algunas palabras y el signo de la cruz. Pensaba: «Vagamos a oscuras trajinando losas sepulcrales. ¡Y yo llevo dos!» ¡Qué difícil y peligroso es el trabajo del contrabandista! Pero sentía que me costaría mucho abandonarlo. Tenía para mí la fuerza seductora de la cocaína… Me tientan nuestros misteriosos viajes nocturnos. Me resulta atractiva esta guerra de nervios y el juego con la muerte y el peligro. Me gustan los retornos a casa tras expediciones lejanas y arduas. Y después: el vodka, los cantos, el acordeón, las caras alegres de los muchachos y de las mozas… que nos quieren por nuestro dinero, por nuestra audacia, por nuestra alegría, porque no va el parrandeo y no ambicionamos riquezas… No leemos ni una línea. La política no nos interesa en absoluto. Hace meses que no he visto un periódico. Todos nuestros pensamientos se concentran en torno a un solo tema: la frontera; mientras que nuestros sentimientos giran, según el gusto y el talante de cada uno, alrededor del vodka, de la música, de los juegos de azar o de las mujeres.
Sergiusz Piasecki. El enamorado de la Osa Mayor. Traducción Jerzy Sławomirski y Anna Rubió. Acantilado.

viernes, 29 de mayo de 2020

+02. Vaughn

Me despierto de madrugada. Apenas he dormido cuatro horas. Por un instante me siento expulsado a este mundo de otro donde caminaba por las calles de una ciudad desconocida y multitudinaria. Entraba en bares y tiendas, irrumpía en la corriente de hombres y mujeres que sabían dónde ir, buscaba el campanario de una iglesia como referencia para volver al punto de partida. Y el punto de partida era esta habitación, la luz de las farolas entre las rendijas de la persiana, la respiración profunda y tranquila de e., el confinamiento. Me levanto en silencio y leo sobre contrabandistas, fronteras y cielos abiertos. Hay otras ventanas iluminadas, ahí fuera. Y Orfeo canta en un árbol cercano. Me pregunto si será Eurídice quien responde a lo lejos. Paso dos horas en bosques, tormentas, zanjas y caminos nevados, el aura de leyenda sobre la vida de un contrabandista que reniega de los tejemanejes de la ciudad. Hace días que consigo concentrarme y entender aquello que leo. Cierro el libro y la noche se despliega de nuevo ante mí. Es entonces, mientras me preparo el primer café del día, un café cargado y amargo, que recuerdo cómo medía el tiempo en el hospital cuando mi padre a través del goteo del suero, del cambio en una vía, de un pinchazo, del cambio de sábanas, de la toma de medicamentos—, es entonces cuando pienso en la lucha en las ucis mientras leía historias de frontera en la madrugada.

Me echo las cartas para los dos próximos meses. Aparece el diablo, luego el ahorcado. Intento concentrarme en la siguiente tirada. Para mejorarla. La emperatriz y el ermitaño. No sé leer el tarot, tan solo que las cartas hablan de energías y fuerzas ocultas, que muestran una emoción soterrada más que anticipar mi futuro. Les doy un sentido a los nombres y los dibujos en las cartas. Y el sentido que le doy a la tirada es el de una tensión subterránea y una espera, una presencia sabia y salvadora y un cobijarse en el silencio. Le pregunto a e. qué puede significar mi tirada. Acaba de terminar su té. Una fuerza velada que se volverá física, real. Un embarazo, dice. Sonrío. Por el significado que ella quiere darle a esas cuatro cartas.
Despido a e. en la puerta. Le digo cuánto la quiero. Le digo que se cuide. Le digo garrote, nuestra palabra tótem. Me siento junto a la ventana. Sólo la parcela de cielo sobre el monte está despejada. Llueve mientras amanece un falso sol. Veo el reflejo del cielo cobrizo en el suelo mojado y sigo las gotas de lluvia en los charcos. Ahí, en las ondas sobre los charcos, si quisiera, podría encontrar un significado, darle un sentido a la lluvia. Si cae del cielo, hogar de dioses, me digo.

Pongo la radio. Escucho las historias de quien ha perdido a una madre o a un padre en la pandemia y quieren recordarlo, de una mujer mayor que se maquilla y se viste con ropa elegante para hablar por videoconferencia con su marido, de una médica que entrega docenas de cartas a los pacientes y se emociona al hablar de una niña de ocho años que escribe sobre su vestido de comunión a un enfermo de coronavirus. Esto sí, me digo. No curvas, no porcentajes, no estadísticas. Historias. Recuerdos. Vidas reales.

Leo.


***

Alfa, Bravo, Charlie, Delta tiene una estructura circular y una cadencia propia. Por un lado los relatos protagonizados por Gemma Jackson donde recuerda su vida en las bases militares donde fue enviado su padre, por otro, las historias protagonizadas por mujeres adultas que se cuestionan sobre sus relaciones con los hombres. Hay una imagen que se repite en varios relatos de Stephanie Vaughn: la nieve, el hielo y el frío que congela ríos (y, casi, las cataratas del Niágara), paisajes gélidos por donde se mueven un puñado de personajes ante un instante en apariencia rutinario pero que enmascara un momento crucial en un intento de mantener un orden en su vida; personajes que hacen algo inesperado como cruzar un río congelado y desaparecer en la oscuridad de la noche tras abandonar el ejército o salir cuando los niños duermen para hacer un ángel de nieve que libere las tensiones de una vida familiar anodina, el frío que clarifica y enmudece su rabia y los contiene y aquieta.


Mi padre se sirvió una copa y se reclinó para contarnos una historia. La primera vez que jugó a aquel juego era un soldado y estaba a bordo de un barco con destino a Inglaterra. El barco formaba parte de uno de los mayores convoyes que cruzaron el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial. El mar estaba agitado, los submarinos alemanes se encontraban cerca, algunos hombres se habían mareado y todos tenían los nervios a flor de piel. Los soldados se pusieron a jugar y estuvieron jugando la misma partida de las preguntas durante dos días. «El resplandor rojo de un cohete» era la respuesta que estuvieron buscando y mi padre, el que la había pensado.
Aquella anécdota resultó lo más parecido a una historia de guerra que nos contó mi padre en toda su vida. Fue de Inglaterra a la playa de Normandía y, más adelante, a la batalla de las Ardenas. Sin embargo, siempre que recordaba la guerra nos hablaba de hombres valientes y llenos de vida que no habían sufrido ningún ataque todavía. Cuando terminó de hablar, mi padre miró el vaso de whisky como lo habría mirado un bebedor empedernido: como si contuviese una profecía.
Stephanie Vaughn. Alfa, Bravo, Charlie, Delta. Traducción Ana Crespo. Sajalín editores.