Vuelve a preguntar, nuestra amiga escritora, qué echamos de
menos tras dieciséis días de confinamiento. Respondo: Hoy echo de menos el café
con mi padre —él,
una cerveza sin alcohol, yo, un descafeinado para poder dormir después de comer
y antes de ir al trabajo—.
Tardamos quince minutos en llegar al bar. Mi padre se encuentra con sus
compañeros de paseo, bromea con ellos, a veces siento que vuelven a ser niños
en un patio de recreo. O saluda a quien pasa. Fue el cartero del pueblo.
Recuerdo un día en autobús, camino de uno de sus especialistas, una mujer de
cincuenta años lo reconoció y se emocionó al verlo. Me dijo que mi padre, hace
años, cuando no había timbres en los portales, gritaba cartero a quien tenía
cartas y que esa voz, ese gesto, se le había quedado prendido en la memoria de
su infancia. Mi padre se sienta mientras pido en la barra y cojo el periódico.
Ahora va con dos muletas, antes con una cachaba que él mismo se hizo cuando sus
manos no temblaban y podía pasar los días en su mesa de carpintero. Me siento
frente a él, da su primer sorbo, coloca el periódico por la contraportada y
sonríe con la tira cómica y muda de Don Celes. De niño me describía esas tres
viñetas de Don Celes, eterno metepatas, como si fuesen un cuento —y este
recuerdo siempre va asociado, no sé porqué, a cuando le pedía que sacase bola y ponía mi mano pequeña en
su bíceps y sentía una densidad de piedra—. Hay días donde mi padre deja
abierto el periódico, se recuesta en la silla y recuerda —vuelve a pasar por su
corazón— tiempos y rostros de entonces, romerías y comidas, cuando no temblaban
sus manos y piernas, cuando no tenía la comida restringida. A veces le pregunto
por la escuela en ruinas a la que acudía después de cavar en el monte, por las
personas que le acompañan en sus fotos, por los días que su padre —papá, dice
siempre— y él tardaron en hacer un armario, una cama, cualquiera de esos
muebles que yo, años después, vi en otras casas. Hoy echo de menos esos gestos
de antes de.
Leo.
***
Primero fueron las imágenes en blanco y negro de un hombre
diminuto en una casa de muñecas, escondiéndose de un gato. Años más tarde, el
libro de Matheson. Un centímetro cada cuatro días, es lo que mengua Scott
Carey. Se sabe en una carrera hacia el cero, la nada matemática, una carrera
donde se presentan aquellos mundos invisibles que habitan a nuestro alrededor,
donde pasamos de dominadores a presas, y, al final, volvemos a ser exploradores
y pioneros en aquellos submundos a los que no teníamos acceso. El hombre menguante, como La máquina del tiempo, es una de mis
historias refugio, la reflexión sobre nuestra percepción de la realidad que nos
rodea y la pregunta sobre lo invisible.
Como
otra mañana cualquiera, sus párpados se alzaron. Sus ojos se abrieron.
Permaneció un momento con la mirada perdida en el vacío y la mente todavía
embotada por el sueño. Después se acordó de todo, y su corazón pareció dejar de
latir.
Con un
gruñido de asombro, se incorporó bruscamente y miró a su alrededor con incredulidad,
mientras una sola palabra repiqueteaba en su cerebro:
«¿Dónde?»
Alzó
los ojos hacia el cielo, pero no había cielo: sólo una gran extensión azul,
como si el cielo se hubiera roto, extendido, comprimido y llenado de
gigantescos agujeros, a través de los cuales penetraba la luz.
Su
mirada incrédula y asombrada abarcó lentamente lo que le rodeaba. Parecía
encontrarse en una vasta e interminable caverna. La caverna finalizaba a pocos
metros de él y allí empezaba la luz. Se levantó apresuradamente y descubrió que
estaba desnudo. ¿Dónde se hallaba la esponja?
Volvió
a levantar los ojos hacia la gran cúpula azul. Ésta se extendía en la lejanía centenares
de metros. Era el trozo de esponja que le había servido de abrigo.
Se
sentó pesadamente y se examinó con detenimiento. Era el mismo. Se tocó. Sí, el
mismo. Pero ¿cuánto había menguado durante la noche?
Recordó
que la noche anterior estaba acostado sobre un lecho de hojas. Bajó la mirada.
Se hallaba sentado en una vasta llanura de manchones amarillos y pardos. Grandes
caminos salían de una gigantesca avenida y se perdían en la lejanía.
Estaba
sentado encima de las hojas.
Meneó
la cabeza con estupefacción.
¿Cómo
podía ser menos que nada?
De
repente, se le ocurrió una idea. La noche anterior había alzado la mirada hacia
el universo exterior. Así pues, debía haber también un universo interior. Quizá
varios.
Volvió
a levantarse. ¿Cómo era posible que nunca se le hubiese ocurrido pensar en
ello, en los mundos microscópicos y submicroscópicos? Siempre había sabido que
existían. Sin embargo, nunca estableció la evidente relación. Siempre había
pensado en términos del propio mundo del hombre, y de las propias dimensiones
limitadas del hombre. Había hecho suposiciones acerca de la naturaleza. Porque
el milímetro era un concepto humano, no un concepto de la naturaleza. Para el
hombre, cero milímetros significaba «nada». El cero significaba la nada.
Pero
para la naturaleza no existía el cero. La existencia se sucedía en
interminables círculos. En aquel momento le pareció muy sencillo. Nunca
desaparecería, porque en el universo la no existencia carecía de sentido.
Al
principio se asustó. La idea de atravesar interminablemente los niveles de
dimensión uno tras otro era extraña.
Después,
pensó que si la naturaleza existía en niveles interminables, lo mismo debía
suceder en el caso de la inteligencia.
Quizá
no estuviera solo.
De
repente echó a correr hacia la luz.
Y,
cuando llegó, se quedó mirando el nuevo mundo, con sus intensas manchas de
vegetación, sus centelleantes colinas, sus gigantescos árboles, su cielo de
cambiantes matices, como si la luz solar se filtrara a través de distintas
capas de cristal pastel.
Era un
mundo fantástico.
Había
mucho que hacer, y mucho en qué pensar. Su cerebro rebosaba de preguntas, ideas
y —sí— renovada esperanza. Tenía que encontrar comida, agua, ropa, refugio. Y,
lo que era más importante, vida. ¿Quién podía asegurarlo? Era posible, era muy
posible que la encontrara allí.
Scott
Carey corrió hacia su nuevo mundo, buscando.
Richard Matheson. El hombre
menguante. Traducción María Teresa Segur. Círculo de lectores.
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