Hay horas de silencio y hastío donde nada arraiga. Sentado
en mi butaca roja, con un libro en el regazo, la mirada perdida en la pared en
penumbra, sólo llega la confusión de
esta semana de confinamiento. El tiempo se ha roto y el espacio achicado en una
masa uniforme y estática que no sé cómo atravesar. Acaban de anunciarnos quince
días más de aislamiento, algo que presuponíamos por las cifras de
hospitalizados y muertos. Los rostros de la tele, petrificados y secos, usan
un lenguaje bélico. Estamos en guerra,
dicen. Nosotros, los ciudadanos, tenemos una misión: quedarnos en casa, dicen.
Somos soldados en esta batalla contra lo invisible, dicen. Venceremos, dicen,
imitando a Churchill, porque no hay palabras propias, porque ya todas las
palabras han sido pronunciadas, porque cada casa una trinchera, pienso. Mi
abuelo me sentaba en la cocina para recordar su guerra. Aquellas cocinas
gallegas que ejercían de hoguera en la noche, un punto de reunión donde comer y
evocar las capas de tiempo que llevamos dentro. Aquella guerra que sigue entre
nosotros, una frontera que nos divide y opone. Mi abuelo hablaba de una
emboscada y una herida y un hospital de campaña, no recuerdo si su voz era
orgullo o tristeza, si nostalgia o pasión. Desenredaba sus historias poco a
poco, con una voz que ya no recuerdo, que ya no me alcanza, y en sus palabras
las explosiones de granadas —sé,
hoy, que recordar es vivir en el mito, es vivir en la inexactitud—. De niño captaba otras
palabras y otros recuerdos en las conversaciones entre los adultos, las muertes
de niños por la miseria y el hambre de la posguerra, el trabajo duro cavando en
el monte o las horas en las cocinas y cuartos de costura desde la niñez,
también la ilusión por los días navideños, unas zocas de regalo y unas galletas
de postre: la luz entre la sombra. Somos soldados, dicen los rostros de la tele.
Y en las memorias de los soldados, siempre, cómo gestionar el miedo.
Recuerdo el libro en mi regazo. Intento avanzar por sus
páginas donde insectos y universos y dioses en el firmamento. Me doy por
vencido. Pero me quedo junto a la ventana abierta. Porque es escuchar las
esporádicas risas de los niños, las campanadas de la iglesia y el trino de los
pájaros que ahora están siempre en primer plano, porque hay chicas que cantan
con micrófono al otro lado del río y vecinos que charlan indolentes en los balcones,
por el rumor del viento y el aleteo de las hojas de los árboles, por los nuevos
ruidos: alguien hace cuerda en el edificio y me lleva a las películas de
boxeadores de mi infancia. Es la vida hacia fuera. Dejamos registrado cada
gesto, cada imagen, cada palabra, desde hace unos años, las generaciones
futuras no necesitarán indagar en el pasado de sus ancestros, un simple archivo
será el acceso a toda una vida desde su nacimiento hasta su extinción.
Entonces, siento una cierta tristeza. Porque en el futuro no existirán los
vacíos que nosotros nunca desentrañamos de nuestros abuelos, ni el silencio, el
espacio en blanco, entre las palabras.
Leo.
***
Recomiendo los cuentos de Paley. Por su inteligencia y ternura,
por su intimidad e ironía. Por su escritura cristalina, certera y poética.
Cuentos donde se cruza lo personal con lo político.
Ahora escúchame, dijo. Y comenzamos entonces a hablarnos el
uno al otro calmada y cortésmente, como suele hacer la gente cuando la seriedad
es un escollo para la franqueza; en esos casos se necesita recurrir a un
ceremonioso baile. Escucha. Escucha, dijo. Nuestros hijos mayores ya son
prácticamente adultos. ¿Acaso no hemos dicho y concluido repetidas veces que la
vida es breve y penosa? ¿No hemos repetido palabras como «muerto» y «dónde»?
¿Acaso no hemos recurrido en los últimos años a la palabra «terrible», y no
estábamos a punto de hablar de «terror»? Todo el mundo sabe eso sobre la vida. Pese
a lo cual, algunos idiotas no paran de cantar sus alabanzas.
Pero es que tienen razón, dije a mi vez. Sí, porque hace
falta alentar a los jóvenes que nosotros mismos, al fin y al cabo, hemos traído
al mundo: no podemos abandonarlos. Estamos obligados, dije, a seguir mostrando
panoramas sencillos y provechosos, tales como los de las colinas campestres
cubiertas del verdor primaveral o de la blancura del invierno, o los de ese
cielo siempre conmovedor bien sea por su inveterado azul o por la configuración
de sus nubes, por el modo como el viento bate sus partes más blandas
haciéndolas cambiar de forma, dirección y densidad. Por no hablar de esta amada
ciudad nuestra atestada de trabajadores diurnos y nocturnos, de compradores y
caminantes, de líneas de metro terminadas por tantas personas, pero donde se
forman elegantísimas colas de caras sonrosadas, morenas, bronceadas o
amarillentas. Es muy importante que resaltemos aquello que es bueno y bello a
fin de evitar que nuestra expresión le parezca pesimista a un muchachote que
haya comenzado a sospechar.
Grace Paley. Cuentos
completos. Trad. José Manuel Álvarez, Susana Contreras, Enrique Hegewicz, César
Palma, Ángela Pérez. Anagrama.
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