Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 28 de mayo de 2020

+01. Matheson

Vuelve a preguntar, nuestra amiga escritora, qué echamos de menos tras dieciséis días de confinamiento. Respondo: Hoy echo de menos el café con mi padre él, una cerveza sin alcohol, yo, un descafeinado para poder dormir después de comer y antes de ir al trabajo—. Tardamos quince minutos en llegar al bar. Mi padre se encuentra con sus compañeros de paseo, bromea con ellos, a veces siento que vuelven a ser niños en un patio de recreo. O saluda a quien pasa. Fue el cartero del pueblo. Recuerdo un día en autobús, camino de uno de sus especialistas, una mujer de cincuenta años lo reconoció y se emocionó al verlo. Me dijo que mi padre, hace años, cuando no había timbres en los portales, gritaba cartero a quien tenía cartas y que esa voz, ese gesto, se le había quedado prendido en la memoria de su infancia. Mi padre se sienta mientras pido en la barra y cojo el periódico. Ahora va con dos muletas, antes con una cachaba que él mismo se hizo cuando sus manos no temblaban y podía pasar los días en su mesa de carpintero. Me siento frente a él, da su primer sorbo, coloca el periódico por la contraportada y sonríe con la tira cómica y muda de Don Celes. De niño me describía esas tres viñetas de Don Celes, eterno metepatas, como si fuesen un cuento —y este recuerdo siempre va asociado, no sé porqué, a cuando le pedía que sacase bola y ponía mi mano pequeña en su bíceps y sentía una densidad de piedra—. Hay días donde mi padre deja abierto el periódico, se recuesta en la silla y recuerda —vuelve a pasar por su corazón— tiempos y rostros de entonces, romerías y comidas, cuando no temblaban sus manos y piernas, cuando no tenía la comida restringida. A veces le pregunto por la escuela en ruinas a la que acudía después de cavar en el monte, por las personas que le acompañan en sus fotos, por los días que su padre —papá, dice siempre— y él tardaron en hacer un armario, una cama, cualquiera de esos muebles que yo, años después, vi en otras casas. Hoy echo de menos esos gestos de antes de.

Leo.


***

Primero fueron las imágenes en blanco y negro de un hombre diminuto en una casa de muñecas, escondiéndose de un gato. Años más tarde, el libro de Matheson. Un centímetro cada cuatro días, es lo que mengua Scott Carey. Se sabe en una carrera hacia el cero, la nada matemática, una carrera donde se presentan aquellos mundos invisibles que habitan a nuestro alrededor, donde pasamos de dominadores a presas, y, al final, volvemos a ser exploradores y pioneros en aquellos submundos a los que no teníamos acceso. El hombre menguante, como La máquina del tiempo, es una de mis historias refugio, la reflexión sobre nuestra percepción de la realidad que nos rodea y la pregunta sobre lo invisible.


Como otra mañana cualquiera, sus párpados se alzaron. Sus ojos se abrieron. Permaneció un momento con la mirada perdida en el vacío y la mente todavía embotada por el sueño. Después se acordó de todo, y su corazón pareció dejar de latir.
Con un gruñido de asombro, se incorporó bruscamente y miró a su alrededor con incredulidad, mientras una sola palabra repiqueteaba en su cerebro:
«¿Dónde?»
Alzó los ojos hacia el cielo, pero no había cielo: sólo una gran extensión azul, como si el cielo se hubiera roto, extendido, comprimido y llenado de gigantescos agujeros, a través de los cuales penetraba la luz.
Su mirada incrédula y asombrada abarcó lentamente lo que le rodeaba. Parecía encontrarse en una vasta e interminable caverna. La caverna finalizaba a pocos metros de él y allí empezaba la luz. Se levantó apresuradamente y descubrió que estaba desnudo. ¿Dónde se hallaba la esponja?
Volvió a levantar los ojos hacia la gran cúpula azul. Ésta se extendía en la lejanía centenares de metros. Era el trozo de esponja que le había servido de abrigo.
Se sentó pesadamente y se examinó con detenimiento. Era el mismo. Se tocó. Sí, el mismo. Pero ¿cuánto había menguado durante la noche?
Recordó que la noche anterior estaba acostado sobre un lecho de hojas. Bajó la mirada. Se hallaba sentado en una vasta llanura de manchones amarillos y pardos. Grandes caminos salían de una gigantesca avenida y se perdían en la lejanía.
Estaba sentado encima de las hojas.
Meneó la cabeza con estupefacción.
¿Cómo podía ser menos que nada?
De repente, se le ocurrió una idea. La noche anterior había alzado la mirada hacia el universo exterior. Así pues, debía haber también un universo interior. Quizá varios.
Volvió a levantarse. ¿Cómo era posible que nunca se le hubiese ocurrido pensar en ello, en los mundos microscópicos y submicroscópicos? Siempre había sabido que existían. Sin embargo, nunca estableció la evidente relación. Siempre había pensado en términos del propio mundo del hombre, y de las propias dimensiones limitadas del hombre. Había hecho suposiciones acerca de la naturaleza. Porque el milímetro era un concepto humano, no un concepto de la naturaleza. Para el hombre, cero milímetros significaba «nada». El cero significaba la nada.
Pero para la naturaleza no existía el cero. La existencia se sucedía en interminables círculos. En aquel momento le pareció muy sencillo. Nunca desaparecería, porque en el universo la no existencia carecía de sentido.
Al principio se asustó. La idea de atravesar interminablemente los niveles de dimensión uno tras otro era extraña.
Después, pensó que si la naturaleza existía en niveles interminables, lo mismo debía suceder en el caso de la inteligencia.
Quizá no estuviera solo.
De repente echó a correr hacia la luz.
Y, cuando llegó, se quedó mirando el nuevo mundo, con sus intensas manchas de vegetación, sus centelleantes colinas, sus gigantescos árboles, su cielo de cambiantes matices, como si la luz solar se filtrara a través de distintas capas de cristal pastel.
Era un mundo fantástico.
Había mucho que hacer, y mucho en qué pensar. Su cerebro rebosaba de preguntas, ideas y —sí— renovada esperanza. Tenía que encontrar comida, agua, ropa, refugio. Y, lo que era más importante, vida. ¿Quién podía asegurarlo? Era posible, era muy posible que la encontrara allí.
Scott Carey corrió hacia su nuevo mundo, buscando.
Richard Matheson. El hombre menguante. Traducción María Teresa Segur. Círculo de lectores.

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